jueves, 21 de julio de 2022

#hemeroteca #feminismo | ¿Hay que abandonar el feminismo? Potencias y límites en la coyuntura actual

El Salto / Cristina Cifuentes (i), 'feminista' y 'arreglá' //

¿Hay que abandonar el feminismo? Potencias y límites en la coyuntura actual.

Desde el grupo coordinador del espacio “Tranfeminismos y luchas queer” de Communia, planteamos estas líneas surcadas de preguntas para utilizar como material en los debates.
Fundación de los Comunes, 2022-07-21
https://www.elsaltodiario.com/palabras-en-movimiento/hay-que-abandonar-el-feminismo-potencias-y-limites-en-la-coyuntura-actual

Cuando el feminismo se vuelve institucional, clasista y punitivista –y esto está ocurriendo incluso en muchos movimientos contraculturales europeos–, este feminismo –que hoy es hegemónico– ¿nos resulta útil para afrontar las luchas en las que estamos?

Después de unos años de gran potencia del movimiento feminista parece que nos encontramos con algunos de sus límites. La fuerza que hemos sido capaces de desplegar no está exenta de peligros si apostamos por un feminismo que sirva para transformar la sociedad y no para apuntalar el 'statu quo'. El primero al que se enfrenta es el de su institucionalización: el de su conversión en ideología que sirva para dar legitimidad “feminista” a políticas neoliberales, gobiernos, instituciones y al propio Estado –que también sostiene nuestra opresión–. A veces parece que esta configuración del poder en la que estamos lo asume todo siempre que nuestras luchas no aparezcan como suficientemente trabadas con la redistribución del poder y la riqueza. ¿Lo están las luchas feministas? ¿Todas? ¿O necesitamos un feminismo “con apellidos”? También hemos visto cómo este movimiento es utilizado para impulsar políticas de carácter punitivo y de reforzamiento del sistema penal –como aquellas que criminalizan la prostitución o las que buscan nuevas penas o el castigo como única vía de solución para la cuestión de la violencia machista–. ¿El feminismo mainstream solo genera víctimas necesitadas de protección estatal? Y si es así ¿cómo cortocircuitamos estos planteamientos?

Frente a este feminismo de Estado, luchas feministas de base –como las de carácter sindical o de clase– proponen una agenda autónoma hermanándose con aquellos feminismos latinoamericanos con fuertes componentes de feminismos comunitarios, decoloniales y populares –de pobres, de putas, de trans...–, capaces de desbordar la agenda de paridad neoliberal. Por tanto, la principal fractura del feminismo hoy no es la cuestión de la prostitución o de los derechos trans, sino aquella que separa a un feminismo del poder –que sirve como herramienta de gobierno– y uno de base o autónomo –capaz quizás de generar contrapoder–.

Pero, ¿qué podría ser un feminismo autónomo más allá de definir por contraposición a lo que no está en las instituciones? ¿Podemos hablar de unos contornos definidos que nos permitan lanzar propuestas conjuntas? ¿A la potencia de esta oleada feminista le ha correspondido un nivel equiparable de nuevas organizaciones de base? ¿Qué “demandas” se han visibilizado estos años de lucha? ¿Hemos generado una agenda propia? ¿Cuáles serían sus contenidos? ¿Se han transformado en conquistas? ¿A qué otros desafíos nos enfrentamos con la popularización del feminismo? ¿Necesitamos un feminismo que ponga en el centro el reparto de la riqueza aunque no parezcan temas “de mujeres”? ¿Esta nueva ola ha relanzado los nuevos pánicos morales sobre el sexo, nuevos puritanismos, intentos de criminalización del trabajo sexual o que han impulsado un aumento de la transfobia? ¿Puede que nuestros discursos estén reforzando algunos de los efectos indeseables de esta nueva ola? ¿Estamos asistiendo a un declive de esta ola y qué lo provoca? ¿Esto constituye solo un problema o abre nuevas oportunidades?

Punitivismo, represión y pánicos sexuales
En los últimos años, el #Metoo y la insistencia en poner en primer plano la violencia sexual ha tenido resultados ambivalentes. Por un lado, hemos puesto en la agenda la violencia sexual y los abusos en todos los ámbitos, también los militantes. Cosas que estaban normalizadas por fin se verbalizan, por fin dejan de excusarse. Probablemente este cambio cultural es uno de los mayores logros de este último ciclo de movilización feminista. Sin embargo, quizás hemos construido sin querer un imaginario de pánico sobre la sexualidad. Quizás la hemos dibujado como un ámbito únicamente de peligro y no de disfrute, de exploración. Nos ha faltado (y mucho) hablar del placer, de lo que implica conquistar ese espacio siendo mujeres, de lo que ganamos en libertad, en autonomía, en goce.

Vale también la pena abrir el debate sobre nuestra categorización como víctimas porque esta concepción católica y pasiva de la sexualidad de las mujeres también es un pilar que sujeta el orden de género, enquista sus lógicas y refuerza los marcos estructurales de la violencia de género. A ellos se les presupone un deseo siempre despierto y el pleno dominio de su voluntad y sexualidad. Aunque a veces esta se representa también como algo salvaje e incontenible, un argumento que ha servido históricamente tanto para legitimar la violación, como para sexualizar el racismo -los moros, los negros, los “otros” racializados de turno, esencialmente incapaces de contener sus impulsos sexuales-. A nosotras, por el contrario, se nos presupone pasivas, atesoradoras de un deseo celosamente guardado para recompensar, para agradecer con él a un varón. De ahí provienen algunas de las objeciones feministas a la Ley del Sí es Sí, que tal y cómo está formulada nos ata a esta concepción de la sexualidad femenina, mientras sitúa la agencia y el deseo en el terreno masculino. Nos envía un mensaje inequívoco: el sexo y el placer son dominios de los hombres, territorios hostiles para las mujeres.

Asistimos también a esos peligros: de la victimización y el mojigatismo sexual. Las campañas de terror sexual desatadas en los medios después de violaciones y asesinatos son funcionales a la limitación de los comportamientos y movimientos de las mujeres; a su contención, personal y sexual. El miedo nos hace más pequeñas, nos encierra, nos hace restringir movimientos y dejar escapar oportunidades.

También inaugura un nuevo peligro de reforzamiento del sistema penal, tanto por la cuestión de las violencias machistas, como por los llamados “delitos de odio” –que se han impulsado en parte por una demanda de colectivos LGTBIQ–. Aquí, en vez de atender a una dimensión política que tiene como horizonte la transformación social, se buscan respuestas en un sistema judicial que es patriarcal y que pone en el centro el castigo y la victimización; se individualizan los casos y las soluciones mientras se deja de lado su dimensión estructural.

¿Qué hemos ganado y qué nos queda por ganar en la lucha contra todas las violencias? ¿Hay que volver a hablar de sexo o simplemente confiar en que la sociedad ya está en lugares distintos? ¿Los discursos reaccionarios respecto de la sexualidad/identidades no normativas pueden tener consecuencias más allá de lo simbólico? ¿Cómo trascendemos la victimización? ¿Qué soluciones más allá del Estado somos capaces de imaginar y de poner en marcha? ¿Qué significa realmente tener una visión antipunitiva, se refiere solo a rechazar el ámbito penal –como solución privilegiada– o podemos estar reproduciendo su marco político/afectivo en nuestros entornos y organizaciones? ¿Qué pasa con la violencia que recibimos las disidentes sexuales o de género? ¿Cómo se combaten? ¿Cuando hablamos de violencia machista estamos incluyéndolas? ¿Por qué no?

La cuestión del sujeto
El feminismo ilustrado de la órbita PSOE –pero también sectores de los nuevos feminismos radfem– quieren erigirse en vigilantes de las fronteras del sexo: quién puede definir qué es una mujer podrá convertirse en portavoz de sus demandas –sobre todo en portavoz institucional–. En el feminismo de base, que hace bandera de la diversidad de su composición, hay menos debate pero lo hay ¿hemos retrocedido en esta cuestión? Tanto esta guerra como la de la prostitución en muchos sitios también se han lanzado para romper las asambleas del 8M –cuyas demandas les resultan demasiado radicales- y descomponer parte de la fuerza del movimiento con el objetivo de obtener un feminismo más “manejable” para el poder. Además, sabemos que no es un debate teórico porque el sujeto del feminismo (como cualquier otro sujeto de transformación) se forma en las propias luchas.

Cuando los fundamentalismos cristianos y las extremas derechas hablan de ideología de género no distinguen, hacen causa común contra los derechos de las mujeres y las disidencias sexuales: ambos desestabilizan el orden social. Entienden, mejor que algunas feministas, que es parte de la misma guerra. Desde una perspectiva de las visiones más emancipadoras, no podemos pensar un feminismo como exclusivo de las mujeres, de sus cuerpos o de sus experiencias. ¿Ha dejado de tener valencia política la categoría mujer? ¿Es útil? ¿Podemos superarla incluyendo a todos los sujetos que desafían el orden de género? ¿Y a los hombres? ¿Siguen siendo útiles estas identidades? ¿Cómo rompemos fronteras identitarias de nuestras luchas que nos impiden lanzar luchas más fuertes? ¿Se pueden tratar de derrocar el orden social desde luchas compartimentadas? ¿O cómo se podrían componer entre sí? ¿Tenemos que abandonar estas luchas compartimentadas y sumarnos a movimientos de transformación más amplios? ¿Las llevamos al interior de las organizaciones por la vivienda, el trabajo, a los espacios de apoyo mutuo, etc.)? ¿O seguimos en espacios “separatistas”?

La cuestión de la clase
El feminismo institucional se mueve mejor en las cuestiones sexuales. Si el eje que explica la desigualdad de género es el sexual, todas estamos oprimidas por igual, mientras que si se le da centralidad a la división sexual del trabajo quizás hay que empezar a reconocer las diferencias entre nosotras. No somos todas iguales. Hacerse con el capital político del feminismo se vuelve así más resbaloso cuando su contenido se une a cuestiones materiales y redistributivas como pretende el movimiento de base. Desde ese feminismo nos llegan demandas que son ignoradas o arrinconadas por los partidos “feministas” de gobierno, como las sindicales, muchas de ellas relacionadas con el sector de cuidados, –las de las trabajadoras domésticas que no tienen todos los derechos o las de las Kellys, descontentas con la reforma laboral, entre otras–. También se omiten las luchas que tienen que ver con la desprotección en la que quedan las migrantes sin papeles o las que están sujetas a las restricciones que les impone la Ley de Extranjería. El feminismo como ideología de gobierno tiene muchas dificultades para asumir estas demandas.

Nosotras creemos que desestabilizar el orden de género tiene que hacer parte de un proyecto más amplio de transformación de carácter universalista que se oponga al capitalismo y al colonialismo. ¿Sirve el feminismo para hacer esto? ¿Por qué? ¿Es deseable seguir apoyando un feminismo interclasista como la alianza que se materializa en las grandes manifestaciones del 8M donde caminamos junto a ministras, empresarias y aquellas que quieren su 50% del infierno? ¿Para qué nos es útil? ¿Justifica la ofensiva reaccionaria la necesidad de estas alianzas? ¿Cómo avanzar entonces con nuestras propias propuestas?

Organización y herramientas de lucha

Hablar de organización es hablar de cómo imaginamos las luchas presentes y futuras, sus conflictos y los espacios de articulación y potencia que despliegan. A nuestro modo de ver es pensar los lugares posibles de creación de contrapoder y actualizar nuestras prácticas para ir construyendo otra sociedad posible. Si abandonamos cualquier ilusión de lo que se puede alcanzar mediante la política institucional ¿cómo construimos estos otros espacios que articulen unas prácticas autónomas, antipunitivistas capaces de poner la reproducción de la vida, la clase, las luchas antiracistas en el centro? ¿Cómo generamos contrapoderes que transformen la realidad existente? ¿Tiene el feminismo que atravesar otras luchas en marcha o debe configurarse en espacios separatistas que impulsen una agenda feminista específica? ¿Deben acaso estos espacios hacerse eco de las otras luchas de transformación social o de ampliación de los sujetos políticos? ¿Se puede hacer una política de transformación efectiva desde el identitarismo? ¿Qué fuerzas nos dejamos fuera si definimos estrechamente los límites del sujeto de lucha? Si decimos que nuestra lucha es por cambiar la sociedad, ¿acaso para eso no necesitamos también a los hombres cis?

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