lunes, 4 de noviembre de 2024

#hemeroteca #punitivismo | Análisis del caso de los empresarios de Murcia

La Opinión de Murcia / Protesta 'feminista' en Murcia, 2024-10-06 //

Análisis del caso de los empresarios de Murcia

Hoja de ruta de un feminismo carcelario, conservador y abolicionista de la prostitución
Lucía Barbudo | Zona de Estrategia, 2024-11-04
https://zonaestrategia.net/caso_empresarios_murcia/

Samuel, las menores de Murcia, la chica de Totana, la chica de Bilbao, la mujer de Francia. Peligro y terror sexual; abusos, violaciones: Alcàsser en bucle. Viene bien tener a mano la ‘Microfísica sexista del poder’, de Nerea Barjola, para recordar cómo se enciende el ruido mediático con la postproducción de este tipo de noticias, qué mensajes se están mandando, cómo la sociedad los está encajando y qué estamos haciendo las feministas con eso políticamente, tanto en la calle como en nuestros canales de pedagogía y difusión.

“Todas las niñas de Murcia están en peligro de que les pase lo mismo que a la mía”, decía una de las madres de las adolescentes implicadas en la red de trata de menores en una entrevista. El mensaje, de inconfundible pánico y alerta social, se reenvió a muchos de nuestros móviles, curiosamente, dentro de grupos organizados como feministas. ¿No resulta llamativo que sean precisamente las mujeres, vinculadas, además, a movimientos feministas, las que estén hilando los mensajes siguiendo la secuencia: miedo-Estado/Aparato Judicial/Penal-cárcel? ¿No nos rechina?

Frente a estos relatos de pavor, desamparo y desvalimiento que acompañan la violencia sexual (“La hundió para toda su vida”, “Le rompieron toda su vida”, seguía la misma madre en la entrevista) se han articulado afortunadamente otras contranarrativas menos fatalistas, más empoderantes, generadoras de respuestas emocionales más allá del trauma, que nos argumentan por qué hay vida después de una violación. Quizás el mejor ejemplo sea el desarrollado en la ‘Teoría King Kong’ de Virginie Despentes, donde se resignifica la experiencia de violación para desactivarla como trauma insuperable para las mujeres. Frases como: “Hablo por todas las niñas y madres de Murcia”, hacen eco de un sujeto-víctima único, inamovible, solidificado y generalizado hasta tal extremo que parece que no deja hueco a sobrevivir estas experiencias de otra manera. Generalizar es, en el mejor de los casos, poco honesto, y en el peor, peligroso. “El poder necesita consensos”, escribía Mithu M. Sanyal en su desafiante obra ‘Violación’, en la que se responden interrogantes que muchas veces, si no estamos intelectualmente alerta, ‘feministamente’ alerta, caemos en el peligro de plantearlos como clichés: ideas estereotipadas que repiten un mantra que se nos enquista y no nos deja seguir hacia delante. El guión que el patriarcado ha escrito para nosotras sobre la violación es realmente terrorífico.

La infantilización de las víctimas es también algo que se repite. Las mismas lógicas que se aplicaron con “las ‘niñas’ de Alcàsser” son ahora las que se hacen eco de “las ‘niñas’ prostituidas de Murcia”; indudablemente hay más indefensión en la infancia, más carnaza mediática también, pero es que no eran niñas (la infancia se considera desde los 6 hasta los 12 años), eran adolescentes, menores (entre los 14 y los 17 años), eso sí, pero adolescentes. Y esto no tiene por qué restarle gravedad al asunto. La edad resulta asimismo relevante porque tampoco podemos hablar de pederastia (que se considera una relación sexual no consentida entre una persona adulta y une niñe), al igual que no podemos hablar de empresarios puteros ni de proxenetas (como les encanta decir a las abolicionistas) pues las adolescentes no eran putas. De esta última afirmación se desprende que tampoco es acertado hablar de prostitución, sino de trata de menores con fines de explotación sexual.

El feminismo putófobo saca tajada
Decía Silvia Federici en el prólogo de ‘Microfísica’: “No podemos depender de los medios para que representen nuestra lucha (...) Los medios no son espectadores pasivos”. Solo basta echar un vistazo a cómo la prensa ha abordado el caso de los empresarios violadores de Murcia para darse cuenta de que el frente abolicionista de la prostitución está sacando músculo. Este pasado viernes 25 de octubre, de hecho, la Coordinadora Feminista de València sacaba un cartel con una convocatoria frente a la Ciutat de la Justicia en el que podía leerse: “En solidaridad con las abolicionistas de Murcia”. ¿Por qué en solidaridad con las abolicionistas? ¿No deberían realizarse actos reivindicativos en la calle en solidaridad con las menores y en su apoyo?

Quisiera incidir en el uso malintencionado que se está haciendo de la palabra ‘prostitución’ en este contexto donde lo apropiado es hablar de trata de menores con fines de explotación sexual. Los medios locales de Murcia, los periódicos de La Opinión y La Verdad así como la rama local de eldiario.es, están difundiendo información hablando de ‘prostitución de menores’ en un ejercicio que considero de grave irresponsabilidad periodística. Las feministas llevamos décadas apuntando a la importancia que el lenguaje tiene para la transformación de nuestra realidad política y social. Señores y señoras periodistas, las palabras importan. (in)Fórmense antes de hacer un uso equivocado de ellas, no utilicen sus altavoces mediáticos y la posición de poder que ostentan como formadores de la opinión pública para tergiversar la realidad y estigmatizar aún más a un colectivo que ya está históricamente estigmatizado y criminalizado: el de las trabajadoras sexuales.

La prostitución o el trabajo sexual implica una relación consentida entre adultes y con las menores no hay consentimiento puesto que no hay horizontalidad al no ser una relación entre iguales. Con las menores no podemos hablar de prostitución porque incurrimos en una contradicción de términos. Con las menores debemos hablar de abuso, violación, extorsión y coacción. El movimiento abolicionista del trabajo sexual está utilizando perversamente el caso de la red de trata de menores en Murcia para manipular conceptos.

La cárcel es justicia patriarcal
Muchas tenemos ya desactivado que la policía sea una herramienta útil para la seguridad de las mujeres y las disidencias o para la lucha contra las violencias que sufrimos. Esta desactivación se la debemos a los procesos de politización y al activismo de calle, ya que éste la mayoría de las veces acaba enmarcado en un cordón policial. Ya tenemos hecho el análisis desde nuestros colectivos críticos y disidentes de que ‘A mí me cuidan mis amigas, no la policía’ y que ésta sólo existe para proteger los intereses del gobierno (la Ley Mordaza aún vigente es buena prueba de ello) y que es una forma de ejercer discriminación y violencia institucional contra las personas más vulnerables y desprotegidas. Consecuentemente, la policía ha trabajado históricamente a favor de la represión de minorías marginales tales como las personas migrantes, con un sesgo racista y colonial bastante tocho. Sin embargo, cuando eres blanca o militas entre las filas del feminismo blanco, no es tan fácil llegar a la conclusión de que el sistema penal y el sistema carcelario forman parte de lógicas no sólo heterosexistas y patriarcales, sino también racistas y coloniales. ¿Quiénes conforman la población carcelaria?

Por si esto no está lo suficientemente claro, volvamos al caso de Murcia: ¿quiénes han entrado ya en prisión? Las mujeres acusadas de ser las que captaban adolescentes en las puertas de los institutos y discotecas, así como el hombre que hacía de chofer transportado a las menores, todas estas personas de origen latino.

Decían desde el Movimiento Feminista de Murcia en su nota de prensa: “Desde el Movimiento Feminista no compartimos que la solución a las violencias que soportamos pase por la entrada a ninguna cárcel. Las cárceles no son parte de la solución nunca sino parte del problema. Nos declaramos antipunitivistas y exigimos como alternativa una justicia restaurativa que escuche a las víctimas y las atienda en sus necesidades para reparar el daño.” En esta misma línea, Laura Macaya, referenta del activismo antipunitivista en el estado español, en ‘Conflicto no es lo mismo que abuso’”, afirma: “para pensar otras formas de administrar justicia (...) es imprescindible pensar en procesos que involucren a la persona afectada, pero también a quien comete el daño y a la comunidad.” A este respecto, cinco de las entonces adolescentes declararon que no querían que los empresarios entraran en prisión y que ellas se daban por satisfechas si ellos admitían que estuvo mal lo que hicieron y se comprometieran a no volver a hacerlo nunca más. Sin embargo, tres de las víctimas sí expresaron que querían cárcel para los empresarios, movidas, según la magistrada Concepción Roig, por el pulso que se estaban echando en la calle los movimientos feministas pidiendo el encarcelamiento de los empresarios violadores.

Qué fracaso que, como movimiento regenerativo y pretendidamente transformador, a las personas que nos nombramos disidentes y feministas sólo se nos ocurra hablar con el sistema penal en la boca y mirar hacia las cárceles como solución a nuestras violencias. ¿No es es el mismo perro con distinto collar? ¿De qué manera entonces pensamos, construimos, existimos, somos diferentes y disidentes? ¿Qué estamos proponiendo?

Para las que militamos entre las filas del feminismo antipunitivista y anticarcelario es triste y preocupante que cada vez que sale un caso que implica violencia sexual contra las mujeres se aproveche el ruido mediático para apuntalar la idea de que las cárceles van a acabar con las violencias perpetradas contra las mujeres y otros cuerpos minorizados y/o disidentes. Ni la cultura del castigo, ni el refuerzo vía penal, ni las lógicas carcelarias (está ya más que demostrado que no existe una correlación entre el aumento del número de cárceles y la disminución del número de delitos) deberían estar en nuestro horizonte como un modelo político-social deseable con el que avanzar para transformar la sociedad.

Cualquier discurso que prometa “proteger a las víctimas” –ya sea desde las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado, del propio Estado a través de todo su aparataje judicial-penal, sus instituciones y partidos políticos– alimenta la ficción de nuestra vulnerabilidad, acentuando la victimización de las mujeres. Por otro lado, también justifica que se necesiten leyes más duras, más penas, más condenas, más años, más cárcel, más castigo para luchar contra esas violencias.

Me gusta pensar que con cada caso de violencia sexual contra las mujeres y otras disidencias tenemos la oportunidad de empezar a pensar, o mejor dicho, seguir pensando, qué tipo de marcos queremos para convivir con las violencias: si no es cárcel, si no es justicia con forma de juzgado de lo penal, con forma de barrotes, con forma de tortura, entonces, ¿qué hacemos? Con cada “Pocos años me parecen”, retrocedemos a las lógicas dictatoriales de las que creíamos haber salido, a las estructuras del castigo, del punitivismo, a las lógicas ultraconservadoras y autoritarias en la que crece, se desarrolla y nunca muere la represión contra la que tanto luchamos. Con cada “Que se pudran en la cárcel” se nos pudre a nosotras algo por dentro. Se nos pudre la posibilidad de cambiar. Y el no-cambio es, paradójicamente, nuestra cárcel. La cárcel es, desde todos los ángulos que queramos abordarla, justicia patriarcal.

La rabia, la frustración, el enfado, el miedo, el cabreo... ¿legitimar las emociones es realmente equiparable a esgrimirlas ‘per se’ como herramientas útiles para nuestro propio proyecto político-feminista? ¿Es muy descabellado pensar que se están instrumentalizando nuestras emociones para reforzar (desde los medios, desde el Estado) un sistema carcelario-penal que asegura existir para “cuidar” nuestras heridas, para “protegernos”? ¿Nos empoderamos las mujeres y otros sujetos concebidos sociopatriarcalmente como vulnerables pidiendo cárcel, cadena perpetua, castración química? ¿No estaremos delegando en papá-Estado, marido-Estado, confiando nuestra seguridad de nuevo a esas lógicas heterosexistas del Estado-que-castiga-es-el-Estado-que-nos-protege? ¿Acaso no había ya cárceles, sistema penal, leyes, tribunales y jueces cuando los empresarios violaron a las menores hace diez años? ¿Sirvió la existencia de todo ese engranaje punitivo para que se lo pensaran dos veces?

Otros modelos de justicia

En “¿Se puede terminar con la prisión?”, Paz Francés y Diana Restrepo nos invitan a hacer un recorrido crítico de nuestro sistema de justicia penal al tiempo que nos proponen alternativas. Los modelos de ofrecen la posibilidad de aproximarnos a los conflictos desde una perspectiva menos punitiva, centrándonos en las necesidades de la víctima y haciendo uso de esquemas de mediación y diálogo; la asunción de responsabilidad por parte de quien comete el delito es imprescindible para reparar el daño.

Este modelo de justicia incluye procesos de análisis y reflexión, así como la implicación de la comunidad. Si bien la justicia restaurativa resulta menos problemática que la justicia penal por su carácter menos punitivo, para estas autoras la propuesta más radical sería la denominada justicia consensual. Esta fija su potencial transformador en el diálogo y, como su propio nombre indica, en la construcción y consecución de consensos. Este modelo entra en confrontación directa con la cultura del castigo (tan asumida en nuestras sociedades) ya que deja de equiparar justicia con castigo en cualquiera de sus formas. Supone una renuncia a cualquier medida impositiva como son los castigos de cualquier tipo, puesto que el principio fundamental en el que se basa es que el castigo (la cosa punitiva en cualquiera de sus múltiples formatos) alimenta la espiral de la violencia, formando siempre parte del problema y no de la solución. “Las condiciones que permiten que ocurra la violencia deben ser transformadas. Las respuestas estatales y sistémicas a la violencia, incluido el sistema legal penal, no solo no logran promover la justicia individual y colectiva, sino que también toleran y perpetúan los ciclos de violencia”, afirman Francés y Restrepo.

Decía Nina Simone que para ella la libertad era no tener miedo. A ese miedo por las agresiones y las violencias a las que como sujetos configurados vulnerables estamos expuestas, yo le añadiría el miedo a reproducir las estructuras de las que se alimentan en el imaginario colectivo todas esas violencias, el miedo a ser una herramienta más del amo. Desaprender las violencias que tenemos interiorizadas y normalizadas, como es el caso de la defensa del sistema penal-penitenciario, y trabajar colectivamente en otros modelos de aplicación de justicia es nuestra tarea pendiente como movimiento social.

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