“La homosexualidad como un escape desesperado de una imaginación enferma, como un intento de comunicarse, eternamente condenado al fracaso, de un ser aterrado y solitario, que no sabe o no puede amar”. Así luce la introducción del libro ‘Los homosexuales vistos por sí mismos y por sus médicos’ (1966), escrito por el doctor Lorenzo Frutos Carabias en pleno
tardofranquismo. Un ejemplo paradigmático de la brutal maquinaria de propaganda homófoba que el fascismo puso en marcha durante años con la connivencia de médicos afines al régimen.
Durante la dictadura, la sexualidad se encaminará exclusivamente a la reproducción social y a la perpetuación de la familia heteronormativa. De este modo, llegaron a proliferar gran cantidad de obras que aludían reiteradamente al carácter patológico de la homosexualidad. La construcción de una España “depurada” de desviaciones ideológicas, sexuales o identitarias contrarias a la estricta moral católica caminó necesariamente de la mano de la medicina psiquiátrica.
La reforma de la Ley de Vagos y Maleantes en 1954 introduce por primera vez la consideración de las personas homosexuales como sujetos peligrosos. Más adelante, esta legislación se redondearía con la Ley de Peligrosidad Social, con el fin de “modificar estados como los referentes a quienes realicen actos de homosexualidad, la mendicidad habitual, gamberrismo, la migración clandestina y la reincidencia”. El régimen fascista, artífice de un perverso operativo para desterrar toda disidencia que pudiera desafiar la moral preestablecida, sembró la idea de que los homosexuales eran potenciales delincuentes. De esta suerte, pronto se estableció una vinculación directa entre homosexualidad y crimen que sirvió para legitimar cualquier atrocidad contra el colectivo. Una investigación de Soraya Gahete Muñoz, doctora en Historia Contemporánea, señala que jueces como Antonio Sabater consideraban que los varones no heterosexuales “llevaban una intensa vida instintiva y que eran altamente peligrosos, ya que se trata de sujetos perversos sin escrúpulos ni corazón, con manifiesta desviación ética y frialdad y ausencia de sentimientos”.
A través de esta primera ley pudo articularse un efectivo instrumentario legal capaz de acallar las sexualidades no normativas, autorizándose por primera vez el internamiento del colectivo en cárceles, campos de trabajo y centros psiquiátricos: “Art. 6.0, número 2.-A los homosexuales, rufianes y proxenetas, a los mendigos profesionales y a los que vivan de la mendicidad ajena, exploten menores de edad, enfermos mentales o lisiados, se les aplicarán, para que las cumplan todas, sucesivamente, las medidas siguientes: a) Internado en un establecimiento de trabajo o colonia agrícola. Los homosexuales sometidos a esta medida de seguridad deberán ser internados en Instituciones especiales y, en todo caso, con absoluta separación de los demás”.
De Huelva a Fuerteventura: prisiones para “rehabilitar” homosexuales En Huelva y Badajoz se encontraban los penitenciarios provinciales para homosexuales más conocidos de aquel entonces. Desde 1968 hasta 1978 (año en que se despenaliza la disidencia sexual), mientras la primera se utilizaba para internar a homosexuales considerados “activos”, la segunda estaba destinada a los “pasivos”. Por aquel entonces la transexualidad ni siquiera estaba contemplada, sino que se hablaba de “mujeres vestidas de hombres y viceversa” o personas con conductas impropias de su género que era preciso corregir.
En otras prisiones se crearon módulos específicos para recluir a estos presos, como en la Modelo de Barcelona o la cárcel de Carabanchel. Un relato publicado
en el Diario Sur cuenta la experiencia traumática de
La Moni, artista e icono LGTBI+ de la época, tras ser internada en la prisión onubense en 1963, con tan solo 17 años. “Fue detenida por ponerse un vestido de mujer en los carnavales. Fueron tres meses privada de libertad, aunque tuvo que quedarse uno más por no pagar la multa de 500 pesetas”. Hay que entender estos centros, no obstante, no como cárceles al uso sino como reformatorios pensados para la reconversión sexual.
Al no haber dinero para financiar centros públicos para lo que el franquismo llamaba “rehabilitación” de personas que hoy llamaríamos ‘queer’, no quedaba más remedio que internarles en
penitenciarios convencionales: “Eran una especie de centros de internamiento para reaprender. La idea era que funcionaran como centros como de reaprendizaje, de atención”, cuenta
Ramón Martínez, escritor y activista LGTBI+. La privación de libertad estaba regulada por el Tribunal de Calificación y la Iglesia era la encargada de establecer cuánto tiempo debía estar interna la persona. En la mayoría de casos, la estancia duraba entre dos y cuatro años, pero el tiempo podía reducirse si el interno accedía a someterse a ciertas terapias.
En el transcurso de esos tratamientos, todos ellos humillantes, crueles y traumatizantes a largo plazo, llegaron a ponerse en práctica sesiones de electroshock, esterilizaciones forzadas y hasta lobotomías. Estas cirugías consistían en extirpar la parte del cerebro en la que se consideraba que estaba localizada la “desviación sexual”. El psiquiatra franquista
Juan José López Ibor, en su famoso ‘Libro de la vida sexual’ (1968), calificaba la homosexualidad como una “perversión sexual” o una “anomalía” consistente en “una situación psicodinámica”.
Otro de estos centros tendentes a aislar y reconvertir a personas del colectivo fue la
Colonia Agrícola Penitenciaria de Tefía, conocida como la cárcel de Tefía, situada en Fuerteventura, a mediados de los años 50 y 60. En realidad, más que un penal con fines psiquiátricos fue un campo de concentración para homosexuales donde los reclusos vivían sometidos a agresiones y vejaciones de todo tipo, inclusive el uso del hambre como método de tortura. De hecho, en su momento recibió el apodo de “el Auschwitz de Fuerteventura” por las terribles condiciones de vida que albergaba. Gahete puntualiza, eso sí, que la imposición de medidas “curativas” dentro de los centros no iban tanto encaminadas al castigo sino a impedir que ciertos comportamientos entendidos como peligrosos pudieran extenderse por su posibilidad de contagio.
Vidas marcadas por el terror Las brutalidades cometidas tanto en prisiones como en consultas psiquiátricas dejaron un reguero de hombres marcados de por vida por lesiones físicas y
traumas psíquicos incurables. Los suicidios se multiplicaron exponencialmente, también los casos en que, tras los electroshocks, acababan desarrollando aversión al sexo. Martínez expresa que “a mucha gente se le perdió la pista después de haber sido internados porque nunca se volvía a saber nada de ellos, esas personas se quedaban tocadas de por vida tras las operaciones”. Es un congreso celebrado en Italia en 1972, López Ibor habla de su “exitosa experiencia” haciendo una lobotomía. “Mi último paciente era un desviado. Después de la intervención quirúrgica en el lóbulo inferior derecho, presenta, es cierto, trastornos en la memoria y la vista, pero se muestra ligeramente atraído por las mujeres”.
Las escasas historias de vida que han logrado transmitirse años después son desgarradoras:
Oliver Duarte Herrera, antropólogo, técnico de proyectos en Fundación Triángulo Extremadura, quien actualmente está desarrollando una investigación sobre memoria LGTBI+, pudo entrar en contacto con víctimas de aquel sistema feroz: “Tengo un testimonio de un chico en Barcelona que ahora mismo tiene unos 77 años y que por la culpa que sentía por ser homosexual acudió a uno de estos psiquiatras que estaba muy de moda, sobre todo en las grandes ciudades, y por voluntad propia se sometió a estos tratamientos del electroshock. Era como una especie de descargas acompañadas de material complementario, como vídeos, y en el momento en que te ponían vídeos de personas de tu mismo sexo te daban como una descarga para que tu cuerpo rechazara el deseo homosexual”, señala.
En otros casos, las personas llegaban a las clínicas después de haber sido delatadas por su entorno cercano: lo cuenta
Carmen García de Merlo, expresidenta de COGAM y activista trans, quien infiere que “se dio el caso de una señora que fue a confesarle al cura que su hijo era mariquita, y el cura llamó a la Policía, lo detuvieron y se lo llevaron a un centro de internamiento”. Otras veces, añade, había algún vecino o compañero de trabajo que denunciaba. Por eso, expresa Duarte, casi siempre “tenían que ocultar su manera de ser, sus gustos, sus deseos y ser como invisibles ante la sociedad. Sobre todo en los contextos rurales, donde la gente todavía sigue muy presa de esta situación en la actualidad”.
A su juicio, fruto de esas experiencias del pasado, se han heredado en las zonas rurales ciertas formas inconscientes de pensamiento como intentar pasar inadvertido y buscar estrategias de vida que no sean leídas como no heterosexuales. Pero también había una cuestión de clase que marcaba quién era detenido y quién podía salir airoso de una redada policial. La expresidenta de COGAM traslada, en este sentido, que en pleno franquismo “en Madrid había clubs y espacios concretos como la calle Almirante donde se hacían redadas, dado que se sabía que muchos homosexuales quedaban allí. En una de ellas, en el
Café Gijón, cogieron a un grupo que estaba ahí charlando, se los llevaron a la comisaría, les hacían la ficha y los identificaban. Hasta que una vez vieron que uno de ellos era juez y fue entonces cuando les soltaron a todos”.
El vacío histórico en torno a la memoria lesbiana En el caso de las mujeres, la represión actuó de una forma bien distinta al caso de los varones. Prácticamente no hubo internamientos carcelarios de lesbianas o bisexuales a excepción de algunas excepciones por varios motivos, señalan Carmen García de Merlo y Oliver Duarte Herrera. Por un lado, la consideración de las mujeres como “eternas menores” hacía que, en caso de que alguna fuera sorprendida manteniendo relaciones afectivas con otra, fueran enviadas con sus padres o maridos. Cuando eran devueltas a sus familias, estas las internaban en colegios religiosos femeninos para corregirles.
“La homosexualidad femenina siempre ha estado muy silenciada y durante toda la dictadura apenas hubo casos de mujeres denunciadas como peligrosas sociales. Como no figuran prácticamente como internas en psiquiátricos, hay un silencio abrumador y por mucho que investigues no encuentres a nadie, no hay datos”, confiesa Martínez. En este sentido, el volumen de expedientes encontrados en el caso de los hombres contrasta con los escasos referentes a las mujeres lesbianas.
Por otro lado, la homosexualidad en ellas podía disfrazarse fácilmente de amistad en tanto que, por ejemplo, no estaba mal visto que dos o varias mujeres se reuniesen en una casa o durmiesen en la misma habitación, algo que sí despertaba recelos en los hombres. García de Merlo sostiene que “las mujeres que querían tener relación con mujeres o lo hacían a escondidas o vivían juntas como si fueran hermanas o primas; así no se enteraban”.
Eugenesia amparada por eminencias científicas de la época La estrategia represiva del franquismo contó con la colaboración activa de los denominados “psiquiatras del régimen”, defensores de las teorías eugenésicas que comenzaron a brotar a partir del siglo XIX. En un momento de apogeo de la ciencia psiquiátrica, estos médicos franquistas utilizaron esta disciplina “como arma política para reprimir a todos aquellos que les resultaban incomodos”, destaca una investigación de la Universitat de Lleida. El más recordado fue quizás
Antonio Vallejo-Nájera, para quien eran considerados “una vergüenza social y un foco de enfermedades venéreas” en tanto que aquellas conductas sexuales que no fueran destinadas a la reproducción eran entendidas como sodomitas.
Sus posturas eugenésicas basadas en el biologicismo positivista contribuyeron, como apunta el mencionado estudio, a justificar la aniquilación de las disidencias y reeducar a las masas “para que se resignaran a aceptar su lugar en el mundo”. La colección 'Hacer memoria' , editada por la Secretaría de Estado de Memoria Democrática, contiene una guía didáctica dedicada a quien ha pasado a la historia como ‘el Mengele español’. En ella se explica que, al calor de las teorías darwinistas que defendía, Vallejo-Nájera creyó fundamental “someter científicamente todos aquellos factores sociales que puedan influir, para bien o para mal, en las cualidades tanto físicas como psíquicas de la raza y de las generaciones futuras”. Madrid tenía una calle dedicada en el distrito de Arganzuela, el Paseo del Doctor Vallejo-Nájera (por Antonio Vallejo-Nájera Lobón); pero el Ayuntamiento, en 2017, aprobó un cambio para dedicar la calle a su hijo (Juan Antonio Vallejo-Nájera Botas) para tratar de cumplir con la ley de Memoria.
Otra de las consideradas eminencias psiquiátricas que más contribuyó a reproducir sistemáticamente el discurso patologizante sobre las disidencias sexuales fue
Francisco J. de Echalecu y Canino, quien teorizó en España sobre el falso carácter hereditario de la homosexualidad. Llegó incluso a equiparar esta orientación sexual con la psicopatía, siendo uno de los padres de la Ley de Vagos y Maleantes. Durante todo el franquismo se forjó la idea de que la homosexualidad traía consigo inevitablemente actos de pederastia y abusos a niños y adolescentes. Ello subrayaba todavía más, a ojos del régimen, su hipotética peligrosidad. Por este motivo Echalecu basó buena parte de su carrera divulgativa en dar conferencias en las que explicaba cómo “prevenir la seducción de menores” cambiando las orientaciones “de los psicópatas”.
La obra ‘Sodomitas’ (1956) del policía y escritor antisemita
Mauricio Carlavilla, conocido por el seudónimo ‘Mauricio Karl’, refleja muy bien este pensamiento. Así comienza el ensayo, uno de los más vendidos durante el fascismo en España: “La manada de fieras sodomitas, por millares, se lanza a través de la espesura de las calles ciudadanas en busca de su presa juvenil. Disfrazada de persona, la fiera sodomítica ojea entre el matorral ambulante de las aceras su pieza preferida, el cándido muchacho, más grato a su ávida pupila cuanto más inocencia lleva retratada en su fisonomía”. Ya en democracia, el psiquiatra neofascista y ultracatólico
Enrique Rojas, heredero de estas teorías pseudocientíficas, confesó en una entrevista con Efe que la homosexualidad era consecuencia de un “desorden cronológico” y que su orientación se podía transmitir por “un error cromosómico”.
Este año, su hija y también psiquiatra
María Rojas Estapé afirmó durante una conferencia que las relaciones homosexuales no son comparables a las heterosexuales. Actos públicos como el de Rojas Estapé transcurren todavía con total impunidad y no ha sido hasta 2023 que prohibieron por ley de las llamadas terapias de conversión.