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La cara oculta de Balenciaga.
Odiaba hablar de sí mismo: sólo concedió una entrevista en su vida. Cristóbal Balenciaga, el más grande genio de la costura de todos los tiempos también fue el más hermético.
Jesús Cano | XLSemanal, 2017-05-26
https://www.xlsemanal.com/estilo/moda/20170526/la-cara-oculta-balenciaga.html
Sus primeros años en Guetaria, su reinado en París, su discreta amistad con el ruso Wladzio Jaworowski, su rivalidad con Dior… son enigmas que la biografía ‘Cristóbal Balenciaga. La forja del maestro (1895-1936)’ ha tratado de desvelar.
«Y tú qué harás para ayudar a tu madre cuando seas mayor?», le preguntó la marquesa de Casa Torres al joven Cristóbal. «Haré ropa preciosa como la que usted lleva», dijo él. Ella rio ante la ocurrencia del niño de 13 años: «¿qué sabes tú de costura?». «Puedo coser y podría copiar el traje que lleva usted si tuviera el lino necesario», insistió él. «¡Copiar este traje! Cristóbal, ¡qué ocurrencia!» Pero la marquesa, clienta de la madre del niño, una modista que cosía en Guetaria, aceptó el desafío y le envió su traje y algo de tela esa misma noche apostando a que no podría hacerlo. Lo hizo y desde el momento en que Cristóbal entregó el traje, la señora se convirtió en su primera clienta y protectora.
Comienza así la carrera de Balenciaga, un diseñador sin igual que durante su reinado se enorgullecía de ser el más caro de París y, con ello, de hacer temblar a ilustres apellidos como Rothschild, Agnelli, Guinness... cada vez que sus señoras salían de la casa del maestro; y tan quisquilloso como para pasar noches en vela descosiendo un vestido que ya estaba preparado para entregar. Un diseñador que es, pese a todo, un mito y, a la vez, un gran desconocido. De ahí la importancia de Cristóbal Balenciaga. La forja del maestro (1895-1936) editorial Nerea, de Miren Arzalluz. Un sorprendente, y necesario, ensayo que profundiza en los primeros años del modisto y que se presenta esta semana en San Sebastián.
Además del conocido mecenazgo de la marquesa de Casa Torres, el libro reconoce el mérito de otro personaje determinante en el ascenso de Balenciaga: su socio y mentor, el francés de origen ruso Wladzio Jaworowski d'Attainville.
Balenciaga encontró en Wladzio lo que Yves Saint Laurent en su eterno amante Pierre Bergé, un valioso e incondicional colaborador. Se sabe muy poco de él, pero los testimonios de aquellos que lo conocieron hablan de su gran sensibilidad y su gusto y modales exquisitos. Es difícil establecer en qué momento conoció Balenciaga a Wladzio, aunque probablemente fue en uno de los numerosos viajes que el modisto realizaba a París para ver las nuevas colecciones de alta costura. Lo cierto es que Wladzio desempeñó un papel destacado en el diseño y la planificación de la casa de costura Cristóbal Balenciaga. Se instaló en San Sebastián para ayudarlo a establecerse por su cuenta y vivió con él hasta la marcha de ambos a París en 1936, donde siguieron compartiendo su vida sin ocultarse, pero con absoluta discreción. Según otra estudiosa de la figura del creador español, la periodista del ‘New Yorker’ Judith Thurman, en París su relación nunca fue clandestina y vivían juntos en la calle de Boétie. Sin embargo, una vez que la mujer y la hija de Franco empezaron a vestirse en Balenciaga, tuvieron que comportarse con mayor circunspección.
Balenciaga (Guetaria, 1895-Jávea, 1972) no sólo logró reinar en París, sino que consiguió algo aún más difícil: poner de acuerdo a Christian Dior y a Coco Chanel. El primero lo consideraba un ‘primus inter pares’, y la segunda reconocía que sólo el maestro español era capaz de confeccionar una prenda perfecta de principio a fin con sus propias manos, mientras que todos los demás eran meros ‘diseñadores”‘. Diana Vreeland, la poderosa directora del Vogue americano de la década de los 60, sentenciaba: «Siempre me dicen que la moda nace en la calle, pero yo siempre la veo primero en Balenciaga».
Visionario como ningún otro, en su taller de la avenida George V de París se vieron antes que en ningún sitio, incluso antes de la Segunda Guerra Mundial, revolucionarios vestidos con talle de avispa y falda acampanada, piezas que el 12 de febrero de 1947 Christian Dior presentó, de nuevo, y que Carmel Snow, directora de la revista ‘Harper’s Bazaar’, bautizó como el new look. Dior se llevó el mérito, pasó a la historia y ese día Balenciaga se sintió dolido. Después de eso se volvió más introvertido y se negaba a aparecer en público. A su aislamiento contribuyó también la muerte repentina de Wladzio en 1948, que lo llevó, según Thurman, incluso a pensar en retirarse.
Cuando Balenciaga llega a París, tiene 42 años. Huye de la Guerra Civil española, estamos en 1936, y para conquistar la cuna de la alta costura tiene oficio y experiencia. Un oficio aprendido de su madre y de llevar cerca de 20 años con las riendas de su negocio, que llegó a tener simultáneamente tiendas en San Sebastián, Madrid y Barcelona. Fue el precursor de las segundas líneas creando marcas como ‘Eisa’, para desarrollar productos más baratos que aquellos que bautizaba con su propio apellido.
Hay quien se pregunta cómo un niño de una pequeña aldea pudo tener contacto con un mundo elegante del que, luego, fuera el rey absoluto. Miren Arzalluz, en su libro, desvela con meticulosidad aquellos primeros años. Hijo de un pescador que murió cuando él tenía diez años y de una costurera, por el taller de su madre pasaban ricas prendas venidas de París de los aristócratas que veraneaban en Guetaria. En contacto con ellos, el hijo pequeño de la costurera se acerca a la moda, pero también al arte en sus visitas a las villas palaciegas de aquellos ilustres veraneantes, que incluían a la familia real.
El apoyo familiar fue determinante. Su madre siempre vivió con él allí donde establecía sus talleres. Su hermana Agustina desempeñó labores de modista y encargada desde la apertura del primer establecimiento, en 1917. Su hermano Juan se les unió en la gestión de la empresa, que llegó a tener más de 500 empleados y a realizar 300 vestidos únicos al año. Balenciaga puso París a sus pies, pese a no estar dispuesto a promocionarse (dio una sola entrevista en su vida, ya retirado) o ser un dictador entre su ejército de sastres, costureras y cortadores, a los que no sólo hacía trabajar incontables horas, sino a quienes prohibía fumar y charlar.
El libro sobre Balenciaga desvela otros detalles sobre su genialidad. Fue el inspirador de la prenda juvenil por antonomasia: la minifalda. Y todo, por culpa de un quimono. ¿Sorprendidos? La explicación es sencilla. La franja de tela de 30 centímetros, dicen los entendidos, es una evolución de los diseños espaciales de Courrèges, pero el antecedente último tiene su origen en el maestro vasco. Siendo Courrèges aprendiz de Balenciaga -estuvo en su casa hasta 1961-, vio nacer el traje saco; un simple vestido suelto de lana que cubría flojamente el cuerpo. Una revolución de 1957. Aquí encontramos el origen de la minifalda. A estas alturas, muchos se habrán olvidado del quimono, pero el vestido tradicional japonés está en el ADN de los revolucionarios diseños que este modisto presentó en los 50. El alma angustiada de Balenciaga nunca encontró la calma, pero llevó la moda a lugares insospechados.
«Y tú qué harás para ayudar a tu madre cuando seas mayor?», le preguntó la marquesa de Casa Torres al joven Cristóbal. «Haré ropa preciosa como la que usted lleva», dijo él. Ella rio ante la ocurrencia del niño de 13 años: «¿qué sabes tú de costura?». «Puedo coser y podría copiar el traje que lleva usted si tuviera el lino necesario», insistió él. «¡Copiar este traje! Cristóbal, ¡qué ocurrencia!» Pero la marquesa, clienta de la madre del niño, una modista que cosía en Guetaria, aceptó el desafío y le envió su traje y algo de tela esa misma noche apostando a que no podría hacerlo. Lo hizo y desde el momento en que Cristóbal entregó el traje, la señora se convirtió en su primera clienta y protectora.
Comienza así la carrera de Balenciaga, un diseñador sin igual que durante su reinado se enorgullecía de ser el más caro de París y, con ello, de hacer temblar a ilustres apellidos como Rothschild, Agnelli, Guinness... cada vez que sus señoras salían de la casa del maestro; y tan quisquilloso como para pasar noches en vela descosiendo un vestido que ya estaba preparado para entregar. Un diseñador que es, pese a todo, un mito y, a la vez, un gran desconocido. De ahí la importancia de Cristóbal Balenciaga. La forja del maestro (1895-1936) editorial Nerea, de Miren Arzalluz. Un sorprendente, y necesario, ensayo que profundiza en los primeros años del modisto y que se presenta esta semana en San Sebastián.
Además del conocido mecenazgo de la marquesa de Casa Torres, el libro reconoce el mérito de otro personaje determinante en el ascenso de Balenciaga: su socio y mentor, el francés de origen ruso Wladzio Jaworowski d'Attainville.
Balenciaga encontró en Wladzio lo que Yves Saint Laurent en su eterno amante Pierre Bergé, un valioso e incondicional colaborador. Se sabe muy poco de él, pero los testimonios de aquellos que lo conocieron hablan de su gran sensibilidad y su gusto y modales exquisitos. Es difícil establecer en qué momento conoció Balenciaga a Wladzio, aunque probablemente fue en uno de los numerosos viajes que el modisto realizaba a París para ver las nuevas colecciones de alta costura. Lo cierto es que Wladzio desempeñó un papel destacado en el diseño y la planificación de la casa de costura Cristóbal Balenciaga. Se instaló en San Sebastián para ayudarlo a establecerse por su cuenta y vivió con él hasta la marcha de ambos a París en 1936, donde siguieron compartiendo su vida sin ocultarse, pero con absoluta discreción. Según otra estudiosa de la figura del creador español, la periodista del ‘New Yorker’ Judith Thurman, en París su relación nunca fue clandestina y vivían juntos en la calle de Boétie. Sin embargo, una vez que la mujer y la hija de Franco empezaron a vestirse en Balenciaga, tuvieron que comportarse con mayor circunspección.
Balenciaga (Guetaria, 1895-Jávea, 1972) no sólo logró reinar en París, sino que consiguió algo aún más difícil: poner de acuerdo a Christian Dior y a Coco Chanel. El primero lo consideraba un ‘primus inter pares’, y la segunda reconocía que sólo el maestro español era capaz de confeccionar una prenda perfecta de principio a fin con sus propias manos, mientras que todos los demás eran meros ‘diseñadores”‘. Diana Vreeland, la poderosa directora del Vogue americano de la década de los 60, sentenciaba: «Siempre me dicen que la moda nace en la calle, pero yo siempre la veo primero en Balenciaga».
Visionario como ningún otro, en su taller de la avenida George V de París se vieron antes que en ningún sitio, incluso antes de la Segunda Guerra Mundial, revolucionarios vestidos con talle de avispa y falda acampanada, piezas que el 12 de febrero de 1947 Christian Dior presentó, de nuevo, y que Carmel Snow, directora de la revista ‘Harper’s Bazaar’, bautizó como el new look. Dior se llevó el mérito, pasó a la historia y ese día Balenciaga se sintió dolido. Después de eso se volvió más introvertido y se negaba a aparecer en público. A su aislamiento contribuyó también la muerte repentina de Wladzio en 1948, que lo llevó, según Thurman, incluso a pensar en retirarse.
Cuando Balenciaga llega a París, tiene 42 años. Huye de la Guerra Civil española, estamos en 1936, y para conquistar la cuna de la alta costura tiene oficio y experiencia. Un oficio aprendido de su madre y de llevar cerca de 20 años con las riendas de su negocio, que llegó a tener simultáneamente tiendas en San Sebastián, Madrid y Barcelona. Fue el precursor de las segundas líneas creando marcas como ‘Eisa’, para desarrollar productos más baratos que aquellos que bautizaba con su propio apellido.
Hay quien se pregunta cómo un niño de una pequeña aldea pudo tener contacto con un mundo elegante del que, luego, fuera el rey absoluto. Miren Arzalluz, en su libro, desvela con meticulosidad aquellos primeros años. Hijo de un pescador que murió cuando él tenía diez años y de una costurera, por el taller de su madre pasaban ricas prendas venidas de París de los aristócratas que veraneaban en Guetaria. En contacto con ellos, el hijo pequeño de la costurera se acerca a la moda, pero también al arte en sus visitas a las villas palaciegas de aquellos ilustres veraneantes, que incluían a la familia real.
El apoyo familiar fue determinante. Su madre siempre vivió con él allí donde establecía sus talleres. Su hermana Agustina desempeñó labores de modista y encargada desde la apertura del primer establecimiento, en 1917. Su hermano Juan se les unió en la gestión de la empresa, que llegó a tener más de 500 empleados y a realizar 300 vestidos únicos al año. Balenciaga puso París a sus pies, pese a no estar dispuesto a promocionarse (dio una sola entrevista en su vida, ya retirado) o ser un dictador entre su ejército de sastres, costureras y cortadores, a los que no sólo hacía trabajar incontables horas, sino a quienes prohibía fumar y charlar.
El libro sobre Balenciaga desvela otros detalles sobre su genialidad. Fue el inspirador de la prenda juvenil por antonomasia: la minifalda. Y todo, por culpa de un quimono. ¿Sorprendidos? La explicación es sencilla. La franja de tela de 30 centímetros, dicen los entendidos, es una evolución de los diseños espaciales de Courrèges, pero el antecedente último tiene su origen en el maestro vasco. Siendo Courrèges aprendiz de Balenciaga -estuvo en su casa hasta 1961-, vio nacer el traje saco; un simple vestido suelto de lana que cubría flojamente el cuerpo. Una revolución de 1957. Aquí encontramos el origen de la minifalda. A estas alturas, muchos se habrán olvidado del quimono, pero el vestido tradicional japonés está en el ADN de los revolucionarios diseños que este modisto presentó en los 50. El alma angustiada de Balenciaga nunca encontró la calma, pero llevó la moda a lugares insospechados.
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