Ricardo Recuero | La Fresh Gallery, 2017-05-31
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El amor es el mejor, más perverso y efectivo instrumento de represión social.
Rainer Werner Fassbinder
Rainer Werner Fassbinder
Bruce LaBruce (1964 – Southampton – Canadá) dispara interjecciones en forma de rosa-escupitajo para despertarte, prevenirte ante la inminente invasión de los ultracuerpos chic ¿Y si estuvieras viviendo en una paranoia distópica, propia de una película de ciencia ficción, sin ser consciente?
De aquel heterodoxo New Queer Cinema, proclamado por Ruby Rich en 1992, LaBruce siempre fue la facción verdaderamente auténtica y radical. Probablemente el único que honraba el término Queer, tan fatigado hoy en día, en su acepción más puramente disidente. Una disidencia que entonces y ahora se traduce en una pertinaz voluntad de transgresión.
Si nos ceñimos a la RAE, ‘transgredir’ significa: “Quebrantar, violar un precepto, ley o estatuto”. Habría que añadir y/o norma, desde la escurridiza posición que determina lo ‘normativo’. Cada pequeño avance en cualquier ámbito de la sociedad o de la ciencia se ha alcanzado mediante el cuestionamiento de lo establecido, mediante ese quebrantamiento. La transgresión siempre será un tratar de llegar más allá, una aspiración por conquistar fronteras, límites y territorios. Su fuerza reside en su no retorno, en el hecho de que una vez instalados allí, la realidad ya nunca se vuelve a mostrar igual.
Partiendo de la idea de capitalismo avanzado asistimos ante el agotamiento progresivo de las formas tradicionales neoliberales a lo que podríamos denominar un incipiente Metacapitalismo. Esta nueva forma de capitalismo desconfía del sistema de producción neoburgués tradicional y sustituye al señor feudal por la gran corporación. No hay ya espacio alguno para métodos alternativos de producción pero tampoco para esquemas diferentes de organización, asociación o relación. Amparado en la engañosa cultura de la diferencia, da a cada uno lo que quiere (o mejor dicho, aquello que el sistema quiere que pensemos que necesitamos), nos aliena, nos somete, nos controla, nos oprime.
El metacapitalismo zombie se ha apoderado de las conciencias privadas. Como un virus se propaga y devora las entrañas de la sociedad y sus cerebros. Nos obliga, una vez contagiados, a devorar al prójimo para obtener un mayor estatus, comprar objetos más caros, y generarnos la ilusión de poder, de éxito. El triunfo del espíritu reificado delimita un cerco, aquel que rodeara la ‘pocilga’ de Pasolini, cuyo contorno es necesario traspasar. En su Manifiesto para El Ejercito Púrpura de Resistencia, LaBruce nos advierte: “una persona que funciona con normalidad en una sociedad enferma, está enfermo” ¿Debiera erotizarnos una escena pornográfica bañada en sangre y vísceras?
En medio de todo esto se encuentra el individuo, que no es sino cuerpo, entendido este como un ente político. Los devoradores de intimidades solo pueden ser combatidos mediante el cuestionamiento de lo privado y ¿que hay mas privado que la sexualidad? La pornografía en Bruce La Bruce actúa como arma de resistencia, el exhibicionismo como afrenta, ambos como recursos de libertad.
Sus imágenes conativas, frente a la mutilación cultural e identitaria basada en la fragmentación del cuerpo, tan propia de la pornografía mercantilizada, obligan a una variación en la mirada. LaBruce nos presenta los cuerpos tal y como son, en su plenitud, legibles, parlantes, no silenciados, los cuerpos como generadores de discursos y desde su propia ficción anclando la realidad.
El trabajo de Bruce LaBruce como el acto sodomita, atenta contra el imperio cisheteropatriacal: aquel que nos obliga a perpetuar la rueda de la procreación para asegurar la continuidad del sistema, de sus intereses, de su poder y de su dinero. Casi de un modo romántico, apela a lo sublime desde el vértigo existente en el gesto derivado del acto radical de transgredir, desde la aterradora belleza que genera contemplar la soberana extinción de la especie humana.
El trabajo de Bruce LaBruce como el acto sodomita, atenta contra el imperio cisheteropatriacal: aquel que nos obliga a perpetuar la rueda de la procreación para asegurar la continuidad del sistema, de sus intereses, de su poder y de su dinero. Casi de un modo romántico, apela a lo sublime desde el vértigo existente en el gesto derivado del acto radical de transgredir, desde la aterradora belleza que genera contemplar la soberana extinción de la especie humana.
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