Raúl Vera (Acámbaro, Guanajuato, 1945) es el obispo más amenazado de México. Un prelado que ha salido vivo de más de un atentado y cuyo trabajo en favor de los desaparecidos, migrantes, menores, indígenas, prostitutas y parias de todo tipo le ha granjeado odios feroces, incluido la letal enemistad del narco. Pero las amenazas no parecen hacerle mella. Ingeniero de carrera e hijo intelectual del Mayo del 68, se ha forjado una leyenda de indomable. Su primer pulso llegó en 1995 cuando Juan Pablo II le envió como coadjutor a Chiapas, en plena efervescencia zapatista. Tenía como misión poner orden en la diócesis de san Cristóbal de las Casas, dirigida por el carismático Samuel Ruiz, un adalid de las tesis indigenistas y la teología de la liberación. Al poco de llegar, aquel comisario político al que todos consideraban un conservador y cuyo destino era quitarle la mitra a Ruiz, acabó apoyando al clero local. Roma no olvidó. Cuatro años después fue enviado, como castigo, al árido obispado de Saltillo, en Coahuila, al norte del país. De poco sirvió. Desde ahí volvió a la trinchera. Ha plantado cara a los desmanes del Gobierno y también al terror de Los Zetas.
Su discurso, de fuerte contenido social, irredento en la lucha contra la desigualdad y furibundo contra el “capitalismo liberal”, le ha situado lejos del aristocrático y ortodoxo episcopado mexicano.
Una distancia que aún agrandó más su actitud ante las mujeres abortistas y su defensa de los derechos de los homosexuales. Durante mucho tiempo, Raúl Vera ha sido la oveja negra, el díscolo, el anticuado izquierdista, hasta que el terremoto ideológico provocado por la llegada de Francisco a la cátedra de San Pedro ha insuflado nueva fuerza a su voz. Ahora, los otros obispos se giran para escucharle.
Pregunta. ¿Qué le aconsejaría visitar al Papa cuando venga a México? Respuesta. Pues para empezar, que conociera la ruta de los migrantes. También le haría visitar una cárcel, porque a él le gusta ir a las cárceles; lo llevaría a los suburbios de una ciudad grande, porque él dice que tenemos que ir a la periferia. Le organizaría una visita de acuerdo con lo que él está pidiéndonos que atendamos. Y haría que quienes estén en primera fila sean los indígenas, sean los pobres…, porque eso no se hace, poner delante a los pobres…
P. Hace poco bautizó a la hija de una pareja lesbiana. ¿Qué piensa de la homosexualidad? R. La homosexualidad, ay… es un tema al que nos hemos negado. Los que dicen que el homosexual es un enfermo, son los que están enfermos. Tengo un amigo que fue sacerdote y que es homosexual. Él dice que no reconocer a los homosexuales es como medir por las normas del rugby a los que juegan al fútbol, y luego decirles además que están violando las normas. La Iglesia tiene que acercarse a ellos no con condenas, sino con diálogo. No podemos anular toda la riqueza de una persona solamente por su preferencia sexual. Eso es enfermizo, eso es no tener corazón, es no tener sentido común.
P. ¿Y con el aborto no pasa lo mismo? R. En el aborto pienso como piensa la Iglesia, que eso es un asesinato. Las diferencias están en cómo se trate, cómo se penalice. El aborto, como el matrimonio entre los homosexuales, nos ha servido de subterfugio para decir que tenemos moral en la Iglesia. Pero no somos capaces de defender los derechos de los obreros. Es muy fácil ir contra una mujer abortista, no tiene problema y además nos apoya la ultraderecha conservadora. Mire, aquí hubo una campaña nacional contra el aborto, a favor de la vida. ¿Y yo qué hice? Organizar rosarios por todo el pueblo para meditar sobre la defensa de la vida de los migrantes, la defensa de la vida de los mineros, la defensa de la vida de las mujeres y la defensa de la vida del no nacido. Pero somos unos hipócritas… Parecería que las únicas reglas morales fueran condenar a los matrimonios homosexuales, condenar a las abortistas. Y ya con eso, ya somos cristianos perfectos.
P. ¿Legalizaría la prostitución? R. No, eso sería legalizar la explotación femenina. Yo creo en la dignidad de las mujeres. La prostituta es una mujer sumamente dañada, pero jamás debe perder su dignidad y el derecho al respeto. Estamos llegando a límites espantosos en el fenómeno de la trata y la explotación.
P. ¿Es usted socialista? R. No me considero socialista. No he leído a Marx, no he militado en el socialismo, y nunca me gustó la tesis de la conversión en dictadura. Todos tenemos los mismos derechos y la misma dignidad, pero también tenemos libertad. Ahora bien, nunca he apoyado los métodos del capitalismo, Dios me libre. El verdadero sentido de la vida es la comunidad, el cuidado de los débiles y la participación en los bienes de la tierra por igual. Todo eso lo he aprendido del mundo indígena, de los pobres y los campesinos. Ellos me han enseñado el valor de la vida humana y también su capacidad para la alegría. Ellos me han enseñado a reír.
P. Usted se ha enfrentado al narco públicamente, ¿teme por su vida? R. En Chiapas aprendí que había que arriesgar la vida si uno quería ponerse del lado de los pobres. De otro modo, no hubiera podido quedarme ahí mientras los paramilitares mataban a esos hermanos catequistas.
P. ¿Y aquí en el Estado de Coahuila, que es territorio de Los Zetas? R. He aprendido que para defender la vida humana tienes que poner la tuya de por medio. No hay otra manera de ser pastor.
P. En México hay oficialmente más de 13.000 desaparecidos; en Coahuila, 1.800. Solo en dos pueblos del norte, los narcos se llevaron en pocos días y a plena luz a 300 personas sin que las autoridades hiciesen nada. ¿Qué cree que está pasando? R. La impunidad ha permitido que eso suceda. La desaparición viene acompañada de la eliminación de todo indicio que permita la persecución: hacen desaparecer las personas y luego los cuerpos. Y todo se vuelve hipotético, porque nadie sale vivo. Y si alguien se separa de esos grupos, es persona muerta. En el caso de Allende lo hicieron a la luz del día, sin que hubiera la más mínima reacción de autoridades.
P. ¿Y no sería una solución para acabar con el narcotráfico legalizar las drogas? R. No va a ser la solución.
P. ¿Por qué no? R. Absolutamente no. Las drogas van ligadas a la depreciación de la vida humana. La descomposición del hombre no viene de la droga; a la droga se va, igual que se va al alcohol, por otra cosa. Para unos la vida no tiene sentido y la necesitan para vivir el sinsentido, y hay otros que no tienen ni dónde caerse muertos. Legalizando la droga no se soluciona el problema por el que la gente se droga. Y bastaría con prohibir unas para que descubriesen nuevas.
El obispo Vera lo dice suavemente. A sus 69 años se le ve tranquilo. Acabada la entrevista, se dirige a su despacho, repleto de libros, a cambiarse de vestiduras. Al lado está su habitación. No le importa que se mire dentro. Con su ordenador y la mesa desordenada parece el cuarto de un universitario, excepto por la cama, mínima, vieja y sin colchón, de fraile dominico.