El Código Penal marroquí castiga las relaciones entre personas del mismo sexo con hasta tres años de prisión. Melilla es uno de los principales destinos de paso entre las personas LGBTI que huyen a pie.
Youssef (nombre ficticio) apura su mojito antes de dar una respuesta. “¿Qué si alguna vez diré a mi familia que soy gay? No, nunca. Soy hijo único. Preferiría decir a mis padres que he matado a alguien a que soy homosexual. Lo primero lo verían como un error, algo que podría subsanar con un tiempo en la cárcel. Lo segundo no me lo perdonarían jamás”, afirma tajante. De 25 años, figura delgada y vistoso flequillo tupido, Youssef nació y vive en Marrakech, una de las ciudades más grandes y cosmopolitas de Marruecos.
Pero a este joven le gustan los hombres en un mundo en el que ser gay no está permitido. “Creo que la única forma de no tener problemas es usar Tinder, Grindr o Growlr. Los utilizo para conocer gente nueva. Soy homosexual. Y no es un error. Nadie va a cambiar eso. Es simplemente que soy así, aunque tenga que vivir sin mostrarlo en público. Porque aquí existe una hipocresía grande. A los extranjeros homosexuales se les permite venir en pareja, pasear por la calle... Pero a nosotros, que somos de aquí, no. Nos meten en la cárcel”, asegura.
Youssef, como tantos otros, teme las consecuencias que pueden derivar del artículo 489 del Código Penal marroquí, que castiga las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo. Las penas van desde los seis meses hasta los tres años de prisión y una multa de hasta 1.000 dirhams (unos 100 euros). El juez tiene la facultad discrecional de fijar e individualizar la pena, para lo cual tendrá en cuenta, de un lado, "la gravedad de la infracción" y, de otro, las "circunstancias personales del individuo". No existe una lista explícita de circunstancias atenuantes, sino que corresponde al magistrado su apreciación y motivación. Según el
Informe de Procuraduría de 2018, en 2017 fueron perseguidas por su condición de homosexual 197 personas en Marruecos. En el momento de la presentación del informe, en junio del pasado año, todavía había 137 casos abiertos por este mismo delito.
Youssef dice que nunca nadie le ha visto con otro hombre. “Creo que será más difícil cuando llegue una edad en la que se supone que me tengo que casar. Entonces tendré un problema porque voy a tener dos opciones: la primera, por la que opta mucha gente, será fingir que soy heterosexual y vivir una vida ‘fake’ para que nadie me cuestione. La segunda, será ir a otro país y vivir allí como yo quiera, lejos de donde he crecido. Y realmente no me apetece”.
Esta reflexión se repite en personas de otros barrios de Marrakech, por todo el país e incluso hay marroquíes que arrastran esos problemas cuando salen de la frontera. “En Marruecos y en el Magreb se viola la libertad en materia de identidad de género y orientación sexual, que son Derechos Humanos, tanto a nivel ciudadano y social como desde el Estado”, denuncia José María Núñez, presidente de la Fundación Triángulo, una ONG que trabaja en varios países de la región con la financiación de la Agencia Extremeña de Cooperación (Aexcid).
“La homosexualidad en Marruecos es tabú; hay mucha homofobia”, afirma la activista Betty Lachgar. “Hay dos maneras paralelas de combatirla: luchar contra la ley, por un lado, y contra la opinión pública, por el otro”, dice convencida. Lachgar vive en una vivienda de tres plantas en un popular barrio de Rabat, la capital marroquí, y en las paredes se ven banderas y carteles de diversas proclamas sociales. Es cofundadora del Movimiento Alternativo para las Libertades Individuales (MALI) y una de las activistas marroquíes de más recorrido internacional. Ella también, como Youssef, habla de hipocresía. “También pasa con los colectivos que nos dedicamos al activismo LGTBI. Las autoridades saben que intentamos cambiar las cosas, que estamos en contra de la ley y todo lo que hacemos, pero no nos permiten legalizarlos”, explica.
Chafiq, que como Youssef vive en Marrakech, no ha tenido tanta suerte. Su
historia se hizo viral el pasado diciembre, cuando volvía de celebrar el fin de año con algunos amigos. Entonces, al volante de su coche, tuvo un pequeño accidente con una motocicleta. “Seguí conduciendo, pero unos metros más adelante decidí dar la vuelta para ver qué había pasado”, recuerda. Fue la peor decisión de su vida. Chafiq iba vestido de mujer, con un traje morado ceñido, unos tacones altos y una vistosa peluca morena. “Cuando llegué ya estaba allí la policía. Fueron ellos los que me sacaron del vehículo para ridiculizarme, me humillaron, me esposaron, me llevaron a la comisaría y después difundieron mis datos por Internet y también a diferentes periodistas”.
Chafiq, que se define como una mujer encerrada en el cuerpo de un hombre, reconoce que se viste con ropa femenina desde hace mucho tiempo, pero hasta el pasado 31 de diciembre había llevado una vida admirada por familiares y amigos. Sirvió durante algo más de una década en las fuerzas armadas marroquíes y, cuando finalizó su servicio, encontró un buen empleo en una clínica dental que le permitía llevar una vida cómoda. El accidente con la moto lo cambió todo. “Después de la difusión de los vídeos ya nada fue como antes. Mis vecinos me reconocieron, me insultaban por la calle... Mi madre entró en shock. Fue algo catastrófico”, resume. Pese a que el Gobierno marroquí expedientó a los agentes que lo humillaron, el daño, afirma Chafiq, ya estaba hecho.
Una necesaria huida Como Chafiq, hay personas que optan por pedir asilo en países europeos desde Marruecos, aunque los procesos burocráticos suelen eternizarse y no siempre desembocan en un resultado positivo. Pero hay otras que, asfixiadas por la persecución, por el estigma o por el rechazo, deciden huir a pie. Desde 2009, cuando se reconoció la persecución LGTBI como justificación para solicitar asilo en España, los demandantes por esta cuestión suben cada año de manera significativa. Aunque el Ministerio del Interior no desglosa las peticiones de asilo según el motivo, la agencia de Naciones Unidas para los refugiados, Acnur, sostiene que entre las nacionalidades con más demandas está la marroquí.
A Said nadie puede darle lecciones de dignidad. Vive desde hace cuatro meses en el Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes (CETI) de Melilla, junto a otras 700 personas, frente a un campo de golf y a la valla que separa España de Marruecos. “Yo estoy aquí por todos los problemas que he tenido con mi familia en mi país por ser gay”, afirma.
De 20 años, nació en una pequeña población al sur de Nador, una ciudad a unos 10 kilómetros de la frontera de Melilla. “Ya he solicitado formalmente una petición de asilo, pero todavía no han resuelto nada”, dice con resignación. Después recuerda cómo era su vida en Marruecos. “No tenía empleo fijo, pero me ganaba la vida con diferentes trabajos. Me iba bien. Un día, mi hermano me vio con mi novio en casa y todo se torció. Me dio una paliza terrible. También se lo dijo a mi padre. Fueron a por mi novio, que ahora mismo está en la cárcel, y yo tuve que irme de allí. Ellos ya no me aceptan. Mi madre sí, pero ellos dos no”. Y, mientras habla, enseña las fotos de las heridas que le produjeron aquellos golpes, de las que ya solo quedan un par de cicatrices, paradójicas herencias familiares.
Por la facilidad para comprar un pasaporte falso, para atravesar la frontera infiltrado entre las 30.000 personas que pasan diariamente de Marruecos a Melilla, esta ciudad autónoma se ha convertido en refugio de la gente que huye de horrores como los que cuenta Said. Primero, en la propia frontera o ya en suelo español, piden asilo en territorio. Luego manifiestan que necesitan protección internacional. Después han de responder un cuestionario y realizar una entrevista en la que deben estar presentes un abogado y un traductor. Por último, para una primera acogida, las autoridades los mandan al CETI, donde deben esperar una respuesta. “Pero a nosotros, los marroquíes, tardan mucho en contestarnos. Los sirios o palestinos se van enseguida. A nosotros nos dejan aquí varios meses. No entiendo por qué”, protesta Said.
“Los solicitantes de asilo por cuestiones de identidad sexual denuncian que, en Marruecos, han sido testigos desde palizas hasta asesinatos por honor”, confirma Rafael Robles, presidente de la Asociación Melillense de Lesbianas y Gais (Amlega). Este colectivo, que trabaja con migrantes con proyectos como el Observatorio Melillense contra el odio LGTBI, cifra en 50 las personas que en esta ciudad piden cada año asilo por cuestiones de identidad de género. “Ya en Melilla, los chavales nos trasladan las trabas que se encuentran en el ambiente familiar, como la imposibilidad total de visibilizar su homosexualidad. Algunos de estos solicitantes de asilo, además, provienen de Nador, por lo que su pesadilla continúa incluso cuando han atravesado la frontera ya que tienen que seguir viendo a sus familias casi a diario”, afirma.
Violet y Samira (nombres ficticios) son dos de esas personas que pasaron por la frontera con pasaportes falsos. Ahora, en Melilla, ni se sueltan las manos ni dejan de sonreír. Van a casarse dentro de muy poco. Pero a su boda no asistirán invitados, ni apenas amigos, ni habrá un gran festejo ni un copioso banquete. Violet y Samira tuvieron que huir de Casablanca por ser lesbianas. “La policía nos pilló juntas y se lo dijeron a nuestras familias. Entonces los insultos comenzaron a ser constantes. Me decían: tú eres lesbiana, una puta. No nos gustas”, recuerda Violet.
Pese a que hasta 2016 no se juzgó a las primeras mujeres por lesbianas y con sentencia absolutoria incluida, para Violet y Samira la huida se convirtió en su única opción de vida. La presión social, explican, pudo en su caso mucho más que las leyes.
Una realidad penada y perseguida en 70 países Mohamed (nombre ficticio) es un activista marroquí que está a punto de registrar otra asociación de respeto a las libertades sexuales. “Aquí nadie lucha por obtener derechos como el matrimonio o la adopción,
sino por sobrevivir, por conseguir ser libres y no ser criminalizados”, dice tajante. Pese a lo retrógrado del fondo de la afirmación, no parece serlo tanto si se compara con otros países.
El nuevo informe Homofobia de Estado 2019, de la Asociación Internacional de Gays, Lesbianas, Bisexuales, Transexuales e Intersexuales (ILGA por sus siglas en inglés) pinta un panorama todavía algo desalentador en el mundo. Hasta 11 naciones castigan las relaciones sexuales entre personas del mismo sexo con la pena de muerte y, en otras 26, la condena máxima por estos actos puede ir desde los 10 años de prisión hasta cadena perpetua. El mismo organismo califica, además, como “sumamente peligroso” la expresión de la diversidad sexual en los países del Magreb y alertó el pasado año de la presión creciente sufrida por las minorías sexuales debido "al incremento de la influencia y el control del movimiento islámico".