Armario
La vida privada del homosexual o el homosexual privado de vida
Paco Vidarte | Hartza
http://www.hartza.com/armario3.htm
Texto originalmente publicado en el libro “Homografías” (Ricardo Llamas, Paco Vidarte, Espasa Calpe, Madrid, 2000)
“Dejar de ser un armario no es difícil, basta con dejar en el aire estas palabras: Papá, soy un armario.”
“Ser un armario es, en el mejor de los casos, una triste ironía, una paradoja divertida, la contradicción de estar siempre a cuatro patas y ser impenetrable”
(Urri Oriols. “Mobiliario”. De un Plumazo. nº 4)
Un término para designar lo inexistente
“Estar dentro del armario” o “salir del armario” han venido a constituirse, y no de manera casual, casi en las expresiones emblemáticas y más características del vocabulario que los gays y las lesbianas han tenido que inventarse para dar cuenta de su propia realidad. En efecto, que existen modismos, giros, expresiones que en un momento dado sólo la población homosexual “entendía”, pero que, poco a poco, por muy diversos motivos, van pasando al lenguaje corriente, es un hecho. La necesidad de crear dicho lenguaje responde, cómo no, a la marginalidad, cuando no a la marginación, de la que la homosexualidad ha sido objeto en una sociedad mayoritariamente heterosexual. Ésta sólo ha sido capaz a lo largo de su dilatada historia de producir términos peyorativos, irónicos, ofensivos, ridiculizantes, condescendientes o divertidos, en el mejor de los casos, para referirse a nosotros y a nuestro modo de vivir. De ahí, y ello es un buen síntoma, el surgimiento de un lenguaje privado capaz de vehicular realidades, sentimientos, situaciones, vivencias en primera persona y libre de la mofa, el escarnio y la risa que nuestra vida parece provocar a cierta gente y que se cristaliza en multitud de palabras y expresiones hirientes, pero que todo el mundo utiliza sin darles mayor importancia. O lo que es peor, perfectamente conscientes de la carga de profundo desprecio que palabras como “maricón”, “bujarrón”, “machorra”, etc., a menudo portan en su seno.
Decíamos que, no por azar, esta frase es de las primeras cosas que se aprenden nada más entrar a formar parte de la comunidad gay o al más mínimo contacto que se tenga con ella, que se trabe amistad con alguno de sus miembros. Enseguida saldrá, casi sin motivo, la palabra “armario”. Y lo dicho, ello no responde al azar. Como tampoco es casual tropezarse con la enigmática pregunta de: “¿entiendes?” y el uso tan característico que gays y lesbianas hacen de este verbo. Antes de proseguir, y pidiendo retóricas excusas para quienes saben demasiado bien qué es eso de “estar en el armario”, no podemos pasar sin aclarar un poquito para el resto a qué se hace referencia con este vocablo que, a primera vista, nada o muy poco tiene que ver con los gays y lesbianas. “Armario” ha venido a traducir en nuestro país la expresión de habla inglesa “to be in the closet”, tan enigmática como puede resultar la nuestra, y que designa a la lesbiana o al gay que mantiene en secreto su opción sexual, que no hace pública su homosexualidad y guarda silencio o la desmiente cuando es preguntado por sus amigos, su familia, en el trabajo, en el colegio o donde sea. Entonces accede a esta categoría tan popular y extendida de los homosexuales que “están en el armario”, o bien, más corto y adjetivando el término, de las “lesbianas armarias” o de los “gays armarios” o, más simplemente todavía, de los “armarios” y “armarias” sin más. Gente que guarda su homosexualidad bajo llave y la tiene bien oculta en el fondo de su armario a prueba de cualquier registro indiscreto, cuando no se meten ellos mismos dentro del armario y cierran por dentro.
Y volvemos a lo del azar. Porque es triste que se haya tenido que inventar una expresión que cada día oímos, utilizamos, vivimos o sufrimos para dar cuenta justamente de una situación tan desagradable. Situación que nos obliga, nadie o casi nadie se ha salvado de pasar en su vida por esta etapa, a llevar una doble vida, a hacer encajes de bolillos para hacer de heterosexuales la mayor parte del tiempo y según con quién, y concedernos ratos de esparcimiento y reencuentro con nosotros mismos en ámbitos donde damos rienda suelta o, más bien, un respiro, para que no perezca de asfixia, a nuestra personalidad. Es triste y significativo que hayamos tenido que inventarnos lo del armario porque había una cierta urgencia por ponerle un nombre a una experiencia vital que los lingüistas y literatos, haciendo de portavoces de toda la sociedad, no habían considerado relevante, desconocían o preferían ignorar. Se le pone nombre a las cosas importantes y, además, ya había un nombre, “marica o bollera reprimida”: un nombre que parecía portar, o bien un reproche nacido de la propia comunidad contra quienes no exteriorizaban su homosexualidad; o bien una tajante conminación de la sociedad bienpensante a mantener oculto lo que jamás debería salir a la luz, lo que para siempre debería permanecer bajo el imperio de una inquietante tautología: marica = reprimida.
Por una parte, y viendo la alternativa, algo se ha ganado y podemos confesar sin echar por tierra nuestra dignidad que estamos en el armario y hasta es moneda corriente preguntar: “¿Tú estás todavía en el armario?” y no sorprenderse por obtener una respuesta afirmativa, sino intentar ayudar. Porque comprender y entender a quien se declara armario es algo que ocurre siempre. Además, no es lo mismo ser una “armaria” que una “reprimida”. Para empezar, porque la “represión” se presta a demasiados malentendidos, ya que es un término clínico del psicoanálisis, disciplina cuyos practicantes se han portado regular con nosotros, sólo que muy vulgarizado. Y cuando se dice de alguien que está reprimido se mezclan excesivo número de cosas: se lo está llamando enfermo, neurótico, angustiado, infeliz, muerto de miedo y casi se le está recomendando que acuda a algún especialista. Estar reprimido parece querer volcar toda la responsabilidad y algo tan grave como la culpa sobre el individuo en cuestión, al que se lo aplasta más todavía si cabe. Estar en el armario nos abre hacia una realidad mucho más compleja y donde se dan cita múltiples factores que conducen a esa situación. Y, sobre todo, estar en el armario no tiene nada que ver con ninguna realidad clínica ni con ninguna psicopatía o enfermedad mental y mucho menos con la culpa. El armario apunta hacia una realidad muy distinta: la reclusión, el encerramiento, la disimulación ante unas circunstancias externas tan hostiles que se prefiere no hacerles frente directamente y capear el temporal como mejor se pueda. Hasta cierto punto, depende de si fuera caen o no chuzos de punta, la culpa no está en quien se mete en el armario, sino en quienes lo obligan a ello, en una sociedad represiva que manifiesta sin tapujos su animadversión por los homosexuales.
Fondo de armario
Ya va siendo hora de que pasemos a analizar las consecuencias y el significado del armario menos anecdóticamente, aunque lo anecdótico para nada es secundario y a veces dice más verdad que las grandes generalizaciones. Sólo que estar en el armario en absoluto puede reducirse exclusivamente a casos o vivencias particulares, personales e intransferibles. El hecho de que toda lesbiana o todo gay casi sin excepción haya pasado una temporadita viviendo en su interior obliga a considerar el armario como una verdadera institución opresora promovida, controlada e instigada por la propia sociedad: éste es el fondo del armario, lo que el armario es en el fondo. No es, por tanto, una casualidad en la vida del homosexual. Más bien parece un trago amargo ineludible el tener que entrar en el armario -a menudo siendo empujados dentro sin saber bien cómo ni por qué- para luego tener que salir de él. Es el peaje que la sociedad nos obliga a pagar a todos nosotros. Un rito de iniciación del que se sale con mayor o menor éxito, pero que, en principio, está diseñado para que sea lo más difícil posible superarlo. Lo que hemos llamado “el armario” responde a una estrategia de exclusión y reclusión impuesta desde fuera, que no nos la hemos inventado nosotros porque en absoluto nos divierte, como es de suponer.
Hacer el amor en el armario es una experiencia muy poco satisfactoria. Uno se da muchos golpes, no hay luz, el aire se enrarece pronto. Hay escaso espacio para el deseo. El armario es una verdadera estrategia, una verdadera institución de represión, persecución, control, invisibilidad y conminación al silencio: el armario está pensado para borrarnos de la sociedad robándonos la palabra y el acceso a la vida pública. Estamos ahí, es algo contra lo que no se puede hacer nada, pero, si consiguen meternos al mayor número posible dentro del armario, no haremos ruido, no se nos notará, parecerá que la homosexualidad no existe o es algo marginal, despreciable, no digno de consideración. Si cada vez que se organiza un acto público, una manifestación, una reivindicación la mayoría se queda en casa, en el armario, la lucha por nuestros derechos no pasará de lo meramente anecdótico y lo que podría haber sido una reivindicación masiva se quedará en unos cuantos exaltados reclamando a gritos no se sabe qué por una calle medio vacía.
La eficacia del armario es múltiple: condena al gay y a la lesbiana a llevar una vida esquizofrénica, causándole un desdoblamiento de personalidad a lo Dr. Jeckill y Mr. o Mrs. Hide; provoca la extraña sensación de que el recluido se considere un ser único en el mundo, convencido de que quizás sea el único gay o la única lesbiana sobre la tierra; a veces, si la situación es particularmente desastrosa y hostil, da lugar a un sentimiento de culpa por parte de la víctima que acaba sintiéndose la única responsable de su encierro; las estadísticas sobre los índices de suicidio en adolescentes homosexuales muestran que la tendencias suicidas de éstos es mucho mayor que la de los adolescentes heterosexuales; la autoestima, el amor propio quedan heridos de muerte y por lo mismo han de ser depositados en otros aspectos de la personalidad que sustenten un mínimo de orgullo por ser uno mismo; por otra parte, más allá del nivel de destrucción personal, el armario elimina e impide cualquier posibilidad de que se forme un colectivo fuerte y bien organizado que pueda pedirle cuentas al gobierno y a las instituciones; erradica la posibilidad de que surjan y se promocionen, al mismo nivel que la heterosexualidad, modelos de vida positivos llevados a cabo por gays y lesbianas que permitan una estructuración básica de la personalidad necesitada de referentes válidos, cuando no de la simple posibilidad de identificarse con o admirar personajes de la escena pública que no se correspondan en absoluto con la propaganda prejuicial de la marica enferma e infeliz; dificulta asimismo el establecimiento de una identidad personal y comunitaria capaz de emitir un discurso autorreferencial en primera persona que contrarreste o venga a matizar los desmanes de tantos estudios, tantas opiniones y pronunciamientos en tercera persona acerca de la homosexualidad tomada como curioso y extraño objeto de experimentación científica; conduce a la consolidación de un discurso pacato, victimista y lastimero dentro de amplios sectores conservadores del propio movimiento homosexual, el cual, incapaz de reivindicar, no sabe más que implorar a través del llanto, la conmiseración y la súplica, negociando derechos a cambio de no escandalizar y seguir metidos en el armario, consiguiendo únicamente con ello perpetuar la reclusión, llamándose ahora el armario tolerancia y permisividad; lleva también a la paradoja de que los homosexuales, como colectivo, hemos salido del armario hace muchos años, sólo que individualmente hay mucha gente que todavía permanece dentro. Una especie de Internacional Proletaria fantasma donde sus miembros, tomados en conjunto, sí fueran proletarios, pero individualmente no. Con el problema añadido de que cada vez que se convoca una asamblea general, al ser sus miembros fantasmas, no va nadie. Y, sin embargo, están ahí, deben de estar por ahí, en alguna parte, por todos lados. Reducidos por el armario a una mera presencia invisible e inquietante que en ocasiones se hace efectiva. Como sucedió en el concurso de Eurovisión del año 98. Sorprendentemente, los medios de comunicación, al ser la primera vez que el público podía emitir su voto directo para decidir quién ganaba, achacaron la victoria de Dana Internacional al voto rosa, también internacional. Los niveles de paranoia resultan indescriptibles. Están ahí. Los hemos metido en el armario, pero nos han boicoteado el concurso. Que los homosexuales existan colectivamente, pero no individualmente, es algo que provoca estupor y un cierto miedo al resultar ilocalizables. Parece que es preferible pensar cualquier aberración de este tipo antes que contemplar la posibilidad de que Dana hubiera ganado gracias al voto heterosexual. Todo menos pensar que los heterosexuales hayan podido concederle una pizca de gloria a una transexual. Todo menos pensar que la voz y la música de Dana triunfaron porque aquello, a fin de cuentas, tenía un cierto ritmillo, era pegadizo como todas las canciones ganadoras de ese concurso. Lo más sintomático de todo fue poder comprobar que, ni aun estando en el armario, la “amenaza homosexual” les parecía estar suficientemente conjurada y neutralizada. No sé qué nos ven, pero el discurso del miedo y de la amenaza social resurge tristemente de cuando en cuando. Haya contribuido o no el voto rosa a cambiar el resultado de un acontecimiento tan puntual, nosotros no caeremos en la paranoia equivalente de pensar las atrocidades -mucho mayores que la de ganar Eurovisión- a las que haya podido conducir el voto heterosexual internacional en el presente y a lo largo de la historia.
Y es que, Dana Internacional y contadas excepciones aparte, la sociedad, a través de un sinnúmero de procedimientos que van desde el rechazo puro y duro, la condena más explícita, la ironía, el chiste ofensivo, el escarnio, la promoción de discursos científicos, religiosos, éticos, sociológicos descalificadores de la homosexualidad hasta la educación en la cuna, en el pupitre, en la universidad, en el cine, en la iglesia, en la salita de estar, consigue aislar y excluir al gay y a la lesbiana del espacio público y del ámbito político. La única esfera aceptable para la homosexualidad es la privacidad y la intimidad. El ocultamiento como forma de ser y como forma de vida. O, en su defecto, acceder a lo público sólo para el goce, el disfrute y la hilaridad de un público heterosexual que se divierte contemplando un reguero de plumas, una marica estereotipada, obscena y grotesca que les hace reír. Un beso, una caricia, cogerse de la mano no son comportamientos ni socialmente aceptados ni siquiera sociales en el caso de los gays y las lesbianas. No pertenecen a la sociedad como tampoco los sujetos que llevan a cabo tales prácticas. La homosexualidad es sólo un asunto sexual, es sólo sexo y, por tanto, no tiene por qué ocupar un espacio en la vida pública. La vida del homosexual es exclusivamente vida privada. Ser homosexual no ha de tener ninguna implicación de puertas para afuera. En cambio, la heterosexualidad sí que tiene implicaciones públicas y políticas: un beso heterosexual alegra un parque en un atardecer de primavera; una pareja heterosexual cogida de la mano camino de alguna parte consolida la familia y un montón de buenos valores y sentimientos; una boda heterosexual es una promesa de futuro y estabilidad social, un regocijo para muchísimos televidentes y una magnífica cuota de pantalla caso de ser retrasmitida en “prime time”. La heterosexualidad sí sale fuera de casa e incluso va a sitios inverosímiles como un supermercado en domingo y se pasa horas buscando aparcamiento.
No se trata de renunciar a la intimidad del hogar y de la vida privada o desvalorizarlas, sino de caer en la cuenta de que, en el régimen del armario, la privacidad, la discreción y la intimidad no son un derecho o una opción, sino una imposición, una obligación. No responden a lo que se entiende normalmente por tener derecho a una vida privada o a no mezclar la vida privada con otros asuntos o al hecho de convertir aquélla en comidilla de la prensa del corazón. Responde a una distinción radical entre lo que se considera público o publicable, lo decible, lo admisible socialmente y lo nefando, lo que no debe salir a la luz, lo indecible, aquello cuyo solo nombre produce espanto, indignación, escándalo o es capaz de corromper la estructura social y las buenas costumbres. Responde a una estrategia de silencio impuesto de los modos más diversos, con los mayores grados de sutileza y menos sutilmente otras veces.
Hasta tal punto se considera denigrante el hecho de ser homosexual que decir públicamente que alguien es gay o lesbiana, o sea, sacarlo del armario, se considera un insulto, una calumnia, desde luego, un grave ataque contra la dignidad de la persona de la cual lo único que se ha dicho es que es homosexual. Y si encima es un personaje público, no digamos. Hasta ahora nadie se ha irritado ni ha llevado a nadie a juicio porque su heterosexualidad se publique a los cuatro vientos. La heterosexualidad no tiene nada de nefando, ni siquiera es posible, es casi absurdo e impensable considerar noticia la confesión pública de heterosexualidad de nadie. Es algo que se presupone, que es normal, que cae claramente dentro del ámbito de lo decible y que se encuentra a años luz del régimen del armario y de la conminación al silencio. Si hay algo realmente público, quizás sea la heterosexualidad. Indecible por evidente. Verdad de Perogrullo tan invisible como la luz que nos alumbra. Pero no nos extenderemos más sobre esta cuestión porque al “outing” y a las salidas forzadas del armario ya le hemos dedicado otro artículo.
Del otro lado del confesionario
Recluirse en el armario, si bien puede ser una solución y una estrategia para protegerse y defenderse, debe ser también, y mientras las cosas sigan como están y no alcancemos el ¿paraíso? en el que heterosexuales y homosexuales tengamos los mismos derechos, una medida temporal y transitoria. Porque tampoco es que las cosas estén tan mal como para justificar un encierro de por vida. Ni tan bien como nos las pintan. Es frecuente que suceda que, al salir del armario, el heterosexual que ha sido objeto de la confesión, se asombre y diga: “¿Acaso creías que te iba a comer, a insultar o que me iba a levantar, a dejarte de hablar para siempre y negarte el saludo?”. Y acto seguido añada: “Enhorabuena, te felicito por tu valentía. Seguro que ha sido muy difícil para ti”. Es como si por el mero hecho de haber presenciado una salida del armario -o coming out- el testigo se sintiera de repente miembro de la comunidad opresora, hiciera un breve repaso en segundos de las veces que hubiera bromeado malintencionadamente sobre los homosexuales, le invadiera un peculiar sentimiento de culpa y necesitara darse un baño de buena conciencia: “Si yo no tengo nada en contra de los homosexuales no comprendo por qué me lo ha ocultado todo este tiempo. Alguna bromilla que todo el mundo hace no justifica esta falta de confianza. Será cosa suya”. Entonces, la sorpresa viene del otro lado al recibir las felicitaciones: “Si tan absurdo le parecía mi silencio, ¿a qué viene darme la enhorabuena y llamarme valiente? Si sabe lo difícil que ha sido para mí, ¿por qué no me lo ha puesto más fácil cuando pudo y no obligarme a este derroche de valor?”.
Es curioso, se va estando un poco harto y siempre deja perplejo, que siempre nos llamen “valientes” o algo por el estilo cuando salimos del armario. Si ello no es un reconocimiento explícito de culpa o de que algo pasa, no sabemos a qué responde. Desde luego, no puede ser un comentario predeterminado genéticamente en los heterosexuales. Más bien puede ser la resultante de que a nadie en su sano juicio le guste saberse partícipe de una mayoría intolerante y llena de prejuicios para con los homosexuales y que, en ese repaso de breves segundos por la propia vida, siempre asome algún trapillo sucio que les deje en mal lugar ante el gay o la lesbiana que, desde hace breves instantes, saben que tienen en frente. En adelante constituirá una diversión o un cansadísimo ejercicio de tolerancia, esta vez por nuestra parte, ver cómo se muerden la lengua ante determinadas situaciones quienes antes no se la mordían. O ver cómo piden perdón ante meteduras de pata que nunca habían sido advertidas previamente. Y ver el esfuerzo de hipervigilancia al que les obliga sentirse observados por un amigo, un colega o un familiar homosexual. Pero esto es otra historia.
Lo más curioso de una salida del armario es lo no dicho, las implicaciones y connotaciones que circulan en esas absurdas conversaciones entre heterosexual y lesbiana o gay cuando uno de estos últimos se declara abiertamente tal. “Nunca hubiera creído que eras marica. Jamás lo hubiera dicho. Es que no se te nota nada”. Una buena respuesta tal vez podría ser: “Eso es porque tus prejuicios sobre los maricas te hacen buscar una realidad que no existe y, por supuesto, que, si no te lo digo, nunca te habrías dado cuenta porque tu búsqueda se centra exclusivamente en muñecas dislocadas, voces agudas, rostros maquillados y demacrados, y toda otra serie de prejuicios adquiridos culturalmente que denostan a los homosexuales y que, coincidiendo aquí y allá con la realidad, no se pueden generalizar en un estereotipo. Y tú los compartes uno por uno. El marica soy yo, no lo que tú piensas, ni siquiera lo que tú piensas que soy, ni siquiera, dada tu sorpresa, creo que te vayas a enterar de nada hasta dentro de mucho tiempo. Ahora seguirás buscando una esencia oculta, me someterás a vigilancia y comenzarás a hacer un catálogo de señas de identidad maricas nuevas o las viejas que ya tenías, para poder catalogarme y no llevarte más sorpresas con nadie. Y te estrellarás de nuevo. Ser marica es no cumplir, romper con las expectativas de todo el mundo: no ajustarse a ningún patrón predeterminado, a ninguna esencia ni rasgos definitorios, y mucho menos atribuidos desde el exterior. Ser marica es algo que está lejos del alcance de cualquier heterosexual, no sólo el hecho de serlo, sino la posibilidad misma de llegar siquiera a arañar el concepto”. Esta desmentida inicial que suelen verbalizar los heterosexuales cuando se sale del armario en su cara: “Nunca hubiera dicho que eres homosexual” no responde sino al cariño que en el fondo nos tienen. Traducida sería así: “Nunca hubiera dicho que eras uno de esos depravados grotescos, degenerados, afeminados y pintados de voz chillona en los que estoy pensando [Que nada tienen de malo ni de criticable, por otra parte. Pero aprender esta enseñanza le cuesta al heterosexual algo más de tiempo]. Jamás hubiera pensado que estabas tan cerca de la prostitución, la droga y la delincuencia. Para nada te correspondes con mis prejuicios. Te quiero tanto que cómo iba yo a pensar tan mal de ti”.
Es el momento del bloqueo mental en el que una chispa de racionalidad salta como por azar en el cerebro heterosexual asediado por una confesión inesperada: “¿Es que las maricas pueden ser como mi mejor amigo, como mi hermano, como mi hijo, como mi sobrino, como mi marido? ¿Tan normales, tan agradables, tan cariñosos, tan educados, tan listos, tan admirables? ¿Es que es posible que yo sienta afecto por una marica y que sea una parte tan importante de mi vida?” Y comienzan a cuestionarse el prejuicio. A veces no es todo tan horrible, hay heteros estupendos. Con frecuencia el prejuicio no se discute porque es firme, tan firme, que la persona querida, por ser marica y caer en el prejuicio, es odiada y denostada y despreciada “ipso facto”. Otras veces el prejuicio se pone entre paréntesis y ya no se habla más del tema. No se lo echa de casa, pero se corre un tupido velo que ni el telón de acero. O sea, que el prejuicio también permanece, pero se suprime su vertiente represiva, condenatoria y de castigo. Otras veces se hace una excepción en el prejuicio sólo con la persona querida, con el amigo, con el hermano, con el hijo. Pero todos los demás maricas siguen siendo unos depravados. El novio no puede ir a casa, ni los amigos. La colectividad sigue estando marcada, pero mi hijo es diferente, aunque se pinte y se ponga minifalda, es muy digno. Se ha educado en casa. Luego, hay esfuerzos mayores que rozan lo políticamente correcto. Y siempre hay mucha buena gente que ni reacciona porque no tenía prejuicios.
Cómo salir del armario sin patetismos: entre la ironía y la revolución
Salir del armario implica el hecho del “saber” sobre el sexo, sobre la vida privada. Salir del armario supone proponer un insólito tema de conversación: hablemos de sexo. En lo que toca a la opción sexual contraria, no se trata de hacer una confesión puntual, sino que hay que mantener todo el tiempo informada a la sociedad acerca de nuestra heterosexualidad, o sea, paradójicamente, no hay que decir nada. Cuando se dice algo es para desmentirla. Acceder al discurso acerca del sexo, la única vez que se habla de sexo con los padres de nuestra generación, es cuando se es marica y se cuenta. Por lo demás, la heterosexualidad es silenciosa. No necesita confesarse un buen día: Papá, soy heterosexual. Lo más probable es que al padre en cuestión le diera un sofoco por no localizar el significado preciso de la palabra a tiempo. Para romper con la dinámica de la confesión (que siempre es penosa por lo que tiene de antiguo y culpabilizador y lo mal que se pasa), lo mejor es un buen ataque. Al salir del armario hay que procurar siempre abrir la puerta violentamente, con fuerza, y darle con la misma puerta en las narices a quien estaba fuera esperando una confesión victimaria. Una salida del armario no ha de ser pusilánime y autoinculpatoria. Hasta puede ser todo un acto reivindicativo y político. Los heteros (y perdón por generalizar como algunos de ellos lo hacen cuando hablan de las maricas o de los homosexuales o de las lesbianas) se ponen nerviosísimos ante una marica agresiva saliendo del armario atacada y como una loca, dando portazos en la cara a diestro y siniestro. Hay que quitarle la iniciativa al que escucha, cortarle todas las salidas, devolverle invertidas todas las preguntas, hacerle ver que hasta la fecha no se está seguro de su heterosexualidad porque nunca ha alcanzado el nivel discursivo, y mucho menos el de una confesión. No es lo mismo situarse frente a un armario y que de él salga la cenicienta, tímidamente, primero asomando su sucia naricilla, luego un dedo, luego toda la manecita, luego un pie, pedir permiso con un hilillo de voz, y decir tan bajito que casi no se oye: “soy lesbiana”, “soy gay”, “soy homosexual”, etc., a que salga una especie de Chewbacca enfurecido con todos sus rubios pelos de punta mascullando no se sabe muy bien qué, pero dejando bien a las claras que lo suyo no es hacer concesiones. Si no haces esto último, estás muerta y entregada y presta a ser degollada, o lo que es peor, a que te traten con condescendencia, comprensión, consuelo, babitas y que te hablen flojito ellos también.
Cuando se sale del armario no sé por qué los heteros siempre empiezan a hablar flojito, muy flojito. Como quien acaricia a un perrillo asustado para tranquilizarlo y darle confianza. Nada, nada. ¿Para qué darles ventaja? Hay que salir del armario a lo Van Damm, a lo Rambo o a lo Demi Moore, a lo Juana de Arco, a lo “marine” (no se me ocurre nada más obsceno, ineducado y violento). Formando una escandalera de la hostia. No hay que abrir la puerta, sino derribarla a patadas y que tengan cuidadito fuera con las astillas, y salir hecho una alimaña, metralleta en mano, pantalones de camuflaje, y pintura negra bajo los ojos, que siempre impone mucho (al fin y al cabo nos gusta travestirnos y pintarnos ¿no?); o tipo el monstruo de “Alien”. ¿Qué pasa? Soy bollo y a ver si te voy a partir la cara. Al fin y al cabo, son ellos los que nos han metido en el armario y el cabreo es comprensible. Es una liberación, es salir de la cárcel y para ello no hay que pedir permiso. Es un acto revolucionario. Nada de contemplaciones con el carcelero ni con quienes silenciaban nuestra prisión, la incentivaban o promovían como fuera. El factor sorpresa es fundamental. Para romper el hielo es suficiente. Luego, poco a poco, sin bajar nunca la guardia, se puede ir llegando a un tono de conversación más habitual, sin perder la naturalidad ni la espontaneidad nunca (a estas alturas convendría haberse quitado ya el disfraz de Rambo). Y sin mostrar flaquezas, debilidades, ni miramientos. Hay que demostrar -o fingir- que la reclusión en el armario no nos ha afectado para nada. Nos metieron allí para ver si nos curaban o si cambiábamos de idea y al salir hay que dejar bien clarito que las prácticas de reclusión son contraproducentes y que salimos más maricas que entramos, más cabreados, para no volver a entrar nunca y para luchar por la destrucción de una práctica tan salvaje, el “armario perpetuo”: algo que atenta contra los derechos del niño, del adolescente, del joven, del adulto y del anciano, porque puede durar toda la vida. Dan mucha pena los niños en las cárceles, pero a nadie se le cae una lagrimita por los niños y adolescentes metidos en el armario. En fin, la hipocresía de siempre.
Otra estrategia posible si no se quiere poner en práctica esta salida del armario que puede resultar un tanto ridícula y sobreactuada, o si nos sienta fatal el disfraz de “marine” de los EE.UU., es eso que ahora se da en llamar la política de hechos consumados. A saber, pasar de la confesión, pasar de tener que decirlo, que verbalizarlo. Si ellos no lo hacen, nosotros tampoco. De pronto el hermanito viene con la novia a casa o con la revista porno que le descubre mamá debajo del colchón. Pues nosotros le plantamos al novio un beso en los morros en medio del salón y nuestros chulos impresos a todo color debajo de la cama, como todo hijo de vecino. Tratamiento de “shock”. La contraofensiva puede ser brutal. Pero, si se está alerta y con todo lo necesario en la trinchera para arrasar al enemigo, no hay nada que temer. Siempre te pueden echar de casa. Pues tú vas y te quedas. Que llamen a la policía. Si no te dan de comer, saqueas la nevera. Si no te dan dinero, lo robas o vendes el televisor. Si no te compran ropa, te pones la de mamá. Y no dejes de llevar a tus amigos a casa. Convierte la salita de estar en una manifestación diaria. Un heterosexual no puede vivir en un estado de cabreo permanente, pero una marica es marica las veinticuatro horas del día. Y ser marica, de por sí, ya es una lucha. Sin que haya que hacer nada del otro jueves. La gente se cansa de estar cabreada, pero una no se cansa nunca de ser maribollo. Ésa es nuestra ventaja. Que papá sólo de vernos se pone hecho una fiera y le sube la tensión y nosotras tan relajadas con las piernas cruzadas viendo cómo se va poniendo rojo y se le hinchan las venas del cuello, mientras le damos un educado: “Buenos días, ¿quieres café?”. Lo importante es no perder nunca la compostura ni enzarzarse en absurdas discusiones. Y sobre todo no dialogar. No dialogar nunca. ¿De qué hay que dialogar o discutir? ¿De qué hay que dar explicaciones si lo más probable es que una misma no las tenga ni le importe? Pregúntale a tu padre por qué él es heterosexual. Te asombrarás de las tonterías que dice. No tiene explicación. No sabe explicarlo. Lo más racional que dirá es: “Pues porque sí, porque es lo normal, como todo el mundo, como mi padre, vaya pregunta. Este niño, además de maricón, es idiota”. Tranquilo, aunque te insulte, tú ya lo has dejado en ridículo y en adelante no tendrás que respetarlo como solías y habrás comenzado a destruir la imagen idílica que de él tenías. Si quiere recuperarla, tendrá que demostrar que se merece tu cariño y tu respeto. Aunque hay padres que pierden a sus hijos como pierden paraguas, uno cada invierno. Les fastidia, pero no parece pasar de ahí. Hasta que se quedan sin más hijos que perder, transidos de dolor por su intransigencia. Hasta que se quedan sin más inviernos. El problema es que hay más inviernos que hijos. Pero es su problema.