Imagen: Jot Down / Jan Morris |
Mar Padilla | Jot Down, 2016-01-01
http://www.jotdown.es/2016/01/viaje-alucinante-dos-sexos/
Jan Morris, desde su pequeña casa de Gales, debe mirar la tele, asombrarse y sonreír —o lamentarse, quién sabe— al observar las cuitas de Maura Pfefferman, la protagonista transexual de la serie Transparent. Probablemente Jan sacude su blanca melena —tiene casi noventa años ya—, mira a su mujer, Elizabeth, y rememora por un instante, una vez más, su viaje alucinante, iniciado tantas décadas atrás. Un periplo extraordinario el suyo: el que va de un sexo a otro. De eso hace ya mucho tiempo, en el siglo pasado. Era cuando se llamaba James y solo tenía dos certezas absolutas: una era que quería ser escritor, y la otra era que en realidad era una mujer.
James Humphrey Morris, nacido en Somerset en 1926, fue una persona valiente: cruzó una de las más determinantes barreras de la biología, corrigió a la naturaleza y adoptó el sexo que le correspondía, transformándose en Jan Morris. Y, como escritora de abrumador talento que es, durante un tiempo centró su escritura en este viaje. El resultado fue 'Conundrum' (publicado en 1974, editado recientemente por RBA como 'El enigma'), un libro donde narra su metamorfosis. Uno de esos libros excepcionales que cambian la vida, de obligada lectura para entender lo que es la verdadera libertad y, a su vez, la urgente necesidad de respetar la libertad de los otros.
«Por favor, Dios, conviérteme en niña», rezaba James una y otra vez durante su infancia. En casa, en el barrio, en el colegio, veía a los demás enteros, de un trazo, mientras que su imagen le devolvía una mirada difusa e incompleta. En algún momento llegó a pensar que quizás lo que pasaba es que todos los chicos, en verdad, querían ser chicas. Durante años convivió con la ambición de escapar de la masculinidad y sumergirse en la feminidad, y en ese largo viaje hasta llegar a su verdadera identidad, la persona Morris cuenta momentos definitivos. Uno de ellos fue su paso por Oxford, una fortaleza contra la intolerancia que le formó como persona y le salvó de perder la cabeza. Allí se le grabaron a fuego dos grandes verdades: una es que no hay normas, y la otra es que todos somos diferentes. En esa etapa, formó parte de un coro y estuvo varios años visitando asiduamente la catedral de la ciudad. Allí descubrió que era un sitio perfecto —majestuoso y lleno de sombras— para envolver un enigma como el suyo. Fue allí donde se forjó su coraje para asumir que era un hombre en cuanto al sexo y una mujer en cuanto al género, y donde entendió que solo sería una persona completa cuando las dos entidades, por fin, se ajustaran. Un pensamiento que le mantendría ocupado las cuatro décadas siguientes.
También aterrizó en el Lancing College Officers Training Corps, pero los únicos placeres que recuerda con luminosidad son los paseos en bici cerca de la frontera galesa, y las horas de roce, mano a mano, con algún muchacho perfectamente masculino. Disfrutó su papel femenino en los romances platónicos, pero no así de la cercanía sexual. No le repelía, pero estéticamente le parecía fallido: «Me sentía equivocadamente equipado», afirma. Al conocer el sexo llegó a la conclusión de que «todo el tema del cuerpo, los órganos y demás parafernalia era mucho menos importante» de lo que le habían dado a entender. También entendió que ser madre —«el mejor oficio del mundo» según su criterio—, le estaba vedado. Pero no se amilanó: su deseo era tal que, al no poder ser madre, decidió que algún día acabaría convirtiéndose en padre. Con estas disquisiciones en la cabeza, decidió entrar en el ejército británico en calidad de impostor, donde pronto averiguó que el mundo de la soldadesca le gustaba mucho. Se sentía como una chica disfrazada de joven soldado, rodeada de hombres hasta donde llegara la mirada. Como una espía, la vida entre miembros del ejército le confirmó lo que ya sabía: que no era uno de ellos. Allí comprendió, según cuenta, hasta qué punto la sexualidad condiciona la vida de los hombres. En todo caso, su postura de observador, casi de antropólogo, del mundo masculino fue un aprendizaje fundamental para desarrollar su escritura.
Hombre de mundo
No nos engañemos: en aquella época, sobre el papel y en la calle, James era un ser humano que irradiaba masculinidad en su porte y en sus ocupaciones. Fue oficial del 9.º Regimiento de Lanceros Reales de la Reina, sirvió en la Segunda Guerra Mundial y después ejerció de periodista en varios medios, entre ellos en la Agencia de Noticias Árabes. Como en su momento Oxford, El Cairo, donde estaba dicha agencia, fue otra ciudad fundamental en su camino: entre sus gentes sintió por vez primera un aire de aceptación que se mantuvo con él en todos los países árabes que visitó y que, a largo plazo, tuvo un efecto importante en la decisión que años más tarde iba a tomar. El otro medio donde trabajó James y que le dio fama fue el Times, donde en 1953 narró al mundo la hazaña de Edmund Hillary y Tensing Morgay en el Everest. Se convirtió entonces en una estrella periodística: cubrió guerras, terremotos y encuentros de alta política, y logró entrevistar a Adolf Eichmann, al Che Guevara y a Kim Philby. No obstante, conforme pasaba el tiempo se dio cuenta de que adoraba viajar pero empezaba a detestar su condición de hombre de mundo. Reflexionó sobre todo aquello que se identifica con la hombría y decidió darle la espalda: había llegado a la conclusión de que para él lo más importante era la vida privada. Antes, se había enamorado y casado con Elisabeth —su amiga, su confidente, su amor para el resto de sus días, fuera como hombre o mujer— y estaba formando una familia. James optó entonces por abandonar el periodismo y sus obligaciones públicas y sociales, dedicarse a los suyos y escribir solo sobre lo que le apeteciera: los viajes que quería hacer, las ciudades que quería visitar.
Como tantas cosas en su extraordinaria vida, esto también lo consiguió: se convirtió en un reputado escritor de libros de viajes, comparado con los más grandes, como Bruce Chatwin. A sus cuarenta años era ya un autor plenamente establecido, y se embarcaba a escribir una ambiciosa historia del Imperio británico. Esa obra monumental corrió pareja a los tres hitos en la metamorfosis de su identidad: empezó el primer volumen —‘Heaven´s Command’— firmando como James Morris; el segundo —‘Pax Britannica’— fue escrito en los años de ambigüedad sexual, y el tercero —‘Farewell the Trumpets’— ya lo firmó como Jan Morris.
El cielo abierto
En esos tiempos pasó periodos de grave depresión debido a su identidad equívoca, que empeoraban conforme cumplía años. «Si no voy a poder ser yo mismo entonces no seré, parecía gritar mi inconsciente», escribe. Aunque creía que el autoanálisis es, a menudo, un error, un camino eterno de especulaciones, seguía ahondando en su situación y documentándose hasta la saciedad. Al otro lado, en el ángulo opuesto a sus disquisiciones y sufrimientos, apenas empezaba a despertar la percepción social del sexo, tan mezquina y reprimida, de hace seis décadas. Eso no le amilanó, y James dio con la clave: leyó en las bibliotecas que hasta el siglo XVIII la sexualidad era algo fluido, dinámico, hasta llegar a la época victoriana y transformarse en algo rígido, considerándose una desviación biológica todo lo que no fuera implacablemente masculino o femenino. Un día encontró un libro de los años treinta que explicaba una historia como la suya: ‘Man into a Woman: an Authentic Record for a Change of Sex’, escrito por Lili Elbe (antes Einar Mogens Wegener, sobre cuya vida se basa ‘La chica danesa’, el libro de David Ebershoff, ahora reconvertido en película del mismo nombre, protagonizada por el gran actor Eddie Redmayne). Lili fue la primera persona transexual en someterse a una cirugía de reasignación de sexo. Morris descubrió que no estaba sola en su enigma. Descubrió que la clave era que los médicos no sabían lo que le pasaba a personas con ese problema pero, «típicamente, se negaban a reconocerlo», subraya Morris. Lo que ellos consideraban una fantasía era una realidad: ella, como Einar Mogens Wegener antes, era una mujer atrapada en un cuerpo de hombre. No obstante, ningún médico admitió su ignorancia, y tuvieron que pasar años hasta que en Nueva York conoció al doctor Benjamin. Fue la primera persona que le habló de la transexualidad y que pronunció las palabras mágicas: «si no se puede encajar la convicción con el cuerpo, entonces debe encajarse el cuerpo a la convicción». El cielo abierto: sus plegarias podían convertirse en realidad.
En aquel momento, tras tantos años de sufrimiento, decidió pasar a la acción y convertirse en mujer. Empezó en 1954 y lo hizo «con una sensación de agradecimiento, como un viajero perdido que finalmente encuentra el camino correcto», relata. Pasaron muchos años de metamorfosis hasta la cirugía, pero el proceso de cambio de sexo lo vivió como una reconciliación. Empezó con un tratamiento hormonal y con el tiempo, fue transformándose en un hombre de apariencia cada vez más saludable, más joven, hasta ir pareciéndose a un hermafrodita sin edad aparente. Fue un cambio gradual, «como Jekyll y Hyde a cámara lenta», lo describe. Pero cuanto más femenina se sentía, más feliz estaba. El proceso empezó con una lenta erradicación de los elementos masculinos: no solo el pelo, los músculos, «sino también algo más intangible, una especie de capa de resiliencia acumulada, como un escudo que, a su vez, amortigua las sensaciones del cuerpo. Era como perder una capa de algún tipo de aerosol mágico que impacta poderosamente en ti mismo y, en cierta medida, te aísla del exterior». Confiesa Morris que desprenderse de algo así lo vivió como una liberación y, a la vez, con la sorpresa de la aparición de una sensación de vulnerabilidad, desconocida hasta entonces: «Empecé a sentir mucho más el frío y el calor y, por extensión, todos los estímulos de la vida y del mundo entrando en mí».
Una simple falda
Además de parecer más joven, con los años fue ganando presencia femenina: pechos, caderas, el pelo más liso, los movimientos más ondulantes. Se transformó, según sus palabras, «en la más perfecta figura mitológica: mitad monstruo, mitad divina». El proceso trajo momentos de desespero, de vergüenza, pero consiguió no perder la cabeza: «Aprendí a protegerme del mundo, a ignorarlo». Sabía que la cirugía la acabaría rescatando, y que llegaría un momento en el que por fin podría vivir la vida desde el otro lado. Un día se puso una falda por primera vez: «Para mí era algo simbólico. Los travestidos se excitan sexualmente vistiendo ropa del sexo opuesto, y su placer proviene de saber que hay un falo escondido entre los pliegues del vestido», explica. En cambio, para alguien como ella, nacida en el sexo equivocado, ponerse una simple falda y salir a la calle fue una sensación de alivio.
Poco a poco empezó a explicar su situación, a amigos, a colegas y a conocidos. El paso más difícil era ante sus hijos —no tanto por ellos como por sus compañeros de escuela— pero, asombrosamente, explica que resultó más sencillo de lo esperado. Quedaba el paso final, la operación de cambio de sexo: un acto muy extraño en aquellos tiempos, alegal y con implicaciones.
En 1972, aproximadamente seiscientas personas en Estados Unidos vivieron una operación de cambio de sexo, y fueron ciento cincuenta en Inglaterra. Morris decide que es su momento y da el paso: vuela hasta Marruecos y le esperan en un hospital de Casablanca. En la sala de operaciones, cuando le ponen la anestesia, se queda un rato a solas antes de caer inconsciente: en ese momento, antes de que sea demasiado tarde, se levanta y corre al espejo a mirarse por última vez como hombre. Sabe que cuando vuelva a buscar su reflejo será, por fin, una mujer. Al despertar de la operación no se podía mover, pero a pesar de ello se sintió absolutamente feliz. Estuvo dos semanas en la clínica, un tiempo que le ayudó a acostumbrarse a su nuevo cuerpo, a sentirse «deliciosamente limpia», afirma. En la clínica se encontró con otras en su situación: «Caras enjutas, de dolor, grotescas, con maquillaje y, a la vez, irradiando felicidad. A la espera de nuevas perplejidades, con dudas agónicas, pero sintiéndonos seres puros y verdaderos por unos días». A pesar del dolor de la recuperación, su nueva situación le daba una maravillosa sensación de calma. Cada mañana se sentía resplandeciente por su liberación.
De vuelta a Gran Bretaña, la primera prueba de fuego era su pueblo de Gales y todo fue relativamente bien. Más abrupto fue fuera de allí, cuando empezó a vivir las diferencias entre los dos sexos. Morris afirma que muchos hombres empezaron a tratarla como si fuera una menor: «Descubrí que muchos de ellos mantienen a las mujeres alejadas, que las consideran, en general, menos informadas, menos capaces, menos seguras de sí mismas». Notó que se convertía «en una persona privada a la que le importaba mucho menos la opinión de los demás, más autosuficiente, menos gregaria que siendo hombre» y que a la mayoría de hombres les resulta imposible de entender «la condición de atracción y confianza instantánea que se da entre mujeres que acaban de conocerse». Dicho esto, cree que la sociedad en general es más educada con la mujer y que viajar siendo fémina es más fácil que siendo hombre, porque despiertan menos recelos. Entre otras cosas, sintió crecer su sinceridad, sus dotes observadoras.
Más cerca de la verdad
Morris era, al fin, una mujer madura de su tiempo —recordemos que eran los setenta del pasado siglo— a todos los efectos. Y hace una reflexión: «El juego entre dos tiene más que ver con la personalidad que con el sexo: desde mi infancia he llegado a la convicción de que el estado humano que más se aproxima a la perfección son las mujeres de cierta edad, inteligentes, buenas y saludables, sin los imperativos del sexo y con inquietudes creativas». No obstante, en otro momento recuerda, en un breve trazo melancólico, su aventura del Everest, cuando, atrapada en el cuerpo de un joven atlético, bajó a llamar al periódico para dictar el reportaje cantando, pletórico, lleno de energía y aire animal.
Sobre su viaje alucinante subraya que ha aprendido que lo bueno es más resiliente que lo malo, que el amor, la suerte y la resolución le salvaron del suicidio en los momentos más negros. «Creo en la importancia primordial de la bondad. Algo que me parece, no una abstracción, sino una energía positiva bien real. La bondad y el amor: con ellos puedes afrontarlo todo. Y si amas con fuerza, lo haces todo tuyo», le confesó hace años al gran periodista Jacinto Antón.
En ‘Conundrum’ explica que a veces le preguntaban si echaba de menos algo de su vida como hombre. Y la respuesta es sí: «poder escoger el vino, o que mi opinión sea tomada en cuenta, por ejemplo», pero afirma que no se ha arrepentido jamás de todo lo hecho y todo lo vivido. Jan Morris —nos la imaginamos en su casa de Gales, rodeada de nietos, con su mujer Elisabeth— no se hace películas y sabe que no es una persona cualquiera: «Soy una especie de alegoría. Tanto hombres como mujeres se sienten a gusto conmigo, se abren en total confianza. Y es normal; al fin y al cabo, pertenezco a ambos grupos», sentencia.
*Dedicado a Alan, a su madre Ester, al colectivo Chrysallis (asociación de familias de menores transexuales) y a todos los que son como ellos: valientes que han luchado y luchan por vivir la vida en libertad.
James Humphrey Morris, nacido en Somerset en 1926, fue una persona valiente: cruzó una de las más determinantes barreras de la biología, corrigió a la naturaleza y adoptó el sexo que le correspondía, transformándose en Jan Morris. Y, como escritora de abrumador talento que es, durante un tiempo centró su escritura en este viaje. El resultado fue 'Conundrum' (publicado en 1974, editado recientemente por RBA como 'El enigma'), un libro donde narra su metamorfosis. Uno de esos libros excepcionales que cambian la vida, de obligada lectura para entender lo que es la verdadera libertad y, a su vez, la urgente necesidad de respetar la libertad de los otros.
«Por favor, Dios, conviérteme en niña», rezaba James una y otra vez durante su infancia. En casa, en el barrio, en el colegio, veía a los demás enteros, de un trazo, mientras que su imagen le devolvía una mirada difusa e incompleta. En algún momento llegó a pensar que quizás lo que pasaba es que todos los chicos, en verdad, querían ser chicas. Durante años convivió con la ambición de escapar de la masculinidad y sumergirse en la feminidad, y en ese largo viaje hasta llegar a su verdadera identidad, la persona Morris cuenta momentos definitivos. Uno de ellos fue su paso por Oxford, una fortaleza contra la intolerancia que le formó como persona y le salvó de perder la cabeza. Allí se le grabaron a fuego dos grandes verdades: una es que no hay normas, y la otra es que todos somos diferentes. En esa etapa, formó parte de un coro y estuvo varios años visitando asiduamente la catedral de la ciudad. Allí descubrió que era un sitio perfecto —majestuoso y lleno de sombras— para envolver un enigma como el suyo. Fue allí donde se forjó su coraje para asumir que era un hombre en cuanto al sexo y una mujer en cuanto al género, y donde entendió que solo sería una persona completa cuando las dos entidades, por fin, se ajustaran. Un pensamiento que le mantendría ocupado las cuatro décadas siguientes.
También aterrizó en el Lancing College Officers Training Corps, pero los únicos placeres que recuerda con luminosidad son los paseos en bici cerca de la frontera galesa, y las horas de roce, mano a mano, con algún muchacho perfectamente masculino. Disfrutó su papel femenino en los romances platónicos, pero no así de la cercanía sexual. No le repelía, pero estéticamente le parecía fallido: «Me sentía equivocadamente equipado», afirma. Al conocer el sexo llegó a la conclusión de que «todo el tema del cuerpo, los órganos y demás parafernalia era mucho menos importante» de lo que le habían dado a entender. También entendió que ser madre —«el mejor oficio del mundo» según su criterio—, le estaba vedado. Pero no se amilanó: su deseo era tal que, al no poder ser madre, decidió que algún día acabaría convirtiéndose en padre. Con estas disquisiciones en la cabeza, decidió entrar en el ejército británico en calidad de impostor, donde pronto averiguó que el mundo de la soldadesca le gustaba mucho. Se sentía como una chica disfrazada de joven soldado, rodeada de hombres hasta donde llegara la mirada. Como una espía, la vida entre miembros del ejército le confirmó lo que ya sabía: que no era uno de ellos. Allí comprendió, según cuenta, hasta qué punto la sexualidad condiciona la vida de los hombres. En todo caso, su postura de observador, casi de antropólogo, del mundo masculino fue un aprendizaje fundamental para desarrollar su escritura.
Hombre de mundo
No nos engañemos: en aquella época, sobre el papel y en la calle, James era un ser humano que irradiaba masculinidad en su porte y en sus ocupaciones. Fue oficial del 9.º Regimiento de Lanceros Reales de la Reina, sirvió en la Segunda Guerra Mundial y después ejerció de periodista en varios medios, entre ellos en la Agencia de Noticias Árabes. Como en su momento Oxford, El Cairo, donde estaba dicha agencia, fue otra ciudad fundamental en su camino: entre sus gentes sintió por vez primera un aire de aceptación que se mantuvo con él en todos los países árabes que visitó y que, a largo plazo, tuvo un efecto importante en la decisión que años más tarde iba a tomar. El otro medio donde trabajó James y que le dio fama fue el Times, donde en 1953 narró al mundo la hazaña de Edmund Hillary y Tensing Morgay en el Everest. Se convirtió entonces en una estrella periodística: cubrió guerras, terremotos y encuentros de alta política, y logró entrevistar a Adolf Eichmann, al Che Guevara y a Kim Philby. No obstante, conforme pasaba el tiempo se dio cuenta de que adoraba viajar pero empezaba a detestar su condición de hombre de mundo. Reflexionó sobre todo aquello que se identifica con la hombría y decidió darle la espalda: había llegado a la conclusión de que para él lo más importante era la vida privada. Antes, se había enamorado y casado con Elisabeth —su amiga, su confidente, su amor para el resto de sus días, fuera como hombre o mujer— y estaba formando una familia. James optó entonces por abandonar el periodismo y sus obligaciones públicas y sociales, dedicarse a los suyos y escribir solo sobre lo que le apeteciera: los viajes que quería hacer, las ciudades que quería visitar.
Como tantas cosas en su extraordinaria vida, esto también lo consiguió: se convirtió en un reputado escritor de libros de viajes, comparado con los más grandes, como Bruce Chatwin. A sus cuarenta años era ya un autor plenamente establecido, y se embarcaba a escribir una ambiciosa historia del Imperio británico. Esa obra monumental corrió pareja a los tres hitos en la metamorfosis de su identidad: empezó el primer volumen —‘Heaven´s Command’— firmando como James Morris; el segundo —‘Pax Britannica’— fue escrito en los años de ambigüedad sexual, y el tercero —‘Farewell the Trumpets’— ya lo firmó como Jan Morris.
El cielo abierto
En esos tiempos pasó periodos de grave depresión debido a su identidad equívoca, que empeoraban conforme cumplía años. «Si no voy a poder ser yo mismo entonces no seré, parecía gritar mi inconsciente», escribe. Aunque creía que el autoanálisis es, a menudo, un error, un camino eterno de especulaciones, seguía ahondando en su situación y documentándose hasta la saciedad. Al otro lado, en el ángulo opuesto a sus disquisiciones y sufrimientos, apenas empezaba a despertar la percepción social del sexo, tan mezquina y reprimida, de hace seis décadas. Eso no le amilanó, y James dio con la clave: leyó en las bibliotecas que hasta el siglo XVIII la sexualidad era algo fluido, dinámico, hasta llegar a la época victoriana y transformarse en algo rígido, considerándose una desviación biológica todo lo que no fuera implacablemente masculino o femenino. Un día encontró un libro de los años treinta que explicaba una historia como la suya: ‘Man into a Woman: an Authentic Record for a Change of Sex’, escrito por Lili Elbe (antes Einar Mogens Wegener, sobre cuya vida se basa ‘La chica danesa’, el libro de David Ebershoff, ahora reconvertido en película del mismo nombre, protagonizada por el gran actor Eddie Redmayne). Lili fue la primera persona transexual en someterse a una cirugía de reasignación de sexo. Morris descubrió que no estaba sola en su enigma. Descubrió que la clave era que los médicos no sabían lo que le pasaba a personas con ese problema pero, «típicamente, se negaban a reconocerlo», subraya Morris. Lo que ellos consideraban una fantasía era una realidad: ella, como Einar Mogens Wegener antes, era una mujer atrapada en un cuerpo de hombre. No obstante, ningún médico admitió su ignorancia, y tuvieron que pasar años hasta que en Nueva York conoció al doctor Benjamin. Fue la primera persona que le habló de la transexualidad y que pronunció las palabras mágicas: «si no se puede encajar la convicción con el cuerpo, entonces debe encajarse el cuerpo a la convicción». El cielo abierto: sus plegarias podían convertirse en realidad.
En aquel momento, tras tantos años de sufrimiento, decidió pasar a la acción y convertirse en mujer. Empezó en 1954 y lo hizo «con una sensación de agradecimiento, como un viajero perdido que finalmente encuentra el camino correcto», relata. Pasaron muchos años de metamorfosis hasta la cirugía, pero el proceso de cambio de sexo lo vivió como una reconciliación. Empezó con un tratamiento hormonal y con el tiempo, fue transformándose en un hombre de apariencia cada vez más saludable, más joven, hasta ir pareciéndose a un hermafrodita sin edad aparente. Fue un cambio gradual, «como Jekyll y Hyde a cámara lenta», lo describe. Pero cuanto más femenina se sentía, más feliz estaba. El proceso empezó con una lenta erradicación de los elementos masculinos: no solo el pelo, los músculos, «sino también algo más intangible, una especie de capa de resiliencia acumulada, como un escudo que, a su vez, amortigua las sensaciones del cuerpo. Era como perder una capa de algún tipo de aerosol mágico que impacta poderosamente en ti mismo y, en cierta medida, te aísla del exterior». Confiesa Morris que desprenderse de algo así lo vivió como una liberación y, a la vez, con la sorpresa de la aparición de una sensación de vulnerabilidad, desconocida hasta entonces: «Empecé a sentir mucho más el frío y el calor y, por extensión, todos los estímulos de la vida y del mundo entrando en mí».
Una simple falda
Además de parecer más joven, con los años fue ganando presencia femenina: pechos, caderas, el pelo más liso, los movimientos más ondulantes. Se transformó, según sus palabras, «en la más perfecta figura mitológica: mitad monstruo, mitad divina». El proceso trajo momentos de desespero, de vergüenza, pero consiguió no perder la cabeza: «Aprendí a protegerme del mundo, a ignorarlo». Sabía que la cirugía la acabaría rescatando, y que llegaría un momento en el que por fin podría vivir la vida desde el otro lado. Un día se puso una falda por primera vez: «Para mí era algo simbólico. Los travestidos se excitan sexualmente vistiendo ropa del sexo opuesto, y su placer proviene de saber que hay un falo escondido entre los pliegues del vestido», explica. En cambio, para alguien como ella, nacida en el sexo equivocado, ponerse una simple falda y salir a la calle fue una sensación de alivio.
Poco a poco empezó a explicar su situación, a amigos, a colegas y a conocidos. El paso más difícil era ante sus hijos —no tanto por ellos como por sus compañeros de escuela— pero, asombrosamente, explica que resultó más sencillo de lo esperado. Quedaba el paso final, la operación de cambio de sexo: un acto muy extraño en aquellos tiempos, alegal y con implicaciones.
En 1972, aproximadamente seiscientas personas en Estados Unidos vivieron una operación de cambio de sexo, y fueron ciento cincuenta en Inglaterra. Morris decide que es su momento y da el paso: vuela hasta Marruecos y le esperan en un hospital de Casablanca. En la sala de operaciones, cuando le ponen la anestesia, se queda un rato a solas antes de caer inconsciente: en ese momento, antes de que sea demasiado tarde, se levanta y corre al espejo a mirarse por última vez como hombre. Sabe que cuando vuelva a buscar su reflejo será, por fin, una mujer. Al despertar de la operación no se podía mover, pero a pesar de ello se sintió absolutamente feliz. Estuvo dos semanas en la clínica, un tiempo que le ayudó a acostumbrarse a su nuevo cuerpo, a sentirse «deliciosamente limpia», afirma. En la clínica se encontró con otras en su situación: «Caras enjutas, de dolor, grotescas, con maquillaje y, a la vez, irradiando felicidad. A la espera de nuevas perplejidades, con dudas agónicas, pero sintiéndonos seres puros y verdaderos por unos días». A pesar del dolor de la recuperación, su nueva situación le daba una maravillosa sensación de calma. Cada mañana se sentía resplandeciente por su liberación.
De vuelta a Gran Bretaña, la primera prueba de fuego era su pueblo de Gales y todo fue relativamente bien. Más abrupto fue fuera de allí, cuando empezó a vivir las diferencias entre los dos sexos. Morris afirma que muchos hombres empezaron a tratarla como si fuera una menor: «Descubrí que muchos de ellos mantienen a las mujeres alejadas, que las consideran, en general, menos informadas, menos capaces, menos seguras de sí mismas». Notó que se convertía «en una persona privada a la que le importaba mucho menos la opinión de los demás, más autosuficiente, menos gregaria que siendo hombre» y que a la mayoría de hombres les resulta imposible de entender «la condición de atracción y confianza instantánea que se da entre mujeres que acaban de conocerse». Dicho esto, cree que la sociedad en general es más educada con la mujer y que viajar siendo fémina es más fácil que siendo hombre, porque despiertan menos recelos. Entre otras cosas, sintió crecer su sinceridad, sus dotes observadoras.
Más cerca de la verdad
Morris era, al fin, una mujer madura de su tiempo —recordemos que eran los setenta del pasado siglo— a todos los efectos. Y hace una reflexión: «El juego entre dos tiene más que ver con la personalidad que con el sexo: desde mi infancia he llegado a la convicción de que el estado humano que más se aproxima a la perfección son las mujeres de cierta edad, inteligentes, buenas y saludables, sin los imperativos del sexo y con inquietudes creativas». No obstante, en otro momento recuerda, en un breve trazo melancólico, su aventura del Everest, cuando, atrapada en el cuerpo de un joven atlético, bajó a llamar al periódico para dictar el reportaje cantando, pletórico, lleno de energía y aire animal.
Sobre su viaje alucinante subraya que ha aprendido que lo bueno es más resiliente que lo malo, que el amor, la suerte y la resolución le salvaron del suicidio en los momentos más negros. «Creo en la importancia primordial de la bondad. Algo que me parece, no una abstracción, sino una energía positiva bien real. La bondad y el amor: con ellos puedes afrontarlo todo. Y si amas con fuerza, lo haces todo tuyo», le confesó hace años al gran periodista Jacinto Antón.
En ‘Conundrum’ explica que a veces le preguntaban si echaba de menos algo de su vida como hombre. Y la respuesta es sí: «poder escoger el vino, o que mi opinión sea tomada en cuenta, por ejemplo», pero afirma que no se ha arrepentido jamás de todo lo hecho y todo lo vivido. Jan Morris —nos la imaginamos en su casa de Gales, rodeada de nietos, con su mujer Elisabeth— no se hace películas y sabe que no es una persona cualquiera: «Soy una especie de alegoría. Tanto hombres como mujeres se sienten a gusto conmigo, se abren en total confianza. Y es normal; al fin y al cabo, pertenezco a ambos grupos», sentencia.
*Dedicado a Alan, a su madre Ester, al colectivo Chrysallis (asociación de familias de menores transexuales) y a todos los que son como ellos: valientes que han luchado y luchan por vivir la vida en libertad.
Y TAMBIÉN…
Jan Morris, sin viaje de novias.
La escritora y su esposa pasaron su segunda luna de miel en casa.
Jacinto Antón | El País, 2008-06-08
http://elpais.com/diario/2008/06/08/agenda/1212876001_850215.html
El viajero era ella.
Jacinto Antón | El País, 2007-07-06
http://elpais.com/diario/2007/07/08/eps/1183875350_850215.html
Jan Morris, sin viaje de novias.
La escritora y su esposa pasaron su segunda luna de miel en casa.
Jacinto Antón | El País, 2008-06-08
http://elpais.com/diario/2008/06/08/agenda/1212876001_850215.html
El viajero era ella.
Jacinto Antón | El País, 2007-07-06
http://elpais.com/diario/2007/07/08/eps/1183875350_850215.html
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