Imagen: El Periódico / Flor de Otoño |
Los 11 perversos años de vida de La Criolla, cuando Barcelona era el Shanghái del Mediterráneo, son revividos por Paco Villar.
Carles Cols | El Periódico, 2017-03-14
http://www.elperiodico.com/es/noticias/barcelona/antro-mas-canalla-barcelona-5896788
A veces hay quien se pregunta qué pecados ha cometido Barcelona para tener no uno sino dos templos expiatorios, la Sagrada Família y el Sagrado Corazón del Tibidabo, un récord de beatería sin igual a este lado del Atlántico. Tal vez sean los que se cometieron en La Criolla los pecados que allí se expían, porque aunque de vida breve, solo fueron 11 años, fue sin rival el local más canalla de la historia de esta ciudad, “la locura de la noche empujada hasta la exasperación”, según palabras del novelista y patafísico Pierre Mac Orlan, uno entre los cientos de aquella legión de famosos que entre 1925 y 1936 se adentraron en la calle más golfa de Barcelona para conocer de primera mano aquel templo del vicio.
Las puertas de La Criolla se abren de nuevo (literariamente, claro, que no se asuste la municipalidad) porque el escritor y periodista Paco Villar acaba de publicar lo que debería considerarse ya la biblia canónica de aquel cabaret en el que Josephine Baker (que estuvo) no era la estrella, sino el público, un establecimiento en el que bajo un mismo techo cabían chulos, prostitutas, travestidos por placer, travestidos por dinero, Jean Genet, travestidos anarquistas, Flor de Otoño, premios Nobel, Jacinto Benavente, carteristas, Douglas Fairbanks, padre e hijo, Simone Weil de paso por la ciudad, presos fugados del penal de la mismísima Isla del Diablo, camellos de cocaína (mandanga chachi, llamaban a la de mejor calidad), los burgueses de palco del Liceu y, sobre todo, grandes plumas periodísticas y literarias que dieron fe de todo aquel pandemonio.
Cid, 10
Autor ya de un libro de cabecera sobre la Barcelona más sórdida, ‘Historia y leyenda del barrio chino, crónica y documentos de los bajos fondos 1900-1992’, Villar centra el foco esta vez casi exclusivamente en el epicentro de lo que fue aquel despiporre, La Criolla, un local que iluminó con su fama la que entonces era la calle más perversa y peligrosa de la ciudad, Cid. Estaba en el número 10. 'La Criolla, la puerta dorada del barrio chino', de la editorial Comanegra, es el retrato hiperrealista de aquel momento.
La del Cid Campeador es una calle que hoy en día, aunque aún en el chino (Raval sur, en lenguaje políticamente correcto), es más bien sosainas. Aburrida, incluso. No queda nada en pie de lo que un día fue. De La Criolla se escribió mucho en los años 20 y 30. Eran los bajos fondos de Shanghái, pero en Europa. Gui Befesse, periodista y topógrafo de la mala vida, lo definió así: “En la calle Cid, centro de la crápula con prostíbulos de cariátides jalbegadas y floripondiadas en los quicios, refugio de ese submundo de mecheras, rateros, carteristas, espadistas y demás fauna del delito, del vicio y del infortunio (…) se halla instalada La Criolla, salón de baile en el que hay hombres afeminados con las caras pintadas y las manos pulidas como si fuesen damiselas. (…). La Criolla es el puente que une a la gente de abajo con la de arriba. Nosotros creíamos encontrar un antro lleno de gente del hampa e invertidos; pero hemos visto, además, a un público selecto y a ese sector de la sociedad que se denomina gente honnrada”. El relato sigue y alcanza la sima del desenfreno cuando Befesse dice ser testigo de cómo un matrimonio de un palco, tras hacerse falsamente ambos los ofendidos, terminan por entrar en el reservado con un grupo de homosexuales que les ofrecían un rato de entretenimiento.
Un cronista irrepetible
Cabe siempre, por supuesto, la posibilidad de que aquellos ecos del pasado no fueran más que la consecuencia de otro vicio, el de los periodistas y escritores a ponerle a sus pasteles más guindas de las necesarias. A veces pasa. Pero parece que no es el caso. El trabajo arqueológico de Villar es impecable. Echa mano, cómo no, de Francisco Madrid (Barcelona, 1900 – Buenos Aires, 1952), mucho más que un periodista de sucesos, un maestro de la crónica negra, jamás de la crónica roja, un hombre dotado como pocos para la descripción, no en vano fue él quien acuñó la expresión barrio chino de Barcelona cuando en un golpe de suerte, pues por ahí no había orientales, vio a uno salir de una taberna del Arc del Teatre, “con la cara de luna de todos los orientales, los ojos abiertos como un concejal…”. Así era Madrid. No daba puntada sin hilo. Entre dos comas asestaba un golpe. Hay un libro extraordinario, ‘Asesinato en América’, que recopila los premios Pulitzer de los grandes crímenes de Estados Unidos. Madrid merecería estar en ese libro coral, entre sus contemporáneos James Mulroy, Alvin Goldstein y Joy Brier.
El caso es que Madrid llegó a ser hasta guía turístico a su pesar de aquellos que querían visitar la calle Cid, la Criolla, y no se atrevían. Todo era muy extraño entonces, ‘très bizarre’. La Sociedad de Atracción de Forasteros, el equivalente de la actual Turisme de Barcelona, recomendaba la visita al local como parte de lo indispensable de una ruta por la ciudad.
Lo dicho antes. Habrá quien diga que la fama de La Criolla se exagera, pero el libro de Villar tiene unos cimentos formidables. Su amigo Lluís Permanyer, fascinado también por “aquella cueva del vicio”, le facilitó una copia íntegra del único material tangible que queda de aquel ‘dancing club’, un libro de firmas de visitantes ilustres, una joya con 535 dedicatorias y 43 dibujos, Opisso entre ellos, cómo no. El tomo es el único que se ha conservado de los tal vez tres o cuatro que hubo en el despacho del dueño de La Criolla, Antonio Sacristán, una dependencia con el primer cristal de Barcelona que era espejo solo por un lado, como el de las ruedas de identificación de la policía, ya que así, desde aquella sala oculta, que presidía una imagen de la Moreneta, podía seguir todo cuanto ocurría en el local y, si era necesario, huir por un pasadizo secreto, que también lo había. Sí, era como una película de Scorsese, pero con personajes extremos de aquí, como María de la Paz Guerrero Molina, hija de una familia de militares de Palma de Mallorca, políglota, pianista, educada en la cristiandad, pero que prefería prostituirse en la calle Cid a saber por qué.
Y ahora, ¿qué?
La aviación italiana borbardeó el barrio en 1938 y el edificio de La Criolla fue borrado de la faz de Barcelona. Sin embargo, no fue aquel ataque el que puso fin a la vida del local, sino el estallido de la guerra civil. Conviene releer ‘Homenaje a Catalunya’, de George Orwell, porque retrata cuán puritanos resultaron ser los anarquistas que tomaron el control de la calles de Barcelona, en “aquella ciudad donde las clases acomodadas habían dejado de existir” y donde “nadie decía señor, ni siquiera usted, sino que todos se llamaban camarada”, y en la que “llamativos carteles animaban a las prostitutas a dejar de prostituirse. Fue entonces cuando, a bordo de un Rolls Royce, Sacristán huyó del chino.
Cerró La Criolla en 1936, pero, claro, el vicio en Barcelona es como los géiseres en Yellowstone. No hay tapón. La presión periódicamente se alivia. El agua nunca ha alcanzado la altura de aquel local del número 10 de la calle Cid. No lejos de ahí abre cada noche el que tal vez sea estos días el bar más canalla de la ciudad. Que tampoco se asuste la municipalidad. No es una criolla revivida. Mañana se lo contamos.
Las puertas de La Criolla se abren de nuevo (literariamente, claro, que no se asuste la municipalidad) porque el escritor y periodista Paco Villar acaba de publicar lo que debería considerarse ya la biblia canónica de aquel cabaret en el que Josephine Baker (que estuvo) no era la estrella, sino el público, un establecimiento en el que bajo un mismo techo cabían chulos, prostitutas, travestidos por placer, travestidos por dinero, Jean Genet, travestidos anarquistas, Flor de Otoño, premios Nobel, Jacinto Benavente, carteristas, Douglas Fairbanks, padre e hijo, Simone Weil de paso por la ciudad, presos fugados del penal de la mismísima Isla del Diablo, camellos de cocaína (mandanga chachi, llamaban a la de mejor calidad), los burgueses de palco del Liceu y, sobre todo, grandes plumas periodísticas y literarias que dieron fe de todo aquel pandemonio.
Cid, 10
Autor ya de un libro de cabecera sobre la Barcelona más sórdida, ‘Historia y leyenda del barrio chino, crónica y documentos de los bajos fondos 1900-1992’, Villar centra el foco esta vez casi exclusivamente en el epicentro de lo que fue aquel despiporre, La Criolla, un local que iluminó con su fama la que entonces era la calle más perversa y peligrosa de la ciudad, Cid. Estaba en el número 10. 'La Criolla, la puerta dorada del barrio chino', de la editorial Comanegra, es el retrato hiperrealista de aquel momento.
La del Cid Campeador es una calle que hoy en día, aunque aún en el chino (Raval sur, en lenguaje políticamente correcto), es más bien sosainas. Aburrida, incluso. No queda nada en pie de lo que un día fue. De La Criolla se escribió mucho en los años 20 y 30. Eran los bajos fondos de Shanghái, pero en Europa. Gui Befesse, periodista y topógrafo de la mala vida, lo definió así: “En la calle Cid, centro de la crápula con prostíbulos de cariátides jalbegadas y floripondiadas en los quicios, refugio de ese submundo de mecheras, rateros, carteristas, espadistas y demás fauna del delito, del vicio y del infortunio (…) se halla instalada La Criolla, salón de baile en el que hay hombres afeminados con las caras pintadas y las manos pulidas como si fuesen damiselas. (…). La Criolla es el puente que une a la gente de abajo con la de arriba. Nosotros creíamos encontrar un antro lleno de gente del hampa e invertidos; pero hemos visto, además, a un público selecto y a ese sector de la sociedad que se denomina gente honnrada”. El relato sigue y alcanza la sima del desenfreno cuando Befesse dice ser testigo de cómo un matrimonio de un palco, tras hacerse falsamente ambos los ofendidos, terminan por entrar en el reservado con un grupo de homosexuales que les ofrecían un rato de entretenimiento.
Un cronista irrepetible
Cabe siempre, por supuesto, la posibilidad de que aquellos ecos del pasado no fueran más que la consecuencia de otro vicio, el de los periodistas y escritores a ponerle a sus pasteles más guindas de las necesarias. A veces pasa. Pero parece que no es el caso. El trabajo arqueológico de Villar es impecable. Echa mano, cómo no, de Francisco Madrid (Barcelona, 1900 – Buenos Aires, 1952), mucho más que un periodista de sucesos, un maestro de la crónica negra, jamás de la crónica roja, un hombre dotado como pocos para la descripción, no en vano fue él quien acuñó la expresión barrio chino de Barcelona cuando en un golpe de suerte, pues por ahí no había orientales, vio a uno salir de una taberna del Arc del Teatre, “con la cara de luna de todos los orientales, los ojos abiertos como un concejal…”. Así era Madrid. No daba puntada sin hilo. Entre dos comas asestaba un golpe. Hay un libro extraordinario, ‘Asesinato en América’, que recopila los premios Pulitzer de los grandes crímenes de Estados Unidos. Madrid merecería estar en ese libro coral, entre sus contemporáneos James Mulroy, Alvin Goldstein y Joy Brier.
El caso es que Madrid llegó a ser hasta guía turístico a su pesar de aquellos que querían visitar la calle Cid, la Criolla, y no se atrevían. Todo era muy extraño entonces, ‘très bizarre’. La Sociedad de Atracción de Forasteros, el equivalente de la actual Turisme de Barcelona, recomendaba la visita al local como parte de lo indispensable de una ruta por la ciudad.
Lo dicho antes. Habrá quien diga que la fama de La Criolla se exagera, pero el libro de Villar tiene unos cimentos formidables. Su amigo Lluís Permanyer, fascinado también por “aquella cueva del vicio”, le facilitó una copia íntegra del único material tangible que queda de aquel ‘dancing club’, un libro de firmas de visitantes ilustres, una joya con 535 dedicatorias y 43 dibujos, Opisso entre ellos, cómo no. El tomo es el único que se ha conservado de los tal vez tres o cuatro que hubo en el despacho del dueño de La Criolla, Antonio Sacristán, una dependencia con el primer cristal de Barcelona que era espejo solo por un lado, como el de las ruedas de identificación de la policía, ya que así, desde aquella sala oculta, que presidía una imagen de la Moreneta, podía seguir todo cuanto ocurría en el local y, si era necesario, huir por un pasadizo secreto, que también lo había. Sí, era como una película de Scorsese, pero con personajes extremos de aquí, como María de la Paz Guerrero Molina, hija de una familia de militares de Palma de Mallorca, políglota, pianista, educada en la cristiandad, pero que prefería prostituirse en la calle Cid a saber por qué.
Y ahora, ¿qué?
La aviación italiana borbardeó el barrio en 1938 y el edificio de La Criolla fue borrado de la faz de Barcelona. Sin embargo, no fue aquel ataque el que puso fin a la vida del local, sino el estallido de la guerra civil. Conviene releer ‘Homenaje a Catalunya’, de George Orwell, porque retrata cuán puritanos resultaron ser los anarquistas que tomaron el control de la calles de Barcelona, en “aquella ciudad donde las clases acomodadas habían dejado de existir” y donde “nadie decía señor, ni siquiera usted, sino que todos se llamaban camarada”, y en la que “llamativos carteles animaban a las prostitutas a dejar de prostituirse. Fue entonces cuando, a bordo de un Rolls Royce, Sacristán huyó del chino.
Cerró La Criolla en 1936, pero, claro, el vicio en Barcelona es como los géiseres en Yellowstone. No hay tapón. La presión periódicamente se alivia. El agua nunca ha alcanzado la altura de aquel local del número 10 de la calle Cid. No lejos de ahí abre cada noche el que tal vez sea estos días el bar más canalla de la ciudad. Que tampoco se asuste la municipalidad. No es una criolla revivida. Mañana se lo contamos.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.