Imagen: ABC / El beso de dos mujeres en Montserrat |
Salvador Sostres | French 75, ABC, 2017-04-28
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Dos lesbianas se han besado delante de la Virgen de Montserrat bajo el lema “Las lesbianas también amamos, también follamos”. Eran dos lesbianas de la CUP, para acabarlo de arreglar.
Evidentemente jamás se habrían atrevido a hacer su número en una mezquita, pero tomándome la misma libertad con lo suyo que ellas se han tomado con lo mío, yo siempre he pensado que el lesbianismo no existe.
El lesbianismo es una nostalgia, justo lo contrario del amor entre machos, que es tangible, real, y tiene su propia dinámica física y placentera. En el lesbianismo todo remite al falo ausente, y tanto las realizaciones corporales como las que se llevan a cabo con juguetes de silicona son una sustitución del pene que se añora y da rabia añorarlo.
El lesbianismo no existe. Es una nostalgia, un resentimiento. No sé qué os hemos hecho. Pero en su odio está su penitencia y en cada lesbiana hay un oculto deseo de macho aunque no lo sepa o no quiera saberlo. De ahí su impostura, su inexistencia. Quieren provocar besándose delante de la Virgen, pero la Virgen las mira y sabe que no existen y les extiende su manto misericordioso. Ni siquiera necesita perdonarlas. Sólo acurrucarlas. Pobres. ¿Por qué estáis tan tristes?
Los gais pueden ser a veces un poco femeninos, o muy femeninos si conviene: todos los hombres tenemos al fin y al cabo nuestra parte femenina; pero en sus celebraciones íntimas la mujer ni está ni se la espera y más bien crearía inquietud si compareciera.
Dos mujeres retozando son en cambio un libro de memorias de lo que una vez fue duro y gustó, ahora sustituido por la añoranza de una verga redentora y sin contemplaciones; una añoranza que subyace en sus eróticos juegos que no son más que el quiero y no puedo del macho al que a la vez se desprecia y se reclama, muy como lo que sucede en las películas temáticas de señoritas que entre ellas parece que se apañan, en las que después de varios minutos haciéndonos creer que con lo suyo les basta, ambas acuden al borde de la cama, normalmente de cuatro patas, para decir al fin la verdad entusiasmadas con la virilidad que comparece. Qué bello es verlas volver a casa. La masculinidad en tiempo de saludo en el centro de la escena y todo a su alrededor convertido en apología y fiesta. Se relajan los resentimientos, se desvanecen los fingimientos y se concreta la redención tan esperada como inapelable.
Las lesbianas aman, sí, pero hay que esperarse hasta el final de la película para saber lo que en verdad aman y necesitan e imploran, que es lo que es y no lo que ellas quieren creer. Y es igualmente cierto, sí, que las lesbianas follan entre ellas pero sólo hasta que llega el macho a recordar las cuatro y eternas obviedades y a poner orden.
Besarse delante de una Virgen no es más que la misma prolongación de su juego para que todos las miremos, para reclamar la atención de una virilidad -en esta ocasión en forma de artículo- que las castigue por haber sido malas y las ponga en su sitio.
Evidentemente jamás se habrían atrevido a hacer su número en una mezquita, pero tomándome la misma libertad con lo suyo que ellas se han tomado con lo mío, yo siempre he pensado que el lesbianismo no existe.
El lesbianismo es una nostalgia, justo lo contrario del amor entre machos, que es tangible, real, y tiene su propia dinámica física y placentera. En el lesbianismo todo remite al falo ausente, y tanto las realizaciones corporales como las que se llevan a cabo con juguetes de silicona son una sustitución del pene que se añora y da rabia añorarlo.
El lesbianismo no existe. Es una nostalgia, un resentimiento. No sé qué os hemos hecho. Pero en su odio está su penitencia y en cada lesbiana hay un oculto deseo de macho aunque no lo sepa o no quiera saberlo. De ahí su impostura, su inexistencia. Quieren provocar besándose delante de la Virgen, pero la Virgen las mira y sabe que no existen y les extiende su manto misericordioso. Ni siquiera necesita perdonarlas. Sólo acurrucarlas. Pobres. ¿Por qué estáis tan tristes?
Los gais pueden ser a veces un poco femeninos, o muy femeninos si conviene: todos los hombres tenemos al fin y al cabo nuestra parte femenina; pero en sus celebraciones íntimas la mujer ni está ni se la espera y más bien crearía inquietud si compareciera.
Dos mujeres retozando son en cambio un libro de memorias de lo que una vez fue duro y gustó, ahora sustituido por la añoranza de una verga redentora y sin contemplaciones; una añoranza que subyace en sus eróticos juegos que no son más que el quiero y no puedo del macho al que a la vez se desprecia y se reclama, muy como lo que sucede en las películas temáticas de señoritas que entre ellas parece que se apañan, en las que después de varios minutos haciéndonos creer que con lo suyo les basta, ambas acuden al borde de la cama, normalmente de cuatro patas, para decir al fin la verdad entusiasmadas con la virilidad que comparece. Qué bello es verlas volver a casa. La masculinidad en tiempo de saludo en el centro de la escena y todo a su alrededor convertido en apología y fiesta. Se relajan los resentimientos, se desvanecen los fingimientos y se concreta la redención tan esperada como inapelable.
Las lesbianas aman, sí, pero hay que esperarse hasta el final de la película para saber lo que en verdad aman y necesitan e imploran, que es lo que es y no lo que ellas quieren creer. Y es igualmente cierto, sí, que las lesbianas follan entre ellas pero sólo hasta que llega el macho a recordar las cuatro y eternas obviedades y a poner orden.
Besarse delante de una Virgen no es más que la misma prolongación de su juego para que todos las miremos, para reclamar la atención de una virilidad -en esta ocasión en forma de artículo- que las castigue por haber sido malas y las ponga en su sitio.
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