lunes, 9 de abril de 2018

#hemeroteca #memoria | El día que fusilaron a Gila, se hizo el muerto y salvó al cabo Villegas

Imagen: El País / Miguel Gila
El día que fusilaron a Gila, se hizo el muerto y salvó al cabo Villegas.
Se cumplen 80 años de cómo el humorista se libró de una muerte segura y de cómo este episodio condicionó su inigualable arte.
Juan Sanguino | Icon, El País, 2018-04-09
https://elpais.com/elpais/2018/04/04/icon/1522854507_325597.html

“Nos fusilaron al anochecer, nos fusilaron mal”.

El humorista Miguel Gila (Madrid, 1919 – Barcelona, 2001), que trascendió en la cultura popular española con sus monólogos sobre la guerra, sabía de lo que hablaba. Mediante el surrealismo (“¿está el enemigo? Que se ponga”), el esperpento (“me dice el tío: '¡Oye que me has dado!'; pues no seas el enemigo”) y el costumbrismo (“¿a qué hora piensan atacar mañana? ¿no puede ser por la tarde, después del fútbol?”) Gila proponía un ejercicio terapéutico no tanto de reconciliación con la contienda como de memoria sentimental. Reinventando la Guerra Civil española, reescribiéndola y, por encima de todo, nunca olvidándola. Él mismo fue uno de sus muertos pero, como si de uno de sus chistes absurdos se tratase, vivió para contarlo.

En su autobiografía ‘Y entonces nací yo. Memorias para desmemoriados’ (Temas de Hoy, 1995), Miguel Gila contó por primera vez la noche que fue fusilado. Afiliado a las Juventudes Socialistas Unificadas, mintió sobre su edad (tenía 17 años) para alistarse en el ejército tras el golpe militar de Franco de julio de 1936 y acabaría formando parte del Regimiento Pasionaria. En diciembre de 1938, cuando todavía quedaban cinco meses para el final de la guerra, su cuadrilla ya se daba por vencida vagando por los campos de Córdoba: sin munición, sin camiones y sin agua, fueron capturados por el dichoso “enemigo” (en este caso, la 13.ª división de Yagüe). “No le tenía miedo a la muerte”, recordaba Gila, “estaba tan agotado, tan devorado por los piojos, por el hambre, el frío, el cansancio y la sed, que morir podía ser una liberación”.

La lluvia no dejaba de caer mientras el regimiento de Miguel Gila esperaba a “pagar el precio de la derrota”. Les habían quitado los abrigos, las botas y las mantas y les habían sentado en el suelo durante horas mientras sus captores saqueaban una finca. La dueña, una mujer de unos 30 años, salió de la casa gritando: “¡Viva Franco!”. No le sirvió de nada: la violaron entre todos.

Después llevaron a los detenidos a un descampado. “El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas”, escribió Gila. El alcohol distrajo a los verdugos de formalidades (no hubo “listos, apunten, fuego”) o protocolos: dispararon a los 14 hombres una sola vez, sin rematarlos con un tiro de gracia, y siguieron bebiendo mientras asaban las gallinas robadas.

“Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes”, dijo Miguel Gila, un chaval de 19 años, que se quedó toda la noche haciéndose el muerto en el barro bajo la lluvia mientras sus captores bebían y comían. Al amanecer, cuando ya se habían ido, se incorporó, buscó otros supervivientes y encontró solo uno: el cabo Villegas.

Le hizo un torniquete en el muslo para que dejara de sangrar y le cargó en su hombro para recorrer los 18 kilómetros que separan El Viso de Los Pedroches de Villanueva del Duque (Córdoba). “Me fue difícil cruzar el río [Guadamatilla], sucio y revuelto por las lluvias. El cabo Villegas no pesaba mucho y yo era un muchacho fuerte, pero el terror del fusilamiento había aflojado mis piernas”, confesaba Gila.

Los dos soldados se metieron en la primera casa que encontraron. “El miedo se había quedado atrás, en el lugar del fusilamiento; el hambre y el frío me habían dado el valor o me habían quitado la cobardía. Lo mismo da”, dijo Gila. En el interior había un grupo de legionarios que luchaban en el bando nacional, que “odiaban a los moros”, y le dejaron secar su ropa, le dieron agua, una lata de carne, otra de sardinas, pan, tabaco, tomates, una manta y unas alpargatas y le pidieron que se marchase para no meterse en problemas con sus superiores.

Unas horas después, ya recuperado, Gila se unió a una fila de detenidos. Pasó cinco meses en el campo de prisioneros de Valsequillo (Córdoba), tras los cuales fue trasladado a la cárcel de Yeserías (Madrid) primero y a la de Torrijos (Madrid) después, donde coincidió con el poeta Miguel Hernández. Allí empezó a dibujar viñetas de humor. Estuvo entre rejas menos de un año, hasta el verano de 1939. El cabo Villegas perdió una pierna, pero logró sobrevivir.

Durante los cuatro años posteriores que pasó haciendo el servicio militar comenzó su carrera como escritor cómico en publicaciones como ‘La codorniz’, ‘Hermano lobo’ o ‘Flechas y Pelayos’. En 1951 se subió al escenario del teatro Fontalba (Madrid) e improvisó un monólogo sobre sus experiencias en “la guerra”. Nunca especificaría cuál. No hacía falta.

A mediados de los 50, Miguel Gila ya era un humorista popular. Francisco Franco le invitaba al Palacio de La Granja durante las conmemoraciones anuales del 18 de julio, a pesar de conocer sus afiliaciones socialistas, porque a su mujer Carmen Polo le hacía mucha gracia “lo ocurrente que era”. Gila aseguraba que no tenía identidad política desde que rompió su carnet de las Juventudes Socialistas minutos antes de ser capturado aquella noche de diciembre de 1938.

Y esa fue la clave de su éxito. Si la actriz Carrie Fisher (la heroína de Star Wars) decía que “tienes que coger tu corazón roto y convertirlo en arte”, Miguel Gila agarró su síndrome postraumático (mucho antes de que los psicólogos nombrasen el término), lo zarandeó y no solo lo convirtió en arte sino en una rentable carrera profesional, un legado cultural y un bálsamo social. Gracias a Gila las dos Españas empezaron, poco a poco, a reírse juntas.

Tras un exilio (básicamente por cuestiones de trabajo) de 17 años en Buenos Aires, el humorista regresó definitivamente a España en 1985 y forjó su estatus de icono nacional. Él decía que el humor es la maldad de los hombres dicha con ingenuidad de niño y sus descacharrantes anécdotas sobre el día a día de la guerra demostraron que aquel refrán que asegura que “la comedia es solo el resultado del dolor y el paso del tiempo” podía hacerse realidad incluso en un país con las cicatrices tan mal curadas como España.

“Perdone, ¿podrían ustedes parar la guerra un momento?” era un chascarrillo estrafalario, pero también despojaba a la batalla de heroicidad. Sus participantes, en un bando y en otro, no son héroes ni villanos sino hombres con ganas de regresar a casa y Gila jamás mencionaba a los vencedores ni a los vencidos porque, en realidad, todos habían perdido.

Su comedia resultaba campechana en la forma, pero sofisticada en el fondo. Aquel deje amargo aunque nunca rencoroso, aquella humanidad entrañable y aquel talante resignado forjaron una comedia accesible y universal. Durante los 90, explicaba que Bill Clinton le había contratado para luchar contra Sadam Hussein porque la guerra jamás terminaba y, para Gila, el humor tampoco. En el libro ‘Miguel Gila. Vida y obra de un genio’, de Juan Carlos Ortega y Marc Lobató (Libros del silencio, 2017), Josema Yuste asegura que la comedia de Gila “te tiene que gustar, seas de izquierdas, de derechas, del centro; de arriba, de abajo; seas lo que seas te tiene que gustar”. Juan Marsé describe que “su humor fulmina la grandilocuencia” y Forges alaba que en sus monólogos “todo lo gris del franquismo cotidiano desaparecía, es uno de los tres reyes magos del humor, con Cervantes y Quevedo”.

Gila fue artista que durante décadas consiguió que todo el país dejase de prestar atención a sus diferencias para regodearse en lo que le une. Miguel Gila utilizó su miseria para sacar a España de la trinchera y sentarla en un diván terapéutico desde el cual encontrar cierta paz con sus propios fantasmas. Al fin y al cabo, él era uno de ellos.

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