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31 años de la muerte del pensador francés. Foucault, después de estudiar a gran nivel las relaciones de poder, de lo que se ocupa es de las pequeñas grietas que nos permiten ver la luz, de los mecanismos que fallan, de las líneas de fuga por las que entrar a dinamitar aquello que se desea cambiar.
Germán Santiago, Belén Quejigo | Diagonal Periódico, 2015-06-25
https://www.diagonalperiodico.net/culturas/27158-michel-foucault-por-amor-muchachos.html
Poco antes de morir de sida en el Hospital de la Salpêtrière, donde tanto había investigado sobre el nacimiento de la clínica, las desviaciones de la razón y la locura, los dispositivos sexuales y el hospital como espacio crítico de las sociedades disciplinarias, Michel Foucault se dirigió alegre a sus amigos al enterarse de que existía una enfermedad que castigaba a los homosexuales con la muerte, con la frase “¡Qué sería más bello que morir por el amor a los muchachos!”. Si le damos la razón a Hegel –con todo lo que eso supone– y uno muere de una muerte muy a tono a su sistema, ¿qué otra muerte le estaría reservada a Foucault si no fuese la producida por una enorme pasión?
A estas alturas, explicar quién fue Michel Foucault es ridículo. Existen miles de manuales que, muy a su pesar, desgranan su obra y la dividen, la cortan en los ejes saber-poder-sujeto, le impiden una lectura libre y, como en aquella enciclopedia china de Borges descrita al principio de Las palabras y las cosas, dividen su obra en una infinidad de partes inexistentes que sirven más para que los especialistas se prodiguen en congresos internacionales que para el lector que se acerca de manera humilde a sus libros. Pero si un lector humilde se acercara a su obra y nos preguntara cuál es el centro de su pensamiento, si nos viéramos obligados a reducirlo de esa manera, nos atreveríamos a decirle que de lo único que trata es de lo intolerable. Pero no nos conformaríamos con eso. Nos veríamos fatalmente destinados a someterle a la misma fastidiosa tarea de coger una hoja en blanco y que, como Foucault en aquel curso 1976 en el Collège de France, escribiera una situación que hayan vivido como intolerable y encontraran los dispositivos y estrategias para acabar con ella, para que sienta lo difícil que es luchar y denunciar todo aquello que nos disgusta, y al mismo tiempo crear un discurso valiente con parresía (decir lo que se piensa, pensar lo que se dice), oponer resistencia y buscar líneas de fuga. No hace falta escoger una situación que se nos escape de nuestras pequeñas manos como la guerra, los bombardeos y las ciudades destruidas, por mucho que nos indignen cotidianamente dichas prácticas, sino una propia para una situación concreta con su propia geografía y edad para así no universalizar recetas morales y políticas. Y así de pronto, verá por su propio ojo surgir algo nuevo después de Marx.
En el texto breve “¿Es inútil sublevarse?” publicado en 1979 en el diario Le Monde habla precisamente sobre lo inútil de la recetas universales contra el poder y a favor de la resistencia y equipara esta práctica de libertad a una promesa religiosa de un tiempo por venir que nos redimirá de todo el pasado, pues en todas las sublevaciones hay una especie de promesa de salvación. Pero para Foucault, si algo tiene que aprender la resistencia es a no aprender a salvar su tiempo como si de la religión se tratara, sino a problematizarlo y a limitar sus espacios y, como en ese hermoso libro de El arte de la guerra, conocer contra lo que se puede luchar y contra lo que no, e inventar y multiplicar las formas de resistencia ya que nos encontramos ante una forma de poder radicalmente nueva. La gran práctica de libertad para Foucault será el saber, es decir, conocer cómo funciona el poder. Así dice que probablemente en un pasado próximo, cuando la forma del poder estaba concentrada y funcionaba linealmente, la resistencia en forma de revolución resultaba suficiente para cambiar las cosas, sin embargo ahora la tarea es más complicada es la inventar nuevas formas de resistencia ante nuevas formas de poder porque cada vez que una forma de poder se apropie de la realidad, el tejido social inventará nuevas formas con las que resistir a lo intolerable.
Todo esto no es fácil. Llevemos el problema a un plano microfísico, molecular, casi personal. Nos enfrentamos cada día ante este tipo de situaciones: cuando un jefe nos invade, cuando alguien nos dice cómo deberíamos hacer las cosas, cuando un compañero impone moralmente su criterio, cuando una ley prohíbe alguna práctica o cuando impone otra... Pensemos sobre ellas, sobre lo complejo de su análisis, sobre la búsqueda de soluciones, sobre la imposibilidad de su aplicación, sobre la valentía de revelarse a pequeña escala… Todo esto no es fácil pero una cosa es cierta, siempre que exista poder existirá la resistencia por reprimida que se encuentre porque de no ser así, todo se vería reducido a relaciones de obediencia.
Foucault, después de estudiar a gran nivel las relaciones de poder, de lo que se ocupa es de las pequeñas grietas que nos permiten ver la luz, de los mecanismos que fallan, de las líneas de fuga por las que entrar a dinamitar aquello que se desea cambiar. Tal vez merecería la pena apasionarse por una causa a ojos de la mayoría pequeña e intentar cambiar su rumbo desde el conocimiento profundo de esta causa. Es por eso que movimientos como la PAH y Gamonal han sido efectivos, porque reducen su intensidad a un foco mínimo –mínimo no es sinónimo de fácil ni quiere decir exactamente pequeño–. No podemos cambiar el mundo entero pero sí puede cambiarse un dispositivo, una ley, un decreto, una práctica abusiva y además puede cambiarse a corto plazo porque en un mundo en el que todo cambia, en el que la única continuidad vital es la propia vida humana (antes los imperios y los países sobrevivían a las personas) ¿por qué la revolución tiene que estar en un mundo más allá, en un tiempo por venir y lejano? La revolución (proponemos cambiar el nombre por “prácticas de resistencia”) tiene que poder ser aquí y ahora, y la impaciencia de nuestra libertad nos lleva a quererla aquí y ahora –aunque fracase-. De esa manera evitamos el gatopardismo “que todo cambie para que nada sea diferente” y todas las promesas de felicidad futuras.
Foucault nos invita a focalizar y agrandar las pequeñas causas, nos invita a una resistencia mínima y efectiva. El término “efectividad” resulta bastante problemático en este contexto ya que responde a categorías propias del capitalismo dando lugar a una preguntas urgentes: ¿debe la revolución tener resultados inmediatos, ser productiva, útil rápida, eficiente, espectacular, mediática y eficaz a ese nivel? ¿Debe producirse siguiendo esos esquemas de pensamiento? Tendemos a pensar que todo aquello que no consigue resultado inmediatos, que no es efectivo en un corto plazo o que no es útil, ha fracasado. Tendemos además, a moralizar el concepto fracaso como “lo malo”. ¿Puede fracasar una revolución? Sí y no. En el momento en el que existe una sublevación ya hay una forma de resistencia más a lo establecido. En ese sentido no puede leerse como un fracaso. Pero en otro sentido sí, pues ¿cuánto duran las gentes en las plazas y en las barricadas?
El poeta francés Jean Cocteau decía claramente que las revoluciones duran vivas quince días, y tenía razón. ¿Debemos seguir planteando las formas de resistencia en revolución? La respuesta es no. Las prácticas de resistencia son más efectivas. La revolución es un modelo que ya está agotado. Si nos atenemos a constantes históricas, podemos decir que el entusiasmo revolucionario dura vivo muy poco tiempo y con toda esa energía lo que hay que hacer el encauzarla hacia obras pequeñas en favor, no del gran intelectual que pide el gran cambio total, sino por el intelectual especializado en su campo que decide acabar con lo intolerable en un territorio limitado. Intelectual no sólo quiere decir persona especialidad con carrera universitaria, sino todo aquel que se informe sobre un tema y conozca tan afondo que sea capaz de señalar sus grietas. Un intelectual es todo aquel que domine un tema de cualquier índole. Y para pensar cualquier tema, hace falta tiempo y dedicación. Tiempo que en un presente como el nuestro donde dedicamos aproximadamente entre ocho y diez horas a la jornada laboral que nos impide la conciliación de la vida familiar y laboral con la vida pública, escasea. Bajo esta coyuntura que nos domina, la causa debe tener un territorio bien delimitado y centrarse en el fin a conseguir porque el tiempo que podemos dedicar a la vida pública es mínimo.
Por otro lado, si seguimos la obra de Foucault, el cambio de epistemes, de mentalidad de las personas, es lento pero rápido en su contagio viral. “Vamos despacio porque vamos lejos” podría ser otro de los grandes lemas de la obra de Foucault. Es imposible que las prácticas de resistencia puedan realizarse rápidamente sin conciencia previa de cambio. En ese sentido Foucault nos invita a realizar un manual inmediato y automático de la vida cotidiana en Introducción a un modo de vida no fascista, introducción a la edición americana de El Anti-Edipo (capitalismo y esquizofrenia) de Gilles Deleuze y Félix Guattari, contra todas esas humillaciones diarias, sobre cómo ejercer el papel de la resistencia contra el poder para poder decir “no”, y cómo una persona frente al cadalso o un grupo de personas dice “no” y pese al castigo y la escasa posibilidad de éxito, se sublevan.
Si las sociedades se mantienen y viven, es decir, si los poderes no son “absolutamente absolutos”, es que, detrás de todas las aceptaciones y las coerciones, más allá de las amenazas, de las violencias y de las persuasiones, hay la posibilidad de ese momento en el cual la vida no se canjea más, en el cual los poderes no pueden ya nada y en el cual, ante los cadalsos y las metralletas, los hombres se sublevan. Pero incluso dentro de eso no se encuentra un peligro que seduce, la práctica derivada de lo intolerable más complicada de todas: evitar el fascismo. No el gran fascismo histórico de Hitler y Mussolini , sino el fascismo cotidiano que habita en cada uno de nosotros que nos hace amar el poder y creer que nuestras razones son mejores y más válidas que las del resto. ¿Cómo hacer desaparecer de nuestro discurso y de nuestros actos y de nuestros corazones ? ¿Cómo arrancar ese fascismo incrustado en nuestro comportamiento? He aquí la gran pregunta de su obra.
En este punto, no queremos repetir una vez más la teoría del poder de Foucault, que como ya saben es un poder microfísico que no se encuentra centralizado ni se basta con contarle la cabeza al rey, basado en la relación de fuerzas que no se poseen sino que se ejercen, y que no sólo es negativo (reprime, rechaza, castra) sino que también es algo positivo (produce, perfecciona, construye) y se introduce en los cuerpos desde técnicas disciplinarias (individualizantes y colectivas) como la anatomopolítica y la biopolítica, y que sus formaciones son tanto discursivas (leyes, mandatos, marcos legales) como no discursivas (cárceles, ejército, panópticos, cámaras de seguridad). Esas que caminan desde una razón de Estado que excluye la diferencia, una especie de sentido común del Estado desde una falsa filantropía que separa en una lógica binaria todo el mundo de la vida: bueno-malo, normal-anormal, hombre-mujer, normal-patológico, locura-razón en un sinfín de dualismos que nos conducen a la asfixia de un pensamiento binario blanco-negro, esa historia de Lo Mismo y de Lo Otro.
Todo esto ustedes pueden extraerlo de los libros del mismo Foucault. que por otra parte están perfectamente escritos, son absolutamente claros y uno mismo puede entenderlos sin la necesidad y la vergüenza del eterno comentario, porque lo que hace Foucault no es invadir nuestro mundo de pesimismo con grandes obras académicas dispuestas a ser devoradas, sino mostrarnos que a través del estudio se pueden encontrar líneas de fuga , lo que Foucault nos enseña desde el saber es que somos más libres de lo que pensamos, lo que hace del saber una práctica y no una colección de documentos sino más bien un archivo audiovisual más parecido a una película que a un libro tradicional. Hay que romper las palabras, abrirlas, de ahí su fascinación y sus libros dedicados a la pintura de Manet y Magrite o la literatura de Mallarmé o Roussel. Lo que maravilla de la obra de Foucault son sus descripciones sobre lo que estamos a punto de no ser y su ontología del presente no es más que el estudio sobre qué somos ahora nosotros en este preciso momento de la historia (y no en otro) y subrayar que ese presente es frágil. Foucault es un nuevo archivista que introduce en el pensamiento la infamia. En sus textos La vida de los hombres infames, Locura y sociedad, Historia de la locura en la época clásica o Yo, Pierre Rivière lo muestra, así como cuando en 1971 crea el G.I.P. (grupo de información de prisiones) en Francia mientras redactaba su obra Vigilar y castigar, donde daba voz a los prisioneros tradicionalmente relegados dentro de la elaboración de una teoría de la prisión.
Y por esta senda hemos aprendido quizá, algunas cosas valiosas de su obra, espero que a ojos de algunos puedan valer por sí mismas. No creemos en esas grandes frases “es por tu bien”, “es por tu seguridad”, “me preocupo por ti” (a las que Foucault llamaba “las pequeñas prostitutas del pensamiento”). Hemos aprendido también a desarrollar esa legítima rareza contra toda normatividad, a impedir mi normalización a toda costa –no sabemos muy bien cómo ni con qué resultados-, a denunciar la crueldad disciplinaria, a comprender que el pensamiento es más complejo que lo discursivo, es decir, a pensar no descriptivamente, a no conformarnos con la descripción de una situación sino a ahondar en la complejidad de pensar entre lo discursivo y lo no discursivo pues es en ese entre donde se mueve todo el volumen del saber. Ésta es su gran lucha contra la fenomenología. Además por Foucault sabemos que el saber es algo más que juicios aunque la historia dogmática del pensamiento se haya empeñado en mostrarlo anclado especialmente para las prácticas de libertad y para la sexualidad (de ahí que todos seamos jueces: el vecino, el maestro, la amiga, la hermana, la madre, el transeúnte) y tengamos miedo a la libertad. También nos ha enseñado a denunciar de lo intolerable de un racismo de estado que se basa según su propia razón y sentido que en criminalizar, culpabilizar y buscar responsables del desorden del poder desde sanciones normalizadoras, exámenes y castigos –y que todas esas normas también están de alguna manera en nosotros (anatomopolítica)-.
También es importante señalar que Foucault nos ha enseñado la indignidad de hablar por boca de otros. Es indigno también universalizar los hechos. Que no hay que salvaguardar la identidad en categorías ni palabras. Que no hay ni dialéctica, ni sujeto, ni dios, ni tampoco identidad, que la vida es una obra única de arte de infinitas posibilidades, que no hay que actuar conforme a ninguna norma identitaria sino inventar y multiplicar las posibilidades de vida. Del mismo modo que Foucault afirma que hay momentos en la vida en los que pensar distinto de como se piensa es imprescindible para seguir pensando, podemos afirmar que hay momentos en la vida en los que vivir distinto de como se vive es imprescindible para seguir viviendo. Hemos aprendido que es imprescindible conocer el acontecimiento bajo cuyo signo hemos nacido, geografía única sobre la que seguir pensando y evitar quedarse anclado a un discurso incluso si este discurso pertenece a Foucault. Esa es nuestra tarea y no es fácil. No podemos desistir aunque lo que se combata sea abominable. Es muy difícil. Pero, como en aquellas frases con las que comienza su carrera en el Collège de France el 2 de diciembre de 1971, “hay que continuar”.
A estas alturas, explicar quién fue Michel Foucault es ridículo. Existen miles de manuales que, muy a su pesar, desgranan su obra y la dividen, la cortan en los ejes saber-poder-sujeto, le impiden una lectura libre y, como en aquella enciclopedia china de Borges descrita al principio de Las palabras y las cosas, dividen su obra en una infinidad de partes inexistentes que sirven más para que los especialistas se prodiguen en congresos internacionales que para el lector que se acerca de manera humilde a sus libros. Pero si un lector humilde se acercara a su obra y nos preguntara cuál es el centro de su pensamiento, si nos viéramos obligados a reducirlo de esa manera, nos atreveríamos a decirle que de lo único que trata es de lo intolerable. Pero no nos conformaríamos con eso. Nos veríamos fatalmente destinados a someterle a la misma fastidiosa tarea de coger una hoja en blanco y que, como Foucault en aquel curso 1976 en el Collège de France, escribiera una situación que hayan vivido como intolerable y encontraran los dispositivos y estrategias para acabar con ella, para que sienta lo difícil que es luchar y denunciar todo aquello que nos disgusta, y al mismo tiempo crear un discurso valiente con parresía (decir lo que se piensa, pensar lo que se dice), oponer resistencia y buscar líneas de fuga. No hace falta escoger una situación que se nos escape de nuestras pequeñas manos como la guerra, los bombardeos y las ciudades destruidas, por mucho que nos indignen cotidianamente dichas prácticas, sino una propia para una situación concreta con su propia geografía y edad para así no universalizar recetas morales y políticas. Y así de pronto, verá por su propio ojo surgir algo nuevo después de Marx.
En el texto breve “¿Es inútil sublevarse?” publicado en 1979 en el diario Le Monde habla precisamente sobre lo inútil de la recetas universales contra el poder y a favor de la resistencia y equipara esta práctica de libertad a una promesa religiosa de un tiempo por venir que nos redimirá de todo el pasado, pues en todas las sublevaciones hay una especie de promesa de salvación. Pero para Foucault, si algo tiene que aprender la resistencia es a no aprender a salvar su tiempo como si de la religión se tratara, sino a problematizarlo y a limitar sus espacios y, como en ese hermoso libro de El arte de la guerra, conocer contra lo que se puede luchar y contra lo que no, e inventar y multiplicar las formas de resistencia ya que nos encontramos ante una forma de poder radicalmente nueva. La gran práctica de libertad para Foucault será el saber, es decir, conocer cómo funciona el poder. Así dice que probablemente en un pasado próximo, cuando la forma del poder estaba concentrada y funcionaba linealmente, la resistencia en forma de revolución resultaba suficiente para cambiar las cosas, sin embargo ahora la tarea es más complicada es la inventar nuevas formas de resistencia ante nuevas formas de poder porque cada vez que una forma de poder se apropie de la realidad, el tejido social inventará nuevas formas con las que resistir a lo intolerable.
Todo esto no es fácil. Llevemos el problema a un plano microfísico, molecular, casi personal. Nos enfrentamos cada día ante este tipo de situaciones: cuando un jefe nos invade, cuando alguien nos dice cómo deberíamos hacer las cosas, cuando un compañero impone moralmente su criterio, cuando una ley prohíbe alguna práctica o cuando impone otra... Pensemos sobre ellas, sobre lo complejo de su análisis, sobre la búsqueda de soluciones, sobre la imposibilidad de su aplicación, sobre la valentía de revelarse a pequeña escala… Todo esto no es fácil pero una cosa es cierta, siempre que exista poder existirá la resistencia por reprimida que se encuentre porque de no ser así, todo se vería reducido a relaciones de obediencia.
Foucault, después de estudiar a gran nivel las relaciones de poder, de lo que se ocupa es de las pequeñas grietas que nos permiten ver la luz, de los mecanismos que fallan, de las líneas de fuga por las que entrar a dinamitar aquello que se desea cambiar. Tal vez merecería la pena apasionarse por una causa a ojos de la mayoría pequeña e intentar cambiar su rumbo desde el conocimiento profundo de esta causa. Es por eso que movimientos como la PAH y Gamonal han sido efectivos, porque reducen su intensidad a un foco mínimo –mínimo no es sinónimo de fácil ni quiere decir exactamente pequeño–. No podemos cambiar el mundo entero pero sí puede cambiarse un dispositivo, una ley, un decreto, una práctica abusiva y además puede cambiarse a corto plazo porque en un mundo en el que todo cambia, en el que la única continuidad vital es la propia vida humana (antes los imperios y los países sobrevivían a las personas) ¿por qué la revolución tiene que estar en un mundo más allá, en un tiempo por venir y lejano? La revolución (proponemos cambiar el nombre por “prácticas de resistencia”) tiene que poder ser aquí y ahora, y la impaciencia de nuestra libertad nos lleva a quererla aquí y ahora –aunque fracase-. De esa manera evitamos el gatopardismo “que todo cambie para que nada sea diferente” y todas las promesas de felicidad futuras.
Foucault nos invita a focalizar y agrandar las pequeñas causas, nos invita a una resistencia mínima y efectiva. El término “efectividad” resulta bastante problemático en este contexto ya que responde a categorías propias del capitalismo dando lugar a una preguntas urgentes: ¿debe la revolución tener resultados inmediatos, ser productiva, útil rápida, eficiente, espectacular, mediática y eficaz a ese nivel? ¿Debe producirse siguiendo esos esquemas de pensamiento? Tendemos a pensar que todo aquello que no consigue resultado inmediatos, que no es efectivo en un corto plazo o que no es útil, ha fracasado. Tendemos además, a moralizar el concepto fracaso como “lo malo”. ¿Puede fracasar una revolución? Sí y no. En el momento en el que existe una sublevación ya hay una forma de resistencia más a lo establecido. En ese sentido no puede leerse como un fracaso. Pero en otro sentido sí, pues ¿cuánto duran las gentes en las plazas y en las barricadas?
El poeta francés Jean Cocteau decía claramente que las revoluciones duran vivas quince días, y tenía razón. ¿Debemos seguir planteando las formas de resistencia en revolución? La respuesta es no. Las prácticas de resistencia son más efectivas. La revolución es un modelo que ya está agotado. Si nos atenemos a constantes históricas, podemos decir que el entusiasmo revolucionario dura vivo muy poco tiempo y con toda esa energía lo que hay que hacer el encauzarla hacia obras pequeñas en favor, no del gran intelectual que pide el gran cambio total, sino por el intelectual especializado en su campo que decide acabar con lo intolerable en un territorio limitado. Intelectual no sólo quiere decir persona especialidad con carrera universitaria, sino todo aquel que se informe sobre un tema y conozca tan afondo que sea capaz de señalar sus grietas. Un intelectual es todo aquel que domine un tema de cualquier índole. Y para pensar cualquier tema, hace falta tiempo y dedicación. Tiempo que en un presente como el nuestro donde dedicamos aproximadamente entre ocho y diez horas a la jornada laboral que nos impide la conciliación de la vida familiar y laboral con la vida pública, escasea. Bajo esta coyuntura que nos domina, la causa debe tener un territorio bien delimitado y centrarse en el fin a conseguir porque el tiempo que podemos dedicar a la vida pública es mínimo.
Por otro lado, si seguimos la obra de Foucault, el cambio de epistemes, de mentalidad de las personas, es lento pero rápido en su contagio viral. “Vamos despacio porque vamos lejos” podría ser otro de los grandes lemas de la obra de Foucault. Es imposible que las prácticas de resistencia puedan realizarse rápidamente sin conciencia previa de cambio. En ese sentido Foucault nos invita a realizar un manual inmediato y automático de la vida cotidiana en Introducción a un modo de vida no fascista, introducción a la edición americana de El Anti-Edipo (capitalismo y esquizofrenia) de Gilles Deleuze y Félix Guattari, contra todas esas humillaciones diarias, sobre cómo ejercer el papel de la resistencia contra el poder para poder decir “no”, y cómo una persona frente al cadalso o un grupo de personas dice “no” y pese al castigo y la escasa posibilidad de éxito, se sublevan.
Si las sociedades se mantienen y viven, es decir, si los poderes no son “absolutamente absolutos”, es que, detrás de todas las aceptaciones y las coerciones, más allá de las amenazas, de las violencias y de las persuasiones, hay la posibilidad de ese momento en el cual la vida no se canjea más, en el cual los poderes no pueden ya nada y en el cual, ante los cadalsos y las metralletas, los hombres se sublevan. Pero incluso dentro de eso no se encuentra un peligro que seduce, la práctica derivada de lo intolerable más complicada de todas: evitar el fascismo. No el gran fascismo histórico de Hitler y Mussolini , sino el fascismo cotidiano que habita en cada uno de nosotros que nos hace amar el poder y creer que nuestras razones son mejores y más válidas que las del resto. ¿Cómo hacer desaparecer de nuestro discurso y de nuestros actos y de nuestros corazones ? ¿Cómo arrancar ese fascismo incrustado en nuestro comportamiento? He aquí la gran pregunta de su obra.
En este punto, no queremos repetir una vez más la teoría del poder de Foucault, que como ya saben es un poder microfísico que no se encuentra centralizado ni se basta con contarle la cabeza al rey, basado en la relación de fuerzas que no se poseen sino que se ejercen, y que no sólo es negativo (reprime, rechaza, castra) sino que también es algo positivo (produce, perfecciona, construye) y se introduce en los cuerpos desde técnicas disciplinarias (individualizantes y colectivas) como la anatomopolítica y la biopolítica, y que sus formaciones son tanto discursivas (leyes, mandatos, marcos legales) como no discursivas (cárceles, ejército, panópticos, cámaras de seguridad). Esas que caminan desde una razón de Estado que excluye la diferencia, una especie de sentido común del Estado desde una falsa filantropía que separa en una lógica binaria todo el mundo de la vida: bueno-malo, normal-anormal, hombre-mujer, normal-patológico, locura-razón en un sinfín de dualismos que nos conducen a la asfixia de un pensamiento binario blanco-negro, esa historia de Lo Mismo y de Lo Otro.
Todo esto ustedes pueden extraerlo de los libros del mismo Foucault. que por otra parte están perfectamente escritos, son absolutamente claros y uno mismo puede entenderlos sin la necesidad y la vergüenza del eterno comentario, porque lo que hace Foucault no es invadir nuestro mundo de pesimismo con grandes obras académicas dispuestas a ser devoradas, sino mostrarnos que a través del estudio se pueden encontrar líneas de fuga , lo que Foucault nos enseña desde el saber es que somos más libres de lo que pensamos, lo que hace del saber una práctica y no una colección de documentos sino más bien un archivo audiovisual más parecido a una película que a un libro tradicional. Hay que romper las palabras, abrirlas, de ahí su fascinación y sus libros dedicados a la pintura de Manet y Magrite o la literatura de Mallarmé o Roussel. Lo que maravilla de la obra de Foucault son sus descripciones sobre lo que estamos a punto de no ser y su ontología del presente no es más que el estudio sobre qué somos ahora nosotros en este preciso momento de la historia (y no en otro) y subrayar que ese presente es frágil. Foucault es un nuevo archivista que introduce en el pensamiento la infamia. En sus textos La vida de los hombres infames, Locura y sociedad, Historia de la locura en la época clásica o Yo, Pierre Rivière lo muestra, así como cuando en 1971 crea el G.I.P. (grupo de información de prisiones) en Francia mientras redactaba su obra Vigilar y castigar, donde daba voz a los prisioneros tradicionalmente relegados dentro de la elaboración de una teoría de la prisión.
Y por esta senda hemos aprendido quizá, algunas cosas valiosas de su obra, espero que a ojos de algunos puedan valer por sí mismas. No creemos en esas grandes frases “es por tu bien”, “es por tu seguridad”, “me preocupo por ti” (a las que Foucault llamaba “las pequeñas prostitutas del pensamiento”). Hemos aprendido también a desarrollar esa legítima rareza contra toda normatividad, a impedir mi normalización a toda costa –no sabemos muy bien cómo ni con qué resultados-, a denunciar la crueldad disciplinaria, a comprender que el pensamiento es más complejo que lo discursivo, es decir, a pensar no descriptivamente, a no conformarnos con la descripción de una situación sino a ahondar en la complejidad de pensar entre lo discursivo y lo no discursivo pues es en ese entre donde se mueve todo el volumen del saber. Ésta es su gran lucha contra la fenomenología. Además por Foucault sabemos que el saber es algo más que juicios aunque la historia dogmática del pensamiento se haya empeñado en mostrarlo anclado especialmente para las prácticas de libertad y para la sexualidad (de ahí que todos seamos jueces: el vecino, el maestro, la amiga, la hermana, la madre, el transeúnte) y tengamos miedo a la libertad. También nos ha enseñado a denunciar de lo intolerable de un racismo de estado que se basa según su propia razón y sentido que en criminalizar, culpabilizar y buscar responsables del desorden del poder desde sanciones normalizadoras, exámenes y castigos –y que todas esas normas también están de alguna manera en nosotros (anatomopolítica)-.
También es importante señalar que Foucault nos ha enseñado la indignidad de hablar por boca de otros. Es indigno también universalizar los hechos. Que no hay que salvaguardar la identidad en categorías ni palabras. Que no hay ni dialéctica, ni sujeto, ni dios, ni tampoco identidad, que la vida es una obra única de arte de infinitas posibilidades, que no hay que actuar conforme a ninguna norma identitaria sino inventar y multiplicar las posibilidades de vida. Del mismo modo que Foucault afirma que hay momentos en la vida en los que pensar distinto de como se piensa es imprescindible para seguir pensando, podemos afirmar que hay momentos en la vida en los que vivir distinto de como se vive es imprescindible para seguir viviendo. Hemos aprendido que es imprescindible conocer el acontecimiento bajo cuyo signo hemos nacido, geografía única sobre la que seguir pensando y evitar quedarse anclado a un discurso incluso si este discurso pertenece a Foucault. Esa es nuestra tarea y no es fácil. No podemos desistir aunque lo que se combata sea abominable. Es muy difícil. Pero, como en aquellas frases con las que comienza su carrera en el Collège de France el 2 de diciembre de 1971, “hay que continuar”.
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