Imagen: Cubanet |
“Soy homosexual. Pero eso solo lo saben mi familia y algunos amigos cercanos como tú. En la escuela nadie puede enterarse”
Ernesto Pérez Chang | Cubanet, 2015-06-09
http://www.cubanet.org/destacados/homofobia-en-cuba-quien-tiene-la-culpa/
Más allá del comportamiento de los diferentes grupos humanos, donde el tabú, los conceptos de moral, las normas de comportamiento son elementos bien complejos a la hora de comprender las dinámicas de aceptación y rechazo sociales, las estrategias que emprenden los gobiernos para combatir los crímenes de odio en general determinan la disminución o el aumento de fenómenos como el racismo o la homofobia.
En Cuba, durante años la homosexualidad no solo fue criminalizada sino vinculada con un posicionamiento político disidente. Tachada de “contrarrevolución” y hasta de obstáculo en la construcción del socialismo y del “hombre nuevo”, en la isla la homofobia no suele ser percibida como una expresión de violencia, mucho menos como un delito grave, sino como parte de la “naturaleza del cubano”.
Aún bien entrado el nuevo milenio, escuadrones de policías emprendían redadas contra los homosexuales, mientras que en los centros de estudio, en todos los niveles de educación, se permitía y practicaba el escarnio público contra estudiantes y profesores cuyas preferencias sexuales no coincidían con lo establecido y regulado por el gobierno. Incluso en los expedientes escolares existía un apartado donde se analizaba el “carácter débil o fuerte” de los niños en dependencia de sus interacciones o identificaciones con la “masculinidad” o la “femineidad”.
María del Pilar Oro, maestra jubilada que, durante varios años, fuera directora que una escuela primaria en Arroyo Naranjo, explica cómo se procedía con aquellos niños a los cuales se les observaban “desviaciones en el comportamiento”:
“A los maestros se les orientaba que debían combatir esas conductas. Los niños en los que uno observaba cierta debilidad eran enviados al psicólogo y se hacía un estudio de la familia. (…) El psicólogo era el que determinaba si el niño tenía un problema de amaneramiento o de desviación, en cualquiera de los casos se aumentaba la atención. (…) Si era de rasgos muy femeninos, por ejemplo, se le prohibía jugar o sentarse junto a las niñas, incluso se le cambiaba de maestro. Se le daban tareas para formar el carácter, se le hablaba fuerte, se le ponía a practicar deportes de combate, y sobre todo se hablaba con los padres para que tuvieran mano dura en la casa. (…) No se les golpeaba pero sí se era un poquito más duro con él cuando lloraba por algo, y se le enseñaba a ser fuerte. (…) No había tantos homosexuales como ahora”.
Aunque los “métodos educativos” descrito por la “pedagoga” parecieran haber quedado en el pasado, los testimonios de un maestro de primaria, con varios años de trabajo en el sector, corroboran que, aunque algo flexibilizados, continúan siendo una práctica habitual, mientras que la heterosexualidad se mantiene como un requisito para ocupar una plaza de maestro al menos en los niveles de enseñanza primarios:
“Soy homosexual”, dice este maestro, “pero eso solo lo saben mi familia y algunos amigos cercanos como tú. En la escuela nadie puede enterarse, por eso siempre he trabajado bien lejos de mi casa y en mi vida privada trato de ser muy discreto (…). Me gusta enseñar, esa es mi vocación y por eso no me he ido, pero ganas no me han faltado. (…) Comencé a trabajar siendo un niño, y casi en medio de una verdadera guerra contra los homosexuales, yo mismo tenía que llenar los expedientes y hablar sobre el carácter de los niños. También estuve en reuniones donde expulsaron a profesores solo porque alguien los denunciaba. Se les hacían verdaderos actos de repudio (…). También veía la homosexualidad como un defecto y me sentía muy mal conmigo mismo porque por más que intentaba “curarme” no lo lograba. Claro, yo siempre, para los demás, era un machito. (…) Cuando tenía que llamar a los padres porque un niño era “amanerado”, me sentía un hipócrita. Yo mismo tuve que fingir mi orientación sexual para que no me sacaran de la escuela y hasta me casé bajo esa presión. (…) Había que ser duro con los varones, no te decían que los enseñaras a fajarse [pelearse] pero si un niño que era calificado como “débil de carácter” era desafiado por otro niño, había que dejar que se pelearan, porque se suponía que eso les fortalecía el carácter. (…) La violencia era un método para prevenir la homosexualidad, para erradicarla, un método curativo, y los maestros lo enraizamos en generaciones y generaciones. (…) Tal vez en la secundaria o en el pre [preuniversitario] ya no vigilan el carácter de los alumnos y los profesores pero en las escuelas primarias aún es una parte importante de la “educación”. Mira qué irónico, yo tengo que observar si los niños juegan con los niños o las niñas, los gestos de los varones, los gustos, moldear al niño según su género. Con las hembras no sucede igual, es con los varones, como si no existieran las lesbianas. (…) Toda la ofensiva de los años 70 en las escuelas fue principalmente contra los varones, en la cultura pasaba lo mismo. Recuerda que pertenecíamos al mismo Ministerio, después fue que se creó el MINCULT, pero para entrar a trabajar tenías que llenar una planilla donde una de las preguntas era sobre tu orientación sexual. (…) Yo, como es obvio, no puedo ser un cazador de brujas, particularmente yo me desentiendo de esas aberraciones, pero eso sigue contemplado en mi trabajo como maestro. Nadie ha derogado las orientaciones del “quinquenio gris” ni existe un programa educativo para deshacer todo el mal que se hizo, por el contrario, todavía hoy no está permitido que uno le hable a los niños sobre la diversidad sexual, ni siquiera cuando preguntan. Pudieran botarme de Educación”.
Alain Guzmán tiene 44 años. Trabaja desde los 15 y, según confiesa, “ha hecho de todo para sobrevivir”. Actualmente trabaja como barbero, y adora la profesión, pero le hubiera gustado más ser abogado. No estudió la carrera de sus sueños no porque le faltara capacidad sino porque tuvo que abandonar los estudios:
“Si mis padres hubieran entendido, tal vez yo hubiera aguantado pero desde la primaria yo tuve que soportar los ataques. (…) Mi papá me llevó al médico y eso lo empeoró todo. El psicólogo le dijo que tenía que botarme todos los juguetes y que me comprara un bate y una pelota y me mandara a jugar a la calle, que me pusiera en boxeo o en karate. Si íbamos al parque era a tirar piedras pero nada de montar el columpio ni esas cosas (…). En la escuela era lo mismo. Yo tuve un maestro en 6to. grado, se llamaba Ernesto Manzano. Era insoportable, homofóbico, me llenó el expediente de cosas ofensivas y se burlaba de mí delante de todos. (…) Un día llevé una pelota que tenía unos dibujos rosados, de lo más bonita, y me la reventó con un pincho porque eso era de maricones, me dijo. (…) Este tipo me llevaba a su casa los fines de semana para que yo viera cómo él vivía con su familia, con su esposa. Mis padres se habían divorciado y mi papá no quería saber nada de mí. Mi mamá pensaba que el maestro era la figura fuerte que yo necesitaba para “curarme”. (…) A mí no me gustaba quitarme la camisa, vaya, no me gustaba andar desnudo, por cosas mías, y el tipo [el maestro] me obligaba a salir a jugar sin camisa porque “eso era de hombres”. A veces me ponía a pelear con otros niños para que yo aprendiera y él mismo me enseñaba a golpear, eso fue lo único bueno que me enseñó porque así podía defenderme pero yo soy pacífico, no me gusta fajarme y ya en la secundaria fue más fuerte, todos los días estaba enredado a golpes y, lo peor, es que le decían a mi madre que yo tenía la culpa porque yo tenía que cambiar, que parecía “pajarito”, así mismo le dijo la directora a mi mamá. Lo peor es que mi mamá le hizo caso y entonces me vigilaba, que si cruzaba las piernas para sentarme, que si gesticulaba mucho, que si tenía la voz finita, era una verdadera tortura. En el pre se fue complicando la cosa, hasta que dije “se acabó”. (…) En botella vine para La Habana, tenía 15 añitos, era un bebé (…). Volví a ver a mi mamá hace como cinco años, a mi papá no lo he visto nunca más”.
Los informes sobre discriminaciones, desamparo legal y crímenes de odio no ocupan espacios en los medios de prensa oficiales, a pesar de que los actos de violencia extrema tienden a incrementarse. A diario se tienen noticias de sucesos escalofriantes que apenas levantan tímidos reclamos por parte de las instituciones autorizadas por el gobierno y que solo sirven para dar la sensación de que se ventilan esos asuntos que les son tan molestos. Sin embargo, para discutir públicamente sobre la homofobia es preciso que, antes de analizar las causas de la poca efectividad de las campañas por la diversidad sexual (plagadas de ridículas concesiones a los homófobos), el gobierno cubano reconozca cuánta responsabilidad tuvo y tiene en la estimulación de las conductas de odio y en el incremento de los crímenes contra los homosexuales.
En estos tiempos, cuando en otras naciones y por otros problemas tanto se escucha de la necesidad de las “comisiones de la verdad” como vías para evitar que los gobiernos vuelvan a cometer los mismos errores, resulta imprescindibles una disculpa pública y un debate abierto, sin censura, sin compromisos políticos, sin fingimientos, y moderado no desde instituciones oficiales como el Cenesex, al que, manipuladoramente y desde una postura en esencia homofóbica, han deseado convertir en la cabeza del movimiento LGBT cubano.
Decir las cosas por su nombre, sin temor a sonrojos, sería el comienzo de una verdadera cruzada contra esa indiferencia que padecen las autoridades cubanas cuando se habla de derechos y de igualdades, cuando se pierden y se frustran vidas solo por el “delito” de ser diferentes a lo que algunos pretenden erigir como paradigmas.
En Cuba, durante años la homosexualidad no solo fue criminalizada sino vinculada con un posicionamiento político disidente. Tachada de “contrarrevolución” y hasta de obstáculo en la construcción del socialismo y del “hombre nuevo”, en la isla la homofobia no suele ser percibida como una expresión de violencia, mucho menos como un delito grave, sino como parte de la “naturaleza del cubano”.
Aún bien entrado el nuevo milenio, escuadrones de policías emprendían redadas contra los homosexuales, mientras que en los centros de estudio, en todos los niveles de educación, se permitía y practicaba el escarnio público contra estudiantes y profesores cuyas preferencias sexuales no coincidían con lo establecido y regulado por el gobierno. Incluso en los expedientes escolares existía un apartado donde se analizaba el “carácter débil o fuerte” de los niños en dependencia de sus interacciones o identificaciones con la “masculinidad” o la “femineidad”.
María del Pilar Oro, maestra jubilada que, durante varios años, fuera directora que una escuela primaria en Arroyo Naranjo, explica cómo se procedía con aquellos niños a los cuales se les observaban “desviaciones en el comportamiento”:
“A los maestros se les orientaba que debían combatir esas conductas. Los niños en los que uno observaba cierta debilidad eran enviados al psicólogo y se hacía un estudio de la familia. (…) El psicólogo era el que determinaba si el niño tenía un problema de amaneramiento o de desviación, en cualquiera de los casos se aumentaba la atención. (…) Si era de rasgos muy femeninos, por ejemplo, se le prohibía jugar o sentarse junto a las niñas, incluso se le cambiaba de maestro. Se le daban tareas para formar el carácter, se le hablaba fuerte, se le ponía a practicar deportes de combate, y sobre todo se hablaba con los padres para que tuvieran mano dura en la casa. (…) No se les golpeaba pero sí se era un poquito más duro con él cuando lloraba por algo, y se le enseñaba a ser fuerte. (…) No había tantos homosexuales como ahora”.
Aunque los “métodos educativos” descrito por la “pedagoga” parecieran haber quedado en el pasado, los testimonios de un maestro de primaria, con varios años de trabajo en el sector, corroboran que, aunque algo flexibilizados, continúan siendo una práctica habitual, mientras que la heterosexualidad se mantiene como un requisito para ocupar una plaza de maestro al menos en los niveles de enseñanza primarios:
“Soy homosexual”, dice este maestro, “pero eso solo lo saben mi familia y algunos amigos cercanos como tú. En la escuela nadie puede enterarse, por eso siempre he trabajado bien lejos de mi casa y en mi vida privada trato de ser muy discreto (…). Me gusta enseñar, esa es mi vocación y por eso no me he ido, pero ganas no me han faltado. (…) Comencé a trabajar siendo un niño, y casi en medio de una verdadera guerra contra los homosexuales, yo mismo tenía que llenar los expedientes y hablar sobre el carácter de los niños. También estuve en reuniones donde expulsaron a profesores solo porque alguien los denunciaba. Se les hacían verdaderos actos de repudio (…). También veía la homosexualidad como un defecto y me sentía muy mal conmigo mismo porque por más que intentaba “curarme” no lo lograba. Claro, yo siempre, para los demás, era un machito. (…) Cuando tenía que llamar a los padres porque un niño era “amanerado”, me sentía un hipócrita. Yo mismo tuve que fingir mi orientación sexual para que no me sacaran de la escuela y hasta me casé bajo esa presión. (…) Había que ser duro con los varones, no te decían que los enseñaras a fajarse [pelearse] pero si un niño que era calificado como “débil de carácter” era desafiado por otro niño, había que dejar que se pelearan, porque se suponía que eso les fortalecía el carácter. (…) La violencia era un método para prevenir la homosexualidad, para erradicarla, un método curativo, y los maestros lo enraizamos en generaciones y generaciones. (…) Tal vez en la secundaria o en el pre [preuniversitario] ya no vigilan el carácter de los alumnos y los profesores pero en las escuelas primarias aún es una parte importante de la “educación”. Mira qué irónico, yo tengo que observar si los niños juegan con los niños o las niñas, los gestos de los varones, los gustos, moldear al niño según su género. Con las hembras no sucede igual, es con los varones, como si no existieran las lesbianas. (…) Toda la ofensiva de los años 70 en las escuelas fue principalmente contra los varones, en la cultura pasaba lo mismo. Recuerda que pertenecíamos al mismo Ministerio, después fue que se creó el MINCULT, pero para entrar a trabajar tenías que llenar una planilla donde una de las preguntas era sobre tu orientación sexual. (…) Yo, como es obvio, no puedo ser un cazador de brujas, particularmente yo me desentiendo de esas aberraciones, pero eso sigue contemplado en mi trabajo como maestro. Nadie ha derogado las orientaciones del “quinquenio gris” ni existe un programa educativo para deshacer todo el mal que se hizo, por el contrario, todavía hoy no está permitido que uno le hable a los niños sobre la diversidad sexual, ni siquiera cuando preguntan. Pudieran botarme de Educación”.
Alain Guzmán tiene 44 años. Trabaja desde los 15 y, según confiesa, “ha hecho de todo para sobrevivir”. Actualmente trabaja como barbero, y adora la profesión, pero le hubiera gustado más ser abogado. No estudió la carrera de sus sueños no porque le faltara capacidad sino porque tuvo que abandonar los estudios:
“Si mis padres hubieran entendido, tal vez yo hubiera aguantado pero desde la primaria yo tuve que soportar los ataques. (…) Mi papá me llevó al médico y eso lo empeoró todo. El psicólogo le dijo que tenía que botarme todos los juguetes y que me comprara un bate y una pelota y me mandara a jugar a la calle, que me pusiera en boxeo o en karate. Si íbamos al parque era a tirar piedras pero nada de montar el columpio ni esas cosas (…). En la escuela era lo mismo. Yo tuve un maestro en 6to. grado, se llamaba Ernesto Manzano. Era insoportable, homofóbico, me llenó el expediente de cosas ofensivas y se burlaba de mí delante de todos. (…) Un día llevé una pelota que tenía unos dibujos rosados, de lo más bonita, y me la reventó con un pincho porque eso era de maricones, me dijo. (…) Este tipo me llevaba a su casa los fines de semana para que yo viera cómo él vivía con su familia, con su esposa. Mis padres se habían divorciado y mi papá no quería saber nada de mí. Mi mamá pensaba que el maestro era la figura fuerte que yo necesitaba para “curarme”. (…) A mí no me gustaba quitarme la camisa, vaya, no me gustaba andar desnudo, por cosas mías, y el tipo [el maestro] me obligaba a salir a jugar sin camisa porque “eso era de hombres”. A veces me ponía a pelear con otros niños para que yo aprendiera y él mismo me enseñaba a golpear, eso fue lo único bueno que me enseñó porque así podía defenderme pero yo soy pacífico, no me gusta fajarme y ya en la secundaria fue más fuerte, todos los días estaba enredado a golpes y, lo peor, es que le decían a mi madre que yo tenía la culpa porque yo tenía que cambiar, que parecía “pajarito”, así mismo le dijo la directora a mi mamá. Lo peor es que mi mamá le hizo caso y entonces me vigilaba, que si cruzaba las piernas para sentarme, que si gesticulaba mucho, que si tenía la voz finita, era una verdadera tortura. En el pre se fue complicando la cosa, hasta que dije “se acabó”. (…) En botella vine para La Habana, tenía 15 añitos, era un bebé (…). Volví a ver a mi mamá hace como cinco años, a mi papá no lo he visto nunca más”.
Los informes sobre discriminaciones, desamparo legal y crímenes de odio no ocupan espacios en los medios de prensa oficiales, a pesar de que los actos de violencia extrema tienden a incrementarse. A diario se tienen noticias de sucesos escalofriantes que apenas levantan tímidos reclamos por parte de las instituciones autorizadas por el gobierno y que solo sirven para dar la sensación de que se ventilan esos asuntos que les son tan molestos. Sin embargo, para discutir públicamente sobre la homofobia es preciso que, antes de analizar las causas de la poca efectividad de las campañas por la diversidad sexual (plagadas de ridículas concesiones a los homófobos), el gobierno cubano reconozca cuánta responsabilidad tuvo y tiene en la estimulación de las conductas de odio y en el incremento de los crímenes contra los homosexuales.
En estos tiempos, cuando en otras naciones y por otros problemas tanto se escucha de la necesidad de las “comisiones de la verdad” como vías para evitar que los gobiernos vuelvan a cometer los mismos errores, resulta imprescindibles una disculpa pública y un debate abierto, sin censura, sin compromisos políticos, sin fingimientos, y moderado no desde instituciones oficiales como el Cenesex, al que, manipuladoramente y desde una postura en esencia homofóbica, han deseado convertir en la cabeza del movimiento LGBT cubano.
Decir las cosas por su nombre, sin temor a sonrojos, sería el comienzo de una verdadera cruzada contra esa indiferencia que padecen las autoridades cubanas cuando se habla de derechos y de igualdades, cuando se pierden y se frustran vidas solo por el “delito” de ser diferentes a lo que algunos pretenden erigir como paradigmas.
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