Imagen: El Mundo / Paris, 1986 |
Tres meses antes de morir, el autor de 'Crematorio' dio por terminada 'Paris-Austerlitz', tras 20 años de reescritura.
Manu Llorente | El Mundo, 2015-12-28
http://www.elmundo.es/cultura/2015/12/26/567dd7e946163ff15e8c0277.html
El infierno y el paraíso del amor, los restos de su naufragio, las ilusiones de los primeros momentos, el desencanto... Ese carrusel desbocado de cuando se empieza a conocer (y desconocer) a otro. Eso, y mucho más, es lo que dejó como legado Rafael Chirbes. Parte de la almendra de su última novela, 'Paris-Austerlitz' (Anagrama), que estará en las librerías desde comienzos de enero.
El libro lo dio por concluido en mayo de este año. Su autor murió meses después, el 15 de agosto. Pero estas páginas las estuvo macerando durante dos décadas: lo tomaba y lo dejaba reposar, volvía a él y se distanciaba. Y tiene su sentido. Son 153 páginas intensas, directas, sin concesiones.
En París transcurre buena parte de este ‘tour de force’ entre un joven adolescente español y un hombre francés, Michel. La fascinación entre alguien desvalido que busca y encuentra alguien que lo sostenga. Un amor homosexual relatado con su crudeza y su lirismo, sin escamotear palabras directas, deseos ardientes, urgencias inaplazables.
Nada que ver con esos retratos de la España contemporánea con los que Chirbes alcanzó el respeto casi unánime de la crítica y un respaldo popular que se iba incrementando con cada libro. El espaldarazo lo logró Rafael Chirbes (Tabernes de Valldigna, Valencia, 1949) con la adaptación televisiva de su novela 'Crematorio' (2007), Premio de la Crítica. La minuciosa descripción del despiadado boom inmobiliario, la falta de escrúpulos, el arribismo, los olvidos del compromiso social de algunos empresarios que venían de la izquierda, las traiciones por el dinero fácil, tuvo su culmen con ‘En la orilla’ (2013), Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica y Premio Francisco Umbral al libro del año.
Ya antes, Rafael Chirbes había puesto sus cartas sobre la mesa con libros que abordaban sin piedad la deslealtad política, la existencia amarga de hombres que habían perdido la guerra -y la posguerra-, la amistad, el poder, las relaciones familiares en novelas como ‘La buena letra’ (1992), ‘Los disparos del cazador’ (1994), ‘Los viejos amigos’ (2003)... tan imprescindibles como necesarios. Todo había comenzado con una ‘nouvelle’, ‘Mimoun’ (1998), finalista del Premio Herralde, ambientada en Marruecos. La desolación personal, el sentimiento de desarraigo en un país cercano y extraño, la huida, todo confundido por la bruma de la noche y su lado más oscuro fue saludado por Carmen Martín Gaite con palabras como éstas: "’Mimoun’ consigue ese tono sugerente y misterioso con que aciertan a iniciar su relato los buenos narradores orales y cuya llamada envolvente despierta nuestra atención aletargada".
No es este libro de los más leídos de Chirbes, y es, a la vez, el más próximo a ‘Paris-Austerlitz’ (¿es el título un homenaje a la estación donde llegaban los trenes desde España?). Por el tono, por la oscuridad en que se desenvuelve la trama, lo incierto como futuro, la sospecha, la incertidumbre anidada en la aparente seguridad.
La selva de la pasión
Mas nunca como ahora Rafael Chirbes se había adentrado en la selva de la pasión, donde las reglas -escasas- tienen el arraigo que pueda soportar el primer vendaval. Jamás había apostado -todo a una ficha- por el abismo de una relación a tumba abierta. Y no ya sólo por reproches, por el cerco asfixiante de los celos sino también por las amenazas familiares ante un amor inconcebible para unos padres discretos, esa burguesía en la que no cabe lo que no esté incluido en la palabra decoro, en lo establecido, en la lógica de un futuro previsto y que pueda ser exhibido como fiel prolongación de un modo de vida apacible.
Todo lo arrasa el desenfreno, el alcohol, el deambular nocturno buscando el último café-tabac abierto, la urgencia del sexo, el no tiempo como único mandamiento.
El caleidoscopio de ‘Paris-Austerlitz’ también atesora escenas de violencia, los desgarros de la Segunda Guerra Mundial, la violencia de un padre autoritario y despótico sobre un chaval desamparado, la entrega de una mujer al invasor, la venganza despiadada.
Todo está contenido y todo se muestra con aquella frialdad de los inviernos del estraperlo francés de finales de los 40, de la huida como único sendero para salir del silencio de la desolación, esos años interminables de frío y miseria.
Mas todo se ilumina. Los personajes de la novela (¿hasta qué punto autobiográfica?) se yerguen con el amor como salvación. Es lo único que tienen. En un pequeño apartamento, sin apenas luz, construyen su firmamento. Basta una cama -qué más da que sea estrecha- para que los amantes den la espalda a trabajos de suburbio -ese viaje en autobús aún de madrugada-, rutinarios, mal pagados.
Pero también surge el envés de la fantasía. "El amor como trampa mortal", puede leerse en Paris-Austerlitz. La aparición de "las manchas que tanto me habían preocupado".
Y aparece, mientras se lee esta novela, la figura de Jaime Gil de Biedma. Y su poema 'Pandémica y Celeste'. Y estos versos: "Para saber de amor, para aprenderle,/ haber estado solo es necesario./ Y es necesario en cuatrocientas noches/ -con cuatrocientos cuerpos diferentes-/ haber hecho el amor...".
Uno lee este libro sobrecogido; asiste a los encuentros y desencuentros como si se estuviera allí mismo, en el escenario donde comen, aman, pasean, se emborrachan, madrugan, se enfadan, se extrañan. El lector es testigo mudo y voraz de lo que acontece. Como si fuese un cámara que filmara todas las escenas de la novela. Y luego, cuando abandona la lectura, la película le persigue, las imágenes le asaltan, y le acompañan.
El hombre que vivía solo en Beniarbeig (Alicante), con dos perros y dos gatos, que se dedicaba a leer y a cocinar más que a leer estos últimos años; el mismo que fue venerado antes en Alemania que en su tierra; ese que supo de cocina antes de que presumir de ello fuera una tarjeta de presentación -dirigió la revista Sobremesa-, ha cambiado el pie, nos ha cambiado el pie. Ha venido a decir "aquí os dejo esto, nada que ver con lo que os he acostumbrado, a ver cómo lo veis". Y nos ha dejado en silencio. Asombrados. Con ganas de más. Con el propósito de volver a leerlo. Como si no nos importara otra cosa.
El libro lo dio por concluido en mayo de este año. Su autor murió meses después, el 15 de agosto. Pero estas páginas las estuvo macerando durante dos décadas: lo tomaba y lo dejaba reposar, volvía a él y se distanciaba. Y tiene su sentido. Son 153 páginas intensas, directas, sin concesiones.
En París transcurre buena parte de este ‘tour de force’ entre un joven adolescente español y un hombre francés, Michel. La fascinación entre alguien desvalido que busca y encuentra alguien que lo sostenga. Un amor homosexual relatado con su crudeza y su lirismo, sin escamotear palabras directas, deseos ardientes, urgencias inaplazables.
Nada que ver con esos retratos de la España contemporánea con los que Chirbes alcanzó el respeto casi unánime de la crítica y un respaldo popular que se iba incrementando con cada libro. El espaldarazo lo logró Rafael Chirbes (Tabernes de Valldigna, Valencia, 1949) con la adaptación televisiva de su novela 'Crematorio' (2007), Premio de la Crítica. La minuciosa descripción del despiadado boom inmobiliario, la falta de escrúpulos, el arribismo, los olvidos del compromiso social de algunos empresarios que venían de la izquierda, las traiciones por el dinero fácil, tuvo su culmen con ‘En la orilla’ (2013), Premio Nacional de Narrativa, Premio de la Crítica y Premio Francisco Umbral al libro del año.
Ya antes, Rafael Chirbes había puesto sus cartas sobre la mesa con libros que abordaban sin piedad la deslealtad política, la existencia amarga de hombres que habían perdido la guerra -y la posguerra-, la amistad, el poder, las relaciones familiares en novelas como ‘La buena letra’ (1992), ‘Los disparos del cazador’ (1994), ‘Los viejos amigos’ (2003)... tan imprescindibles como necesarios. Todo había comenzado con una ‘nouvelle’, ‘Mimoun’ (1998), finalista del Premio Herralde, ambientada en Marruecos. La desolación personal, el sentimiento de desarraigo en un país cercano y extraño, la huida, todo confundido por la bruma de la noche y su lado más oscuro fue saludado por Carmen Martín Gaite con palabras como éstas: "’Mimoun’ consigue ese tono sugerente y misterioso con que aciertan a iniciar su relato los buenos narradores orales y cuya llamada envolvente despierta nuestra atención aletargada".
No es este libro de los más leídos de Chirbes, y es, a la vez, el más próximo a ‘Paris-Austerlitz’ (¿es el título un homenaje a la estación donde llegaban los trenes desde España?). Por el tono, por la oscuridad en que se desenvuelve la trama, lo incierto como futuro, la sospecha, la incertidumbre anidada en la aparente seguridad.
La selva de la pasión
Mas nunca como ahora Rafael Chirbes se había adentrado en la selva de la pasión, donde las reglas -escasas- tienen el arraigo que pueda soportar el primer vendaval. Jamás había apostado -todo a una ficha- por el abismo de una relación a tumba abierta. Y no ya sólo por reproches, por el cerco asfixiante de los celos sino también por las amenazas familiares ante un amor inconcebible para unos padres discretos, esa burguesía en la que no cabe lo que no esté incluido en la palabra decoro, en lo establecido, en la lógica de un futuro previsto y que pueda ser exhibido como fiel prolongación de un modo de vida apacible.
Todo lo arrasa el desenfreno, el alcohol, el deambular nocturno buscando el último café-tabac abierto, la urgencia del sexo, el no tiempo como único mandamiento.
El caleidoscopio de ‘Paris-Austerlitz’ también atesora escenas de violencia, los desgarros de la Segunda Guerra Mundial, la violencia de un padre autoritario y despótico sobre un chaval desamparado, la entrega de una mujer al invasor, la venganza despiadada.
Todo está contenido y todo se muestra con aquella frialdad de los inviernos del estraperlo francés de finales de los 40, de la huida como único sendero para salir del silencio de la desolación, esos años interminables de frío y miseria.
Mas todo se ilumina. Los personajes de la novela (¿hasta qué punto autobiográfica?) se yerguen con el amor como salvación. Es lo único que tienen. En un pequeño apartamento, sin apenas luz, construyen su firmamento. Basta una cama -qué más da que sea estrecha- para que los amantes den la espalda a trabajos de suburbio -ese viaje en autobús aún de madrugada-, rutinarios, mal pagados.
Pero también surge el envés de la fantasía. "El amor como trampa mortal", puede leerse en Paris-Austerlitz. La aparición de "las manchas que tanto me habían preocupado".
Y aparece, mientras se lee esta novela, la figura de Jaime Gil de Biedma. Y su poema 'Pandémica y Celeste'. Y estos versos: "Para saber de amor, para aprenderle,/ haber estado solo es necesario./ Y es necesario en cuatrocientas noches/ -con cuatrocientos cuerpos diferentes-/ haber hecho el amor...".
Uno lee este libro sobrecogido; asiste a los encuentros y desencuentros como si se estuviera allí mismo, en el escenario donde comen, aman, pasean, se emborrachan, madrugan, se enfadan, se extrañan. El lector es testigo mudo y voraz de lo que acontece. Como si fuese un cámara que filmara todas las escenas de la novela. Y luego, cuando abandona la lectura, la película le persigue, las imágenes le asaltan, y le acompañan.
El hombre que vivía solo en Beniarbeig (Alicante), con dos perros y dos gatos, que se dedicaba a leer y a cocinar más que a leer estos últimos años; el mismo que fue venerado antes en Alemania que en su tierra; ese que supo de cocina antes de que presumir de ello fuera una tarjeta de presentación -dirigió la revista Sobremesa-, ha cambiado el pie, nos ha cambiado el pie. Ha venido a decir "aquí os dejo esto, nada que ver con lo que os he acostumbrado, a ver cómo lo veis". Y nos ha dejado en silencio. Asombrados. Con ganas de más. Con el propósito de volver a leerlo. Como si no nos importara otra cosa.
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