Ha llegado el momento de pedirles algo más a los creyentes islámicos, a la vez que nos lo pedimos a nosotros mismos. Por encima del credo de cada uno tiene que prevalecer la pertenencia pública a una comunidad civil.
Vicente Molina Foix · Escritor | El País, 2015-12-29
http://elpais.com/elpais/2015/12/17/opinion/1450366822_154204.html
La palabra ha gozado siempre de buena fama, asociada al consejo que le da una madre al hijo un sábado por la noche, “bebe con moderación”, el ministerio del ramo a los conductores del parque automovilístico, “modere la velocidad”, o los curas al pecador genuflexo en el confesionario, “modera tus instintos”. En un pasado que hoy nos parece remoto e inverosímil, el adjetivo se aplicaba también a los políticos catalanes de centro-derecha, pero esa aplicación ha caído en desuso; últimamente se utiliza mucho en la prensa, casi siempre unido al islam.
Es preciso revisar las moderaciones contemporáneas, y entre ellas ninguna más necesitada de una urgente ortopedia que el llamado islamismo moderado, un concepto legítimo en su raíz pero actualmente borroso. Y nada lo ha puesto más en evidencia que los crímenes terroristas que empezaron en enero de este año en París, siguieron en Túnez y Egipto, y ya se verá cuándo acaban. La diferencia entre el yihadista que dispara a mansalva o hace volar por los aires a los inocentes al grito de Alá y aquellos musulmanes que de ningún modo condenan el crimen es evidente, y no hay que insistir más en ella, del mismo modo que nadie sensato pretendía, ni en los tiempos del crimen sistemático de la banda ETA, que los cientos de miles de ciudadanos vascos que no ponían bombas pero miraban a otro lado cuando estallaban en los supermercados tuvieran que ir a la cárcel, aun siendo cómplices, como lo eran. Hoy sin embargo, y desde hace cierto tiempo, a los ejecutantes y colaboradores del terrorismo etarra se les pide, cumplida la pena jurídica, retribución verbal y expiación, y algunos las llevan a cabo. Ha llegado el momento de pedirles algo más a los creyentes islámicos, a la vez que nos lo pedimos a nosotros mismos, pertenezcamos a alguna religión o a ninguna.
La respuesta de condena a la más reciente matanza parisiense por parte de la inmensa mayoría de los musulmanes europeos es sin duda sincera y ha de ser altamente valorada, sobre todo cuando adquiere el relieve de la expresada por el Consejo Francés del Culto Musulmán (CFCM), y, en especial, por el imán de la Gran Mezquita de París, que hacía hincapié en el obligado compromiso de acatamiento de sus fieles a los valores republicanos que chocan o se apartan de los mandamientos del Corán. Incluso entre nosotros, la mezquita de la M-30 de Madrid, conocida como semillero de la predicación salafista más extrema (así lo señaló, en una interesantísima y poco difundida entrevista, un alto comisionado religioso del rey de Marruecos de visita en España), se sintió obligada, pocos días después de esa entrevista y de los atentados del 13 de noviembre, a emitir unas declaraciones ‘moderadas’.
Es notorio que sólo desde dentro del islam, es decir, con la convicción de sus practicantes, incluyendo a los más fervorosos, de que por encima del íntimo credo está la pertenencia pública a una comunidad civil, sólo, repito, asumiendo tal actitud, se podrán hacer avances significativos para detener la deriva violenta de los kamikazes que invocan al Profeta mientras asesinan. Entre esos practicantes están, naturalmente, los altos dignatarios y dirigentes políticos mahometanos de una u otra facción religiosa, pertenecientes todos, en distinto grado, a la categoría de colaboradores o socios de los regímenes occidentales. Lo preocupante es que por razones de conveniencia política y alianzas de tipo militar o estratégico, Occidente ha de contar con un Oriente que no pocas veces se dedica a atropellar en su propio territorio los derechos humanos, como es el caso de la Turquía ‘moderada’ (yo la llamaría integrista) de Erdogan, o, de manera extrema, la Arabia Saudí del sultán Salman bin Abdulaziz, monarca festejado por todas las élites y casas reinantes europeas mientras, entre sus últimas fechorías, está la de condenar a muerte sin remisión a un reconocido poeta palestino pero nacido en Arabia Saudí, Ashraf Fayad, comisario internacional de la Bienal de Venecia, cuyo delito fue exponer en su libro ‘Instructions Within’ (‘Las instrucciones, dentro’) sus ideas filosóficas de no creyente, lo que le hizo merecer primero una pena de cuatro años de cárcel y 800 latigazos, y ahora la muerte, por apostasía.
Otros países islámicos con gobiernos ‘moderados’ no llegan a tanto, pero instauran en sus propios confines la intolerancia, la discriminación femenina y la injerencia violenta en la privacidad de los ciudadanos. ¿Sólo ellos? Lo preocupante alcanza lo terrible cuando en esas alianzas democráticas de una guerra contra el terrorismo participan regímenes ajenos a la órbita musulmana y ellos mismos radicalmente ‘no moderados’, como Rusia o —pertenecientes estos a la Unión Europea— Polonia y Hungría. Ahora bien, ¿hasta qué punto somos moderados todos los españoles, o lo son los franceses cristianísimos que votan a Marine Le Pen y las gentes de Gran Bretaña o Suecia que favorecen opciones de odio al diferente, al desposeído, al extranjero? Y la pregunta crucial: ¿puede ser ‘moderada’ la democracia, puede una autoridad gubernamental o religiosa imponer la moderación de los instintos, hacer que la vida privada se conduzca según un código teocrático de la circulación?
No es tolerable una ‘democracia a la carta’, hecha de territorios vedados, de salvedades y bulas prudenciales que permitan en nombre de Dios no ya matar sino simplemente hostigar y recortar brutalmente el vivir libre. La libertad de conciencia es una, común a todos aun siendo plural, y si bien cada persona es responsable de cumplir los principios morales que le sean propios, de ningún modo debe aceptarse que por esos principios y esas creencias un conductor de autobús franco-musulmán se niegue a tomar el volante que acaba de dejar, acabado su turno, una compañera de trabajo, o un ministro islamista se ausente de la manifestación por los muertos de ‘Charlie Hebdo’ y del supermercado ‘kosher’. ¿O es que no todas las matanzas son igual de odiosas?
Así que mi última pregunta es: ¿saldrían a la calle a orar y a llorar, a protestar, a pedir guerra, musulmanes y católicos integristas de Francia si un yihadista suicida explotara su cinturón en medio de una manifestación de mujeres pidiendo el humanísimo derecho al aborto, o si los fusilamientos y bombas del Bataclan hubieran sido en una discoteca gay del Marais, donde abundan, y se mueven con plena libertad mujeres y hombres homosexuales que en países miembros de esta nueva cruzada serían detenidos o lapidados?
Es preciso revisar las moderaciones contemporáneas, y entre ellas ninguna más necesitada de una urgente ortopedia que el llamado islamismo moderado, un concepto legítimo en su raíz pero actualmente borroso. Y nada lo ha puesto más en evidencia que los crímenes terroristas que empezaron en enero de este año en París, siguieron en Túnez y Egipto, y ya se verá cuándo acaban. La diferencia entre el yihadista que dispara a mansalva o hace volar por los aires a los inocentes al grito de Alá y aquellos musulmanes que de ningún modo condenan el crimen es evidente, y no hay que insistir más en ella, del mismo modo que nadie sensato pretendía, ni en los tiempos del crimen sistemático de la banda ETA, que los cientos de miles de ciudadanos vascos que no ponían bombas pero miraban a otro lado cuando estallaban en los supermercados tuvieran que ir a la cárcel, aun siendo cómplices, como lo eran. Hoy sin embargo, y desde hace cierto tiempo, a los ejecutantes y colaboradores del terrorismo etarra se les pide, cumplida la pena jurídica, retribución verbal y expiación, y algunos las llevan a cabo. Ha llegado el momento de pedirles algo más a los creyentes islámicos, a la vez que nos lo pedimos a nosotros mismos, pertenezcamos a alguna religión o a ninguna.
La respuesta de condena a la más reciente matanza parisiense por parte de la inmensa mayoría de los musulmanes europeos es sin duda sincera y ha de ser altamente valorada, sobre todo cuando adquiere el relieve de la expresada por el Consejo Francés del Culto Musulmán (CFCM), y, en especial, por el imán de la Gran Mezquita de París, que hacía hincapié en el obligado compromiso de acatamiento de sus fieles a los valores republicanos que chocan o se apartan de los mandamientos del Corán. Incluso entre nosotros, la mezquita de la M-30 de Madrid, conocida como semillero de la predicación salafista más extrema (así lo señaló, en una interesantísima y poco difundida entrevista, un alto comisionado religioso del rey de Marruecos de visita en España), se sintió obligada, pocos días después de esa entrevista y de los atentados del 13 de noviembre, a emitir unas declaraciones ‘moderadas’.
Es notorio que sólo desde dentro del islam, es decir, con la convicción de sus practicantes, incluyendo a los más fervorosos, de que por encima del íntimo credo está la pertenencia pública a una comunidad civil, sólo, repito, asumiendo tal actitud, se podrán hacer avances significativos para detener la deriva violenta de los kamikazes que invocan al Profeta mientras asesinan. Entre esos practicantes están, naturalmente, los altos dignatarios y dirigentes políticos mahometanos de una u otra facción religiosa, pertenecientes todos, en distinto grado, a la categoría de colaboradores o socios de los regímenes occidentales. Lo preocupante es que por razones de conveniencia política y alianzas de tipo militar o estratégico, Occidente ha de contar con un Oriente que no pocas veces se dedica a atropellar en su propio territorio los derechos humanos, como es el caso de la Turquía ‘moderada’ (yo la llamaría integrista) de Erdogan, o, de manera extrema, la Arabia Saudí del sultán Salman bin Abdulaziz, monarca festejado por todas las élites y casas reinantes europeas mientras, entre sus últimas fechorías, está la de condenar a muerte sin remisión a un reconocido poeta palestino pero nacido en Arabia Saudí, Ashraf Fayad, comisario internacional de la Bienal de Venecia, cuyo delito fue exponer en su libro ‘Instructions Within’ (‘Las instrucciones, dentro’) sus ideas filosóficas de no creyente, lo que le hizo merecer primero una pena de cuatro años de cárcel y 800 latigazos, y ahora la muerte, por apostasía.
Otros países islámicos con gobiernos ‘moderados’ no llegan a tanto, pero instauran en sus propios confines la intolerancia, la discriminación femenina y la injerencia violenta en la privacidad de los ciudadanos. ¿Sólo ellos? Lo preocupante alcanza lo terrible cuando en esas alianzas democráticas de una guerra contra el terrorismo participan regímenes ajenos a la órbita musulmana y ellos mismos radicalmente ‘no moderados’, como Rusia o —pertenecientes estos a la Unión Europea— Polonia y Hungría. Ahora bien, ¿hasta qué punto somos moderados todos los españoles, o lo son los franceses cristianísimos que votan a Marine Le Pen y las gentes de Gran Bretaña o Suecia que favorecen opciones de odio al diferente, al desposeído, al extranjero? Y la pregunta crucial: ¿puede ser ‘moderada’ la democracia, puede una autoridad gubernamental o religiosa imponer la moderación de los instintos, hacer que la vida privada se conduzca según un código teocrático de la circulación?
No es tolerable una ‘democracia a la carta’, hecha de territorios vedados, de salvedades y bulas prudenciales que permitan en nombre de Dios no ya matar sino simplemente hostigar y recortar brutalmente el vivir libre. La libertad de conciencia es una, común a todos aun siendo plural, y si bien cada persona es responsable de cumplir los principios morales que le sean propios, de ningún modo debe aceptarse que por esos principios y esas creencias un conductor de autobús franco-musulmán se niegue a tomar el volante que acaba de dejar, acabado su turno, una compañera de trabajo, o un ministro islamista se ausente de la manifestación por los muertos de ‘Charlie Hebdo’ y del supermercado ‘kosher’. ¿O es que no todas las matanzas son igual de odiosas?
Así que mi última pregunta es: ¿saldrían a la calle a orar y a llorar, a protestar, a pedir guerra, musulmanes y católicos integristas de Francia si un yihadista suicida explotara su cinturón en medio de una manifestación de mujeres pidiendo el humanísimo derecho al aborto, o si los fusilamientos y bombas del Bataclan hubieran sido en una discoteca gay del Marais, donde abundan, y se mueven con plena libertad mujeres y hombres homosexuales que en países miembros de esta nueva cruzada serían detenidos o lapidados?
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