Imagen: ctxt / Un 'salón' de Henri de Toulouse-Lautrec |
Una cosa es desear un mundo sin prostitución y otra muy distinta es querer impedir que mujeres prostitutas hablen en la universidad. Hace falta haber olvidado muchas cosas fundamentales para demostrar semejante grado de intolerancia.
Clara Serra | ctxt, 2019-09-16
https://ctxt.es/es/20190911/Firmas/28259/Clara-Serra-debate-universidad-A-Coru%C3%B1a-prostitucion-libertad-de-expresi%C3%B3n.htm
“No estoy de acuerdo con lo que dice,
pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo” - Voltaire
Este verano ha habido debate con la problemática cancelación del concierto de C Tangana o la actuación en el Festival BioRitme del grupo SFDK, y muchas feministas hemos dicho que ese es un camino sin salida, que el feminismo debe ser coherente y radical en la defensa de la libertad de expresión. Desde el cambio del Código Penal y la aprobación de la Ley Mordaza en 2015, la libertad de información y de opinión ha sufrido un grave retroceso en nuestro país y eso nos sitúa a todas y a todos ante la responsabilidad de trabajar por defender y ensanchar esas libertades. El feminismo tiene mucho que decir en todo esto, empezando por el fondo de la cuestión.
Si tuviera que explicarles a mis alumnos y alumnas de Filosofía por qué la libertad de expresión es irrenunciable, les diría que su razón de ser, como la de muchas otras instituciones o principios del Estado de derecho, es renunciar a una visión autosuficiente y todopoderosa –que tiene mucho de masculina y que la teoría feminista se ha encargado de criticar–. Si es irrenunciable la presunción de inocencia, la división de poderes o la libertad de expresión es porque quienes defendemos todas esas cosas hemos asumido algo: los seres humanos somos imperfectos y falibles. Tan cierto es que vamos buscando verdades y justicias como que nunca podemos decir que ya las hemos encontrado. En nuestras sociedades dotamos de reconocimiento y autoridad a determinados expertos, como son los profesores catedráticos, los tribunales de oposición, los parlamentos, los gobiernos o los tribunales. Pero por mucho que les demos herramientas para saber o juzgar ciertas cosas y por mucho que reconozcamos la legitimidad de todas esas autoridades, aun así no hay manera segura y definitiva de asegurar que no se puedan equivocar y, por tanto, que nosotros, la sociedad que juzga o conoce a través de ellas, no nos podamos equivocar.
Por eso, porque no creemos que ningún poder sea todopoderoso, dividimos el poder. Por si no tuviera la razón un gobierno, dejamos que un parlamento lo pueda desautorizar. Por si no tuviera razón un parlamento, habilitamos mecanismos para que un tribunal pueda enmendar sus decisiones. Por si no tuviera razón un magistrado juzgando un delito, presumimos siempre la inocencia y se lo ponemos más difícil al que acusa que al que es acusado. Por si acaso los parlamentos no deliberaran bien, los gobiernos no acertaran o las sentencias no fueran justas, establecemos la libertad de prensa o el derecho de manifestación. E incluso, por si acaso un pueblo entero se equivocara –porque asumimos que incluso eso puede pasar–, protegemos la posibilidad de decir cosas que vayan a contracorriente. No solo la libertad de decir cosas contrarias a lo que dice un rey, un presidente o un papa, también protegemos la libertad de decir cosas contrarias a lo que piensa un pueblo, cosas que pueden no gustar a la mayoría pero que deben poder decirse en periódicos, canciones, películas, ensayos o novelas. Por todo eso, porque nos hemos comprometido a pensarnos imperfectos y falibles, defendemos la libertad de expresión, que es, cuando nos la tomamos en serio, no solo la libertad de los “buenos” de expresarse contra los “malos y poderosos” (¡qué fácil!), sino el compromiso de defender justamente a los otros, defender el derecho de hablar de aquellos con los que estamos en desacuerdo.
Es por esta misma razón que está en el fondo de la cuestión, porque pensamos que nadie nunca debería creerse en posesión de una verdad definitiva, por lo que discutimos y debatimos en público: explicamos nuestras posturas y nos exponemos a que nos quiten la razón. La calidad democrática de un país se mide, entre otras cosas, por el apego que la gente tenga a las instituciones del Estado de derecho y, muy particularmente, por lo impregnado que esté el espacio público de una amplia cultura del debate. De nuevo, el feminismo tiene mucho que decir en esto. En este ciclo político hemos hablado mucho de la feminización de la política y de qué podría significar desmasculinizar los parlamentos y las instituciones, pero me parece igual de necesario preguntarnos qué sería una cultura del debate libre de la egocéntrica convicción de que uno lo sabe todo, de la testosterónica necesidad de negar al otro o de la autoritaria lógica del conmigo o contra mí. Solo si creemos que no tenemos toda la razón –quizás es más fácil si no nos va la hombría y la masculinidad en ello–, podemos reconocer que existen las opiniones contrarias, podemos admitir la complejidad de un debate aunque ya hayamos tomado partido en él, podemos entender el sentido de las preguntas de otros y podemos, incluso, ponernos en su lugar para rastrear la lógica en algunas de sus razones. Desmasculinizar el debate es admitir que podríamos aprender con él, que podríamos movernos de lugar, que alguien podría convencernos de algo que antes no pensábamos. Estar dispuestas a cambiar de opinión, que para algunos es vivido como derrota y como humillación, es, sin embargo, una muestra de fortaleza y el feminismo tiene mucho que aportar en la defensa del debate sin miedo. Porque hay, en el fondo, miedo y cobardía en la necesidad de negar al otro la existencia y en el vivir su discrepancia como una amenaza. Hay fortaleza y modestia en la posibilidad de concebir que alguien podría venir a convencerte de algo que antes no pensabas. Y no es una defensa del relativismo; creer en una idea y querer defenderla a capa y espada no solo es legítimo, es la renuncia a la indiferencia y al cinismo, pero solo exponiéndonos a que otros la discutan y la rebatan elegimos, al mismo tiempo, vacunarnos contra el totalitarismo.
El feminismo tiene dos escenarios principales en los que ser ejemplo en cuanto a su cultura del debate, el primero es el debate con los adversarios, en el cual –y como contraejemplo a la política del plasma o la soberbia de ciertos líderes– puede demostrar la capacidad de discutir al machismo y a la reacción con argumentos y razones y no con censuras. El segundo es el escenario de los debates internos, en el cual está en juego una potencia y una riqueza que siempre ha acompañado al feminismo. A diferencia de otros movimientos, el movimiento feminista tiene la virtud y la fortaleza de no ser una escuela, de no tener una ortodoxia, de no nacer de un libro originario; de ser, en definitiva, una gran conversación entre épocas y corrientes. Si el feminismo no tiene en su historia excomuniones o exilios forzosos en Siberia es porque desde siempre en su interior ha coexistido la pluralidad, porque hemos sido capaces de considerar compañeras a aquellas con las que mantenemos abiertos discusiones y debates, porque hemos reconocido como feministas a mujeres con las que tenemos no solo acuerdos sino también diferencias y disensos.
En el seno del feminismo existe desde hace mucho un gran debate sobre la prostitución y hay, para muchas de nosotras, motivos para estar preocupadas con la manera de abordarlo por parte de algunas compañeras. Hace pocos días, las redes sociales fueron escenario de la polémica que ha levantado el hecho de que la Universidad de A Coruña vaya a ser sede de una jornada a la que asistirán prostitutas para, entre otras cosas, hablar en primera persona acerca de las situaciones que viven día a día, por ejemplo la violencia a la que están expuestas. Para asombro de muchas de nosotras, cierto sector del abolicionismo salió a criticar, no ya la postura que presumiblemente defenderán en esa jornada algunas de sus participantes –cosa contra la cual están en todo su derecho de aportar argumentos–, sino la existencia misma de la jornada que, bajo su punto, de vista no debe realizarse en una universidad pública. En este caso, como en otros, estos sectores del feminismo abolicionista han vuelto a defender tres posiciones que son francamente problemáticas para cualquier persona comprometida con el debate y la libertad de expresión.
La primera es la negación del debate mismo. “No hay debate” es una sorprendente posición de un dogmatismo apabullante. Como si por negarlo fuera a dejar de existir. En nuestro país y en el resto del mundo, el feminismo cuenta con corrientes que defienden el reconocimiento de derechos laborales para las prostitutas y cuenta también con otros sectores que se reivindican abolicionistas. Cuando referentes actuales del feminismo como Nancy Fraser, Judith Butler, Ángela Davis o Marta Lamas defienden una postura pro derechos hay que tener una actitud muy soberbia para creerse capaz de retirar a todas ellas su legitimidad o su carnet y negar la existencia de sus posiciones. ¿Quieren también que la Universidad impida hablar a Judith Butler o Nancy Fraser si vienen a hablar sobre la prostitución como invitadas a un congreso? ¿O acaso la prohibición sería solo para las prostitutas que trabajan en la calle y no para las académicas?
“Esto es indiscutible” es la otra manera de cancelar el debate, por ejemplo bajo el extraño pretexto de que implica derechos humanos fundamentales. Los implica, sin duda, y por eso es más necesario aún debatir sobre ello, porque no queremos equivocarnos en un asunto así de importante. Creer en la libertad de expresión implica defender que las cosas son debatibles, incluso cuando son un consenso o han sido asumidas por la mayoría. Implica también, y mucho antes, no negar los disensos existentes.
La segunda posición hartamente preocupante del abolicionismo más totalitario es la demonización del contrario, en este caso la contraria, que en vez de ser una compañera con la que se asume un desacuerdo, debe ser siempre una enviada de los proxenetas, una colaboradora de las mafias o, como se ha dicho en el caso de este debate en Galicia, alguien que pretende captar a las estudiantes y que “viene a por nuestras hijas”. ¿De verdad hay tanta incapacidad para concebir una posición diferente que hace falta demonizar así a las compañeras que piensan diferente o construir permanentes teorías de la conspiración? ¿Hasta ese punto resulta inasumible el disenso? Y, por otra parte, ¿va a seguir el abolicionismo contribuyendo a la histórica y patriarcal estigmatización de las prostitutas –con las que tiene todo el derecho del mundo a estar en desacuerdo– negandoles su capacidad para hablar en una Universidad?
La tercera actitud de este abolicionismo sectario es el uso de la presión como mecanismo de censura. Lo que se busca no es, como sería legítimo, incorporarse a la discusión o pedir la realización de otras jornadas con posiciones distintas, lo que se defiende es que esas mujeres no puedan hablar. No hay mucho disimulo en los argumentos: se sostiene sin medias tintas que sus opiniones no deben tener espacio para ser expresadas. Y esto es grave no ya para la posibilidad de pensar colectivamente mejor sobre la prostitución, ni siquiera solo para el feminismo. Es grave para todos y todas aquellas que creemos que la libertad de opinión y de expresión es un bien que debemos defender. Las universidades deben ser espacios de debate abierto, donde se pueda expresar cualquier opinión si se argumenta y donde se recojan los asuntos en disputa que interesan a nuestra sociedad. Este es, sin duda, uno de ellos y es una buena noticia para el feminismo que lo que está siendo debatido en un movimiento cada vez más relevante para el conjunto de la sociedad sea recogido por nuestras universidades públicas. Si dejar hablar a las mujeres protagonistas es “promoción de la prostitución”, cualquier cosa puede ser censurada con ese argumento.
Es sorprendente que algunas de estas posturas sectarias sean defendidas por cargos públicos del Partido Socialista, algunas de las cuales son parlamentarias. Quizás hace falta recordar que quienes somos diputadas estamos comprometidas con un sistema parlamentario que, por ejemplo, nos obliga a dejar expresarse nada menos que a Vox, nos obliga a escuchar sus argumentos y nos obliga a aceptar unas reglas del juego por las cuales ellos pueden rebatir nuestras ideas. Los parlamentos, como los juicios con garantías o la división de poderes, son dispositivos inventados para no caer en el megalómano y masculino delirio dogmático de creer que ya tenemos la razón. Las universidades, su libertad de cátedra, su compromiso con la pluralidad y con la búsqueda de la verdad en común, también.
Una cosa es desear un mundo sin prostitución, otra distinta estar en contra de garantizar derechos a las mujeres que la ejercen y otra muy distinta es poner el grito en el cielo porque mujeres prostitutas hablen de sus condiciones de trabajo y vida en la universidad. Hace falta haber olvidado muchas cosas fundamentales para demostrar semejante grado de intolerancia. Muchas feministas apoyamos la realización de esas jornadas, esperamos que todas las feministas abolicionistas comprometidas con el debate lo defiendan también y pensamos que si gana la censura sería una mala noticia para todos. Lo sería para todas las feministas que consideramos que tenemos compañeras al otro lado de este debate y que tenemos mucho que hablar con ellas. Y, sin duda, lo sería para todas y todos aquellos que pensamos que el único antídoto contra el totalitarismo es pensar que quizás no tenemos la verdad y la razón, que los debates nunca deben estar prohibidos y creemos firme y radicalmente en la cabida de todas las opiniones en la Universidad y en la libertad de expresión.
pero defenderé con mi vida su derecho a decirlo” - Voltaire
Este verano ha habido debate con la problemática cancelación del concierto de C Tangana o la actuación en el Festival BioRitme del grupo SFDK, y muchas feministas hemos dicho que ese es un camino sin salida, que el feminismo debe ser coherente y radical en la defensa de la libertad de expresión. Desde el cambio del Código Penal y la aprobación de la Ley Mordaza en 2015, la libertad de información y de opinión ha sufrido un grave retroceso en nuestro país y eso nos sitúa a todas y a todos ante la responsabilidad de trabajar por defender y ensanchar esas libertades. El feminismo tiene mucho que decir en todo esto, empezando por el fondo de la cuestión.
Si tuviera que explicarles a mis alumnos y alumnas de Filosofía por qué la libertad de expresión es irrenunciable, les diría que su razón de ser, como la de muchas otras instituciones o principios del Estado de derecho, es renunciar a una visión autosuficiente y todopoderosa –que tiene mucho de masculina y que la teoría feminista se ha encargado de criticar–. Si es irrenunciable la presunción de inocencia, la división de poderes o la libertad de expresión es porque quienes defendemos todas esas cosas hemos asumido algo: los seres humanos somos imperfectos y falibles. Tan cierto es que vamos buscando verdades y justicias como que nunca podemos decir que ya las hemos encontrado. En nuestras sociedades dotamos de reconocimiento y autoridad a determinados expertos, como son los profesores catedráticos, los tribunales de oposición, los parlamentos, los gobiernos o los tribunales. Pero por mucho que les demos herramientas para saber o juzgar ciertas cosas y por mucho que reconozcamos la legitimidad de todas esas autoridades, aun así no hay manera segura y definitiva de asegurar que no se puedan equivocar y, por tanto, que nosotros, la sociedad que juzga o conoce a través de ellas, no nos podamos equivocar.
Por eso, porque no creemos que ningún poder sea todopoderoso, dividimos el poder. Por si no tuviera la razón un gobierno, dejamos que un parlamento lo pueda desautorizar. Por si no tuviera razón un parlamento, habilitamos mecanismos para que un tribunal pueda enmendar sus decisiones. Por si no tuviera razón un magistrado juzgando un delito, presumimos siempre la inocencia y se lo ponemos más difícil al que acusa que al que es acusado. Por si acaso los parlamentos no deliberaran bien, los gobiernos no acertaran o las sentencias no fueran justas, establecemos la libertad de prensa o el derecho de manifestación. E incluso, por si acaso un pueblo entero se equivocara –porque asumimos que incluso eso puede pasar–, protegemos la posibilidad de decir cosas que vayan a contracorriente. No solo la libertad de decir cosas contrarias a lo que dice un rey, un presidente o un papa, también protegemos la libertad de decir cosas contrarias a lo que piensa un pueblo, cosas que pueden no gustar a la mayoría pero que deben poder decirse en periódicos, canciones, películas, ensayos o novelas. Por todo eso, porque nos hemos comprometido a pensarnos imperfectos y falibles, defendemos la libertad de expresión, que es, cuando nos la tomamos en serio, no solo la libertad de los “buenos” de expresarse contra los “malos y poderosos” (¡qué fácil!), sino el compromiso de defender justamente a los otros, defender el derecho de hablar de aquellos con los que estamos en desacuerdo.
Es por esta misma razón que está en el fondo de la cuestión, porque pensamos que nadie nunca debería creerse en posesión de una verdad definitiva, por lo que discutimos y debatimos en público: explicamos nuestras posturas y nos exponemos a que nos quiten la razón. La calidad democrática de un país se mide, entre otras cosas, por el apego que la gente tenga a las instituciones del Estado de derecho y, muy particularmente, por lo impregnado que esté el espacio público de una amplia cultura del debate. De nuevo, el feminismo tiene mucho que decir en esto. En este ciclo político hemos hablado mucho de la feminización de la política y de qué podría significar desmasculinizar los parlamentos y las instituciones, pero me parece igual de necesario preguntarnos qué sería una cultura del debate libre de la egocéntrica convicción de que uno lo sabe todo, de la testosterónica necesidad de negar al otro o de la autoritaria lógica del conmigo o contra mí. Solo si creemos que no tenemos toda la razón –quizás es más fácil si no nos va la hombría y la masculinidad en ello–, podemos reconocer que existen las opiniones contrarias, podemos admitir la complejidad de un debate aunque ya hayamos tomado partido en él, podemos entender el sentido de las preguntas de otros y podemos, incluso, ponernos en su lugar para rastrear la lógica en algunas de sus razones. Desmasculinizar el debate es admitir que podríamos aprender con él, que podríamos movernos de lugar, que alguien podría convencernos de algo que antes no pensábamos. Estar dispuestas a cambiar de opinión, que para algunos es vivido como derrota y como humillación, es, sin embargo, una muestra de fortaleza y el feminismo tiene mucho que aportar en la defensa del debate sin miedo. Porque hay, en el fondo, miedo y cobardía en la necesidad de negar al otro la existencia y en el vivir su discrepancia como una amenaza. Hay fortaleza y modestia en la posibilidad de concebir que alguien podría venir a convencerte de algo que antes no pensabas. Y no es una defensa del relativismo; creer en una idea y querer defenderla a capa y espada no solo es legítimo, es la renuncia a la indiferencia y al cinismo, pero solo exponiéndonos a que otros la discutan y la rebatan elegimos, al mismo tiempo, vacunarnos contra el totalitarismo.
El feminismo tiene dos escenarios principales en los que ser ejemplo en cuanto a su cultura del debate, el primero es el debate con los adversarios, en el cual –y como contraejemplo a la política del plasma o la soberbia de ciertos líderes– puede demostrar la capacidad de discutir al machismo y a la reacción con argumentos y razones y no con censuras. El segundo es el escenario de los debates internos, en el cual está en juego una potencia y una riqueza que siempre ha acompañado al feminismo. A diferencia de otros movimientos, el movimiento feminista tiene la virtud y la fortaleza de no ser una escuela, de no tener una ortodoxia, de no nacer de un libro originario; de ser, en definitiva, una gran conversación entre épocas y corrientes. Si el feminismo no tiene en su historia excomuniones o exilios forzosos en Siberia es porque desde siempre en su interior ha coexistido la pluralidad, porque hemos sido capaces de considerar compañeras a aquellas con las que mantenemos abiertos discusiones y debates, porque hemos reconocido como feministas a mujeres con las que tenemos no solo acuerdos sino también diferencias y disensos.
En el seno del feminismo existe desde hace mucho un gran debate sobre la prostitución y hay, para muchas de nosotras, motivos para estar preocupadas con la manera de abordarlo por parte de algunas compañeras. Hace pocos días, las redes sociales fueron escenario de la polémica que ha levantado el hecho de que la Universidad de A Coruña vaya a ser sede de una jornada a la que asistirán prostitutas para, entre otras cosas, hablar en primera persona acerca de las situaciones que viven día a día, por ejemplo la violencia a la que están expuestas. Para asombro de muchas de nosotras, cierto sector del abolicionismo salió a criticar, no ya la postura que presumiblemente defenderán en esa jornada algunas de sus participantes –cosa contra la cual están en todo su derecho de aportar argumentos–, sino la existencia misma de la jornada que, bajo su punto, de vista no debe realizarse en una universidad pública. En este caso, como en otros, estos sectores del feminismo abolicionista han vuelto a defender tres posiciones que son francamente problemáticas para cualquier persona comprometida con el debate y la libertad de expresión.
La primera es la negación del debate mismo. “No hay debate” es una sorprendente posición de un dogmatismo apabullante. Como si por negarlo fuera a dejar de existir. En nuestro país y en el resto del mundo, el feminismo cuenta con corrientes que defienden el reconocimiento de derechos laborales para las prostitutas y cuenta también con otros sectores que se reivindican abolicionistas. Cuando referentes actuales del feminismo como Nancy Fraser, Judith Butler, Ángela Davis o Marta Lamas defienden una postura pro derechos hay que tener una actitud muy soberbia para creerse capaz de retirar a todas ellas su legitimidad o su carnet y negar la existencia de sus posiciones. ¿Quieren también que la Universidad impida hablar a Judith Butler o Nancy Fraser si vienen a hablar sobre la prostitución como invitadas a un congreso? ¿O acaso la prohibición sería solo para las prostitutas que trabajan en la calle y no para las académicas?
“Esto es indiscutible” es la otra manera de cancelar el debate, por ejemplo bajo el extraño pretexto de que implica derechos humanos fundamentales. Los implica, sin duda, y por eso es más necesario aún debatir sobre ello, porque no queremos equivocarnos en un asunto así de importante. Creer en la libertad de expresión implica defender que las cosas son debatibles, incluso cuando son un consenso o han sido asumidas por la mayoría. Implica también, y mucho antes, no negar los disensos existentes.
La segunda posición hartamente preocupante del abolicionismo más totalitario es la demonización del contrario, en este caso la contraria, que en vez de ser una compañera con la que se asume un desacuerdo, debe ser siempre una enviada de los proxenetas, una colaboradora de las mafias o, como se ha dicho en el caso de este debate en Galicia, alguien que pretende captar a las estudiantes y que “viene a por nuestras hijas”. ¿De verdad hay tanta incapacidad para concebir una posición diferente que hace falta demonizar así a las compañeras que piensan diferente o construir permanentes teorías de la conspiración? ¿Hasta ese punto resulta inasumible el disenso? Y, por otra parte, ¿va a seguir el abolicionismo contribuyendo a la histórica y patriarcal estigmatización de las prostitutas –con las que tiene todo el derecho del mundo a estar en desacuerdo– negandoles su capacidad para hablar en una Universidad?
La tercera actitud de este abolicionismo sectario es el uso de la presión como mecanismo de censura. Lo que se busca no es, como sería legítimo, incorporarse a la discusión o pedir la realización de otras jornadas con posiciones distintas, lo que se defiende es que esas mujeres no puedan hablar. No hay mucho disimulo en los argumentos: se sostiene sin medias tintas que sus opiniones no deben tener espacio para ser expresadas. Y esto es grave no ya para la posibilidad de pensar colectivamente mejor sobre la prostitución, ni siquiera solo para el feminismo. Es grave para todos y todas aquellas que creemos que la libertad de opinión y de expresión es un bien que debemos defender. Las universidades deben ser espacios de debate abierto, donde se pueda expresar cualquier opinión si se argumenta y donde se recojan los asuntos en disputa que interesan a nuestra sociedad. Este es, sin duda, uno de ellos y es una buena noticia para el feminismo que lo que está siendo debatido en un movimiento cada vez más relevante para el conjunto de la sociedad sea recogido por nuestras universidades públicas. Si dejar hablar a las mujeres protagonistas es “promoción de la prostitución”, cualquier cosa puede ser censurada con ese argumento.
Es sorprendente que algunas de estas posturas sectarias sean defendidas por cargos públicos del Partido Socialista, algunas de las cuales son parlamentarias. Quizás hace falta recordar que quienes somos diputadas estamos comprometidas con un sistema parlamentario que, por ejemplo, nos obliga a dejar expresarse nada menos que a Vox, nos obliga a escuchar sus argumentos y nos obliga a aceptar unas reglas del juego por las cuales ellos pueden rebatir nuestras ideas. Los parlamentos, como los juicios con garantías o la división de poderes, son dispositivos inventados para no caer en el megalómano y masculino delirio dogmático de creer que ya tenemos la razón. Las universidades, su libertad de cátedra, su compromiso con la pluralidad y con la búsqueda de la verdad en común, también.
Una cosa es desear un mundo sin prostitución, otra distinta estar en contra de garantizar derechos a las mujeres que la ejercen y otra muy distinta es poner el grito en el cielo porque mujeres prostitutas hablen de sus condiciones de trabajo y vida en la universidad. Hace falta haber olvidado muchas cosas fundamentales para demostrar semejante grado de intolerancia. Muchas feministas apoyamos la realización de esas jornadas, esperamos que todas las feministas abolicionistas comprometidas con el debate lo defiendan también y pensamos que si gana la censura sería una mala noticia para todos. Lo sería para todas las feministas que consideramos que tenemos compañeras al otro lado de este debate y que tenemos mucho que hablar con ellas. Y, sin duda, lo sería para todas y todos aquellos que pensamos que el único antídoto contra el totalitarismo es pensar que quizás no tenemos la verdad y la razón, que los debates nunca deben estar prohibidos y creemos firme y radicalmente en la cabida de todas las opiniones en la Universidad y en la libertad de expresión.
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