¿Abolimos el género o reescribimos la teoría queer con mirada perinatal?
Debemos reflexionar sobre el sistema sexo-género en relación a los cuidados de las infancias y pensar cómo hacemos compatible los debates identitarios con las responsabilidades individuales y colectivas de sostener la vida.
Paco Herrero Azorín | El Salto, 2024-07-27
https://www.elsaltodiario.com/opinion/disputa-del-genero-cuidados-parentales
El sistema de género, en la medida que define roles sociales, es una construcción cultural que se puede modificar e incluso aspirar a abolir. Muchos son los estudios de filosofía política que han reflexionado sobre ello profundizando en su potencia de transformación social.
Desde un análisis antipatriarcal es claro que el sistema actual de género, basado principalmente en la aceptación del dimorfismo sexual como la base de la estructura social, sirve para perpetuar la opresión y la explotación de la mujeres, además de promover unos modelos de masculinidad tóxica que llevan a la infelicidad (más o menos consciente) de muchos hombres y, por extensión, de las personas con las que éstos se relacionan desde dichos postulados mutiladores y depredadores.
Hemos de pensar también el género en función de lo reproductivo, y viceversa, para que la alternativa sea, además de performativa y subversiva, responsable con los cuidados y comprometida con la supervivencia.
Por tanto, “el género en disputa”, como decía Judith Butler, y disputar el género, es una de las principales batallas culturales y sociales en las que hemos de participar para promover un orden social al servicio del bienestar. Se hace preciso transformar los mandatos y las expectativas que acciona la cultura hegemónica para que podamos convivir todas en libertad, independientemente de cómo vivamos nuestra sexualidad y de cómo expresemos nuestra identidad.
Pero pienso que hay un límite: jugar con lo social, con los roles y las identidades de género —y “jugar” es lo más sagrado, nos jugamos la vida y vivimos jugando cuando hacemos de la política desde un lugar creativo, como hacen los niños y niñas que ensayan sus nuevos mundos en su sagrado juego simbólico—,, no nos puede hacer perder el rastro de la base material en la que se sustenta todo ello, que no es otra que nuestros cuerpos en relación y las condiciones que precisa la vida para manifestarse. Esto es, hemos de pensar también el género en función de lo reproductivo, y viceversa, para que la alternativa sea, además de performativa y subversiva, responsable con los cuidados y comprometida con la supervivencia. Un sistema de sexo-género anclado exclusivamente en las identidades individuales (binarias o no binarias) nos puede venir bien puntualmente, pero no sirve para vertebrar comunidad
El planteamiento radical respecto al género defiende que los cuerpos van detrás, que vemos los cuerpos con nuestra visión de género y que por tanto cuando, por ejemplo, definimos “mujer” u “hombre” hay mucho más género que cuerpo, mucho más de proyección cultural que de materialidad objetiva. Más allá del debate metafísico, políticamente es muy interesante pensarlo así, ya que cuanto más género aceptemos más capacidad de intervención tenemos y más posibilidades de transformación política se despliegan, más potencia antipatriarcal.
Pero la cosa se nos complica cuando llevamos el debate a lo identitario y queremos relacionarlo con los cuidados: reforzar (o disolver) las identidades de género, teniendo en cuenta principalmente el lugar social que se desea ocupar para dialogar con las demás en términos individualistas, puede entrar en conflicto con los roles sociales que se derivan de las funciones reproductivas necesarias para el cuidado de las personas, y específicamente para el cuidado de las infancias.
Es muy fácil (incluso pasa sin querer) que la práctica performativa de género adopte formas adultocéntricas —entre otras cosas, no todos los sujetos están autorizados por el sistema neoliberal a ensayar diferentes posiciones identitarias—. El sistema con nuevas representaciones puede tanto subvertir como reforzar la estructura del privilegio, y la reforzará sin duda si no se entrenan paralelamente posibilidades compatibles con las necesidades de los y las bebés y de las personas que protagonizan los procesos sexuales-reproductivos, como son la gestación, el parto/nacimiento, el puerperio, la exterogestación o la lactancia.
Hablar “género” en clave de reproducción no es definir una expectativa social fija para los distintos roles de las personas en los cuidados -y a partir de ahí entrar en las nocivas dinámicas de juicio- sino integrar en el sistema de género la realidad de interdependencia que nos caracteriza como sociedad humana.
Así, cuando hablamos de “padres” o de “madres” (o de “mapas” no binarias), cuando pensamos en “identidades reproductivas”, esto es, en identidades que surgen directamente de la participación, con un cuerpo físico y sexualizado, en los procesos reproductivos mamíferos de nuestra especie —y que, pese a todas las transformaciones culturales que ha habido y a la participación intensa del mercado y de las tecnologías reproductivas, como la fecundación in-vitro, o de las tecnologías sociales, como la gestación subrogada, no han variado sustancialmente en miles de años— no es tan fácil subordinar el sexo biológico al género, máxime cuando en la función reproductiva las mujeres y los hombres (o como queramos llamarnos) son objetivamente diferentes.
El hecho reproductivo de nuestra especie es un hecho sexual, un proceso biopsicosocial autorregulado con dinámicas libidinales en las que la necesidad y el placer, el deseo y la supervivencia, se entremezclan para posibilitar la vida y garantizar el bienestar necesario para que ésta acontezca. No parece muy razonable, ni prudente, vincular todo esto exclusivamente a un sistema de género que queremos volátil y modificable, al menos sin una reflexión profunda al respecto que sirva para salvaguardar lo imprescindible.
El término medio —y pretendidamente el lugar de encuentro de la necesidad de corresponsabilidad con un sistema de género funcional al orden social— es plantear el “género reproductivo” en términos igualitarios, que la función social de un padre y una madre sean intercambiables en términos de parentalidad y cuidados: de ahí lo de los permisos iguales e intransferibles, o que los chicos podamos disfrutar del permiso de lactancia.
Más allá de las ventajas que puede tener como propuesta política en igualdad, los beneficios en clave de parentalidad no están tan claros. En lo concreto, a efectos prácticos, implica una homogenización de la crianza, un modelo de mínimos, un low cost que devalúa lo singular, lo que sólo pueden hacer determinadas personas —de nuevo se devalúa la particularidad de las mujeres-madres—, e instaura como paradigma parental el que “solo es importante para cuidar a las criaturas lo que pueden hacer por igual todas las personas, todos los cuerpos reproductivos”, el factor común, desestimando aquellos elementos que nos obligan a abordar el debate no solo en términos de género, sino también de sexo.
Se da la paradoja de que por huir de la violencia del marco esencialista, en el que el género está absolutamente condicionado por lo reproductivo en un sistema de opresión y explotación de las mujeres, validamos un sistema que no garantiza el respeto a los procesos perinatales ni el bienestar de las infancias. Validamos una organización social de desamparo y descuido.
Esa construcción salomónica y funcional al sistema —que además conecta con la precariedad que viven la mayoría de las familias que necesitan conciliar para llegar vivas a fin de mes— puede llegar a amenazar los mecanismos biológicos fundamentales para la autorregulación y la salud comunitaria, y afianzar que la reproducción en nuestra sociedad se dé siempre en condiciones precarias.
Así, con nuestra organización social y con el sistema de roles sociales que la sustenta —el género— mutilamos el ecosistema de la vida en vez de nutrirlo y vertebrarlo en clave de respeto y derechos. La potencialidad política que se abre por la performatividad del sistema de género se acaba cerrando al poner este juego al servicio de las estructuras de violencia patriarcal que agreden la vida.
Esto no quiere decir que estemos obligadas a vincular para siempre el sistema de género al sistema de sexos y a la capacidad reproductiva de las personas, ni tampoco que haya que abolir el sistema de género para que las diferencias sexuales operen sin filtro cultural desde el determinismo biológico. Hemos de ser creativas y proponer un sistema de representaciones en sintonía con el cuidado y el bienestar, un sistema de género producto de la fragilidad humana, de las necesidades de amparo y de las dinámicas saludables de interdependencia. Un sistema de género al servicio de la sexualidad “colectiva” del “cuerpo social” y de sus procesos reproductivos, y que esté emancipado de las identidades que sostienen, y fijan, el sistema de privilegios.
Lo “masculino” y lo “femenino”, y otras muchas caracterizaciones que podamos inventar, no tienen que estar lastradas por las diferencias sexuales de los cuerpos en sus identidades biológicas. Podemos, y en mi opinión debemos, fantasear con emancipar el género del sexo, pero lo que sería un desastre social es dejar los procesos reproductivos -que a su vez necesitan unos roles y una organización social para hacerlos viables- en un territorio de nadie, sin respuesta, abandonados, porque no nos va bien cargar con esto en la batalla cultural.
Se nos complejiza el juego y nos obliga dialogar con la diferencia y el dimorfismo en la reproducción, y parece que así no se hacen amigas en la izquierda transformadora.
Así, por ejemplo, la identidad parental “madre”, o la identidad parental “padre”, no deberían ser simplemente la evolución en base al sistema de sexo-género “del hombre o mujer que se reproduce”, de manera que los hombres devengan automáticamente en padres (independientemente de que sean padres ausentes, igualitarios o corresponsables) y las mujeres devengan automáticamente en madres (independientemente de si paren o no). Estas identidades, en un sistema de sexo-género que estuviera en sintonía con las necesidades de cuidado, se tendrían que definir teniendo en cuenta la participación diferenciada en el hecho reproductivo desde sus roles como personas cuidadoras —podría darse el hecho de que personas con identidad de género “hombre” devengan en “madres”, y viceversa—, y hoy por hoy, las madres y los padres son diferentes y no son intercambiables.
Si bien “madre” y “padre” como identidades de género siguen reproduciendo el sistema binario, al menos son identidades que -si se basan en los cuidados y no el el Código Civil-, surgen en relación y por tanto tanto integran la alteridad, y es justo la aportación de los hijos, hijas, hijes, las necesidades de las criaturas, lo que hace que se definan como diferentes -y por ello es problemático hablar de igualdad de género en términos reproductivos, pero, por otro lado, ambas identidades son compatibles con identidades de género masculinas y femeninas, lo que multiplica las posibilidades en los roles de acompañamiento a las infancias, a la vez que se tienen en cuenta los procesos libidinales que necesitan para crecer saludables-.
No es lo mismo parir que no parir, gestar que no gestar, poder o no poder amamantar, Independientemente de cómo llamemos (o se llamen desde una autodeterminación de género) a las personas que protagonizan estos procesos sexuales y reproductivos. Además, necesitamos que los y las bebés —sujetos políticos que suelen quedar fuera de los discursos de vanguardia— no queden en una situación de desamparo sin cuerpos ni prácticas que les sostengan, y necesitamos también que se puedan reivindicar, si se quiere, el parto o la lactancia como elementos propios de la identidad sexual (o de identidad de género), sin recibir un rechazo social y militante por ello.
Tan nocivo es defender el determinismo biológico como obviar que la biología tiene un papel fundamental en la sexualidad y la reproducción humana. Si sacamos la biología de la ecuación dejamos la reproducción (y la identidad) a merced del capitalismo, a expensas de su tecnología y consumo. La biología es lo que da la dimensión sexual a lo reproductivo, y esa dimensión sexual es la que hace que lo reproductivo no sea una mera “fabricación industrial de individuos nuevos”, sino un elemento de cohesión y de vertebración comunitaria desde la que edificar el sistema de cuidados y bienestar.
No deja de ser un sin sentido que defendamos la sexualidad como una construcción cultural que opera sobre los cuerpos y activa los procesos libidinales, sin reconocer que el deseo tiene una función biológica esencial para la supervivencia de la especie y que forma parte de nuestra existencia como animales mamíferos que somos.
Sabemos lo importante que es el lenguaje para crear realidad, y aunque aún no sepamos cómo hacerlo de manera precisa, hemos de empezar a nombrar e integrar en nuestros discursos los procesos reproductivos, con sus bases biológicas y con la organización social que precisan, y no dejarlo de lado porque pueda significar un inconveniente en nuestra propuesta política de disputar el género. Lo queer precisa también de su versión perinatal y de cuidados si se pretende reivindicar como una teoría política emancipatoria antipatriarcal.
Porque, parafraseando el título de la última obra de Judith Butler, ¿quién teme al género si éste se pone al servicio de la vida?
Paco Herrero Azorín. Educador social y coordinador del proyecto @femdinamo de la Dinamo Acció Social (Valencia)