viernes, 3 de marzo de 2017

#hemeroteca #endohomofobia | Abstenerse locazas

Imagen: Pikara / Ilustración de Adrián Pinilla
Abstenerse locazas.
Asier Santamari(c)a | Pikara, 2017-03-03
http://www.pikaramagazine.com/2017/03/abstenerse-locazas/

Que tire la primera piedra la que jamás ha llamado loca a un maricón. El que al ver esa feminidad impostada, teatral, casi paródica, no se ha sentido silenciosamente cómodo. Cómodo, porque cuando lo artificial se hace explícito, lo escondido (pero igualmente artificioso) se disfraza de natural. Performar el género conscientemente y en todo su espectro es mi acto de resistencia favorito. De resistencia y de ataque. Estoy fuera de mí y, por ello, me llaman “loca”.

Siempre me fascinó la figura del loco en la literatura. Ese ser ambiguo y deformado al que nadie toma en serio y que utiliza el desprecio colectivo para decir lo que nadie puede. Todo su discurso es rechazado por el filtro de la cordura impuesta. Loco es el que hace locuras. Loca, la que hace mariconadas. Y si, como decía Foucault, el loco es el mayor cuestionamiento a la razón, entonces la loca es el mayor cuestionamiento al heteropatriarcado. Pobre heteronorma, que sin saberlo, nos empodera al insultarnos.

Me encanta ser marica. Y cada vez más. Desde la marginalidad de mi identidad, me permito a mi misme berrear contra un sistema que me quiere dócil, musculado, masculino y casado. Y lo hago saboreando mi subversión, gastando el dinero del ‘gym’ en viajes, poniéndome pelucas y follando con amantes en vez de con novios.

Nací en el 95 y, a diferencia de muchas otras que vinieron antes de mí, siempre supe lo que era un homosexual. Encendía la televisión y podía buscar referentes. Sin embargo, la aparente visibilidad ocultaba un mensaje, no tan explícito, pero igualmente imprimado. “Tu sexualidad no te define. Tan sólo eres un hombre que se acuesta con hombres. Eres normal”.

No fue hasta hace un par de años que se saltaron las costuras de mi traje de homosexual. Leyendo a Preciado, descubrí que esta palabra, aparentemente neutra y amable es, en realidad, una categoría médico-jurídica, surgida a mediados del Siglo XIX. La identidad homosexual surge en el contexto de un nuevo discurso sexual en el seno de una sociedad capitalista e industrial en la que los individuos debían ser categorizados en torno a su capacidad reproductiva, y dado que dos peras, o dos manzanas, nunca dan lugar a más trabajadores precarios, nos fue asignada esa identidad. Los antiguos griegos no eran homosexuales. Intentar utilizar este término para describir sus prácticas y afectos es tan estúpido como erróneo. ¿Y mi identidad? ¿Y mis prácticas y afectos? ¿Verdaderamente iba a permitir que juristas y clínicos de hace más de 300 años les pusieran un nombre adscrito a mi capacidad reproductiva?

Sintiéndome traicionado, empecé a buscarme de nuevo y comencé mis andaduras en el activismo LGTB. En esos lugares descubrí que el vestido de Gay sí que me entraba, porque ésta etiqueta es política y subversiva, producida por mujeres trans, putas, chaperos, travestis y minorías étnicas en Estados Unidos. Todas ellas, conmigo, unidas y en formación de ataque. Gay y homosexual no son sinónimos de la misma forma que “Discapacidad” y “Diversidad funcional” no expresan palabras, sino conceptos antagónicos. Uno, médico-jurídico; otro, subversivo y empoderante. Pero gay es una palabra tan bella como desvirtuada. Atrás ha quedado la guerra de Stonewall, o Sylvia Rivera o Marsha P. Johnson, o tantas otras locas anónimas que fueron encarceladas, torturadas y violadas. Ahora hay gays sentados en congresos y oficinas, gobernando sobre los úteros de las mujeres y mandando tropas a Siria. Funcionarios homosexuales que nos hacen creer que el matrimonio igualitario es el último lugar de nuestro activismo, y que en un insultante ejercicio de cinismo, invitan a sus bodas a los mismos compañeros de partido que votaron en contra de que ejercieran ese derecho. No. Este traje no puede ser el mío.

Recuerdo ahora una de mis primeras excursiones al ambiente. Aún menor, rezumante de feromonas, acabé hablando con un chico en la barra de un bar. Tras intercambiar teléfonos y un par de besos cómplices, se levantó y descubrí sendos tacones en sus pies. Me sentí humillado. “Me gustan los hombres”, me repetí a mí mismo durante todo el viaje de vuelta. Al llegar a casa, me escribió. Nunca llegué a contestarle.

Dice el funcionariado homosexual que la normalización es la meta. Y lo dice no solo con su discurso, sino con sus prácticas, afectos e identidades. “No me gustan las locas” o “Gente masculina y normal” son dos mantras que religiosamente se recitan en chats, aplicaciones de citas o barras de bar. Sexualidades basadas en la genitalidad que intentan implantar en el culo del pasivo una vagina disfuncional, y en su cuerpo, un amago de mujer. La normalización de la identidad homosexual en este sistema pasa necesariamente por replicar roles heteropatriarcales, con la particularidad que la transfobia estructural y la misoginia genera. La masculinidad es una vez más la identidad válida y legítima, mientras que la feminidad, la mariconada, ya no es sólo expresión de sumisión; es también, y sobre todo, artificio.

Es ahora, perdide entre estos desvaríos transfeministas, cuando me reencuentro con esa figura del loco y vuelvo, feliz, a la marginalidad que nos parió a todas. Después de matar al homosexual y llorar sobre la tumba del gay normalizado, me supe Marica. Y en este nuevo disfraz, os grito a todas: ¡QUE VIVA LA LOCA!

Asier Santamari(c)a y Adrián Pinilla son impulsores de Intifada Marika

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