IMagen: El Mundo / Philip Johnson, 1933 |
El primer premio Pritzker fue todo: fue nazi y gay, 'miesiano' y posmoderno, empleado de Trump y de Israel, filósofo y estrella delos medios... Su obra envejece camino del olvido pero su vida, ahora narrada en una biografía por Mark Lamster, sigue siendo apasionante.
Eduardo Prieto | El Mundo, 2019-01-23
https://www.elmundo.es/cultura/laesferadepapel/2019/01/23/5c41de3b21efa07c208b4665.html
La fama es caprichosa. Cuando, en 2005, Philip Johnson murió a los 98 años, venerado como el decano de la arquitectura estadounidense, nadie hubiera podido decir que estaba destinado, si no al simple olvido, sí a la gloria de naftalina que es propia de los libros de historia. De hecho, es difícil encontrar un arquitecto que haya tenido tanta relevancia como profesional, intelectual y muñidor de estilos y carreras, y cuya figura, pasados pocos años de su muerte, se haya instalado en tal preterición. Preterición que es inversamente proporcional a la popularidad que Johnson llegó a tener, y de la que, probablemente ni siquiera le sacará la divertida y bien documentada biografía que le ha dedicado el profesor Mark Lamster, ‘The man in the glass house: Philip Johnson, architect of the modern century’.
Tal vez, las razones de este olvido tengan que ver con las contradicciones que hicieron de Johnson, nacido en una familia acomodada de Cleveland en 1906, un personaje tan atractivo e influyente. ¿Qué Johnson guardar en la memoria: el patrón del ‘Estilo Internacional’ o el de la deconstrucción arquitectónica? ¿El defensor de la tabla rasa de Mies van der Rohe o el adalid del patrimonio monumental? ¿El representante de la arquitectura americana o el agente del partido nazi en los Estados Unidos? ¿El libelista eugenésico o el arquitecto que trabajó para el Estado de Israel? ¿El burlador de las minorías o la figura gay? ¿El autor de apartamentos para ‘playboys’, entre ellos el suyo propio, o el de edificios para telepredicadores, como la Crystal Cathedral? ¿El mecenas intelectual que daba cócteles a sus compañeros, los patronos del MoMA, o el profesional contratado por Donald Trump para transformar Atlantic City?
Tampoco ayuda a definir la proteica figura del maestro, y a guardarla en la memoria, el hecho de que sus edificios hayan envejecido tan mal. Es cierto que la pintoresca colección de pabellones de su finca-museo en New Canaan, organizados en torno a esa Glass House que tanto disgustaba a su presunto inspirador, Mies van der Rohe, es memorable. Como lo es también el parque de estatuas que le encargó la familia Rockefeller y lo son sus primeros rascacielos, como la IDS Tower de Minneapolis -una inteligente revisión del Seagram de Mies-, o incluso la ATT&T Tower, en su momento el edificio de oficinas más caro del mundo y verdadero precedente de la arquitectura icónica. Johnson apareció con su maqueta en la portada del Time. Pero el paso del tiempo (el tiempo no sólo pinta, como dijo Goya, sino que juzga) ha emitido un riguroso veredicto sobre los edificios de Johnson que no trascienden la arquitectura corporativa más pretenciosa, que son muchos, entre ellos las torres inclinadas que un día crecieron en Madrid con el nombre de KIO.
Si la obra ha envejecido mal, no lo ha hecho en absoluto el personaje, cuya vida y carrera es quizá la más atractiva entre las de los arquitectos del siglo XX, no sólo por novelesca sino por variada, hasta el punto de parecer una sucesión de reencarnaciones. Francis Scott Fitzgerald escribió que Estados Unidos es el país de las oportunidades, pero no de las segundas oportunidades. No cabe aplicar el aforismo a Johnson, maestro en el arte de convertirse y reconvertirse con un único objetivo, la promoción de sí mismo. Y esto vale para todas las facetas de su trayectoria.
Vale, en primer lugar, para su faceta de mecenas y promotor de la arquitectura moderna, que contribuyó como nadie a introducir en los Estados Unidos merced a una histórica exposición celebrada en el MoMA en 1932, ‘The International Style’, a la que siguieron otras dedicadas a la estética de la máquina o a Mies van der Rohe, con quien Johnson levantaría años más tarde el edificio Seagram, el primer rascacielos de vidrio. Fue una militancia inicial en la modernidad que no le impidió, una vez que el ‘Zeitgeist’ empezó a soplar hacia otro lado, adscribirse, primero, a un clasicismo un tanto festivo, después a una posmodernidad más bien ruborizante, luego a la deconstrucción y finalmente a un estilo indefinible si no fuera porque sencillamente copiaba el de su admirado Frank Gehry. Todo ello refrendado por la concesión de la primera edición del Premio Pritzker en 1979.
Johnson fue el arquitecto de las segundas oportunidades en lo estilístico, pero también en lo profesional. Formado como filósofo en Harvard (llegó a leer con fluidez a Platón, Kant y Descartes en sus respectivas lenguas), Johnson lo dejó todo por la arquitectura después de conocer de primera mano, merced a sus viajes por la Europa, las obras de Mies, Gropius, Oud y Le Corbusier, de quienes le interesaron menos su compromiso social que las atractivas formas de sus edificios. Después, tras licenciarse muy tardíamente como arquitecto (también en Harvard), comenzó siendo el diletante que atendió los encargos de plutócratas tan refinados como él, antes de comenzar a trabajar para las administraciones públicas, iniciar loables campañas de protección del patrimonio y de convertirse, finalmente, en el arquitecto corporativo por excelencia de la escena estadounidense: el maestro de lo que se llamó el ‘vernacular bussiness’.
Pero las segundas oportunidades le llegaron a Johnson sobre todo en lo político. Admirador, desde sus años de estudiante, de la cultura alemana (su filósofo favorito fue Friedrich Nietzsche), Johnson fue incapaz de resistirse al ensalmo del nazismo. Como en su momento dejara patente su primer biógrafo, Franz Schulze, y ahora cuenta con todo detalle Lamster, la querencia de Johnson por Hitler fue más allá de la fascinación estética: implicó un cambio radical en su vida, que le llevó a abandonar la arquitectura para embarcarse en una campaña política que consistió en una serie de idas a la Alemania nazi (donde frecuentó a oficiales de la Gestapo, estuvo en las manifestaciones de camisas pardas en Núremberg y supo de los campos de concentración) y de vueltas a los Estados Unidos, donde secundó a fascistas como el gobernador de Luisana, Huey Long, o el populista padre Coughlin, la versión americana de Goebbels, para quien Johnson diseñó un escenario inmaculadamente blanco. El ‘International Style’ puesto al servicio de la liturgia totalitaria.
Durante estos años peligrosos, el intelectual y refinadísimo gay Johnson declaró su simpatía por Al Capone como hombre de acción, su preferencia por las armas semiautomáticas frente a las pistolas largas, y confesó su admiración por el Führer. Años después, para limpiar su imagen, Johnson declararía que su admiración por los nazis se había debido a su gusto sexual, un tanto tópico, por los jóvenes con uniforme, y a la creencia, harto ingenua, de que Hitler era el único de llevar a cabo el gran sueño de aunar la monumentalidad clásica con la modernidad radical. Es cierto que en su actitud había mucho esteticismo, y también es cierto que otros arquitectos -como el Le Corbusier a ratos fascista, el Mies que coqueteó con los nazis o el Hannes Meyer que colaboró con Stalin- no fueran menos totalitarios que él, pero esto no lo convierte en menos cómplice. Investigado por el FBI, que le acusó de "pervertido sexual" y "agente de la Gestapo", Johnson fue con todo capaz de reinventarse, y acabó construyendo sinagogas en Israel y haciendo sustanciosas donaciones a instituciones patrocinadas por judíos influyentes. Esto no quita para que, pasados cuarenta años de los devaneos totalitarios de Johnson, todavía Albert Speer, el arquitecto de Hitler, le felicitara por la monumentalidad lograda en su polémica ATT&T Tower.
Es difícil decir qué se escondía tras los atildados trajes de Armani y las gafas a lo Le Corbusier que gastaba Philip Johnson. Pero había, seguro, una cosa: la infidelidad de quien se mueve según van soplando los tiempos y se acaba convirtiendo en maestro de lo superficial. La misma infidelidad y el mismo tiempo que hoy tienden a condenarle al olvido.
Tal vez, las razones de este olvido tengan que ver con las contradicciones que hicieron de Johnson, nacido en una familia acomodada de Cleveland en 1906, un personaje tan atractivo e influyente. ¿Qué Johnson guardar en la memoria: el patrón del ‘Estilo Internacional’ o el de la deconstrucción arquitectónica? ¿El defensor de la tabla rasa de Mies van der Rohe o el adalid del patrimonio monumental? ¿El representante de la arquitectura americana o el agente del partido nazi en los Estados Unidos? ¿El libelista eugenésico o el arquitecto que trabajó para el Estado de Israel? ¿El burlador de las minorías o la figura gay? ¿El autor de apartamentos para ‘playboys’, entre ellos el suyo propio, o el de edificios para telepredicadores, como la Crystal Cathedral? ¿El mecenas intelectual que daba cócteles a sus compañeros, los patronos del MoMA, o el profesional contratado por Donald Trump para transformar Atlantic City?
Tampoco ayuda a definir la proteica figura del maestro, y a guardarla en la memoria, el hecho de que sus edificios hayan envejecido tan mal. Es cierto que la pintoresca colección de pabellones de su finca-museo en New Canaan, organizados en torno a esa Glass House que tanto disgustaba a su presunto inspirador, Mies van der Rohe, es memorable. Como lo es también el parque de estatuas que le encargó la familia Rockefeller y lo son sus primeros rascacielos, como la IDS Tower de Minneapolis -una inteligente revisión del Seagram de Mies-, o incluso la ATT&T Tower, en su momento el edificio de oficinas más caro del mundo y verdadero precedente de la arquitectura icónica. Johnson apareció con su maqueta en la portada del Time. Pero el paso del tiempo (el tiempo no sólo pinta, como dijo Goya, sino que juzga) ha emitido un riguroso veredicto sobre los edificios de Johnson que no trascienden la arquitectura corporativa más pretenciosa, que son muchos, entre ellos las torres inclinadas que un día crecieron en Madrid con el nombre de KIO.
Si la obra ha envejecido mal, no lo ha hecho en absoluto el personaje, cuya vida y carrera es quizá la más atractiva entre las de los arquitectos del siglo XX, no sólo por novelesca sino por variada, hasta el punto de parecer una sucesión de reencarnaciones. Francis Scott Fitzgerald escribió que Estados Unidos es el país de las oportunidades, pero no de las segundas oportunidades. No cabe aplicar el aforismo a Johnson, maestro en el arte de convertirse y reconvertirse con un único objetivo, la promoción de sí mismo. Y esto vale para todas las facetas de su trayectoria.
Vale, en primer lugar, para su faceta de mecenas y promotor de la arquitectura moderna, que contribuyó como nadie a introducir en los Estados Unidos merced a una histórica exposición celebrada en el MoMA en 1932, ‘The International Style’, a la que siguieron otras dedicadas a la estética de la máquina o a Mies van der Rohe, con quien Johnson levantaría años más tarde el edificio Seagram, el primer rascacielos de vidrio. Fue una militancia inicial en la modernidad que no le impidió, una vez que el ‘Zeitgeist’ empezó a soplar hacia otro lado, adscribirse, primero, a un clasicismo un tanto festivo, después a una posmodernidad más bien ruborizante, luego a la deconstrucción y finalmente a un estilo indefinible si no fuera porque sencillamente copiaba el de su admirado Frank Gehry. Todo ello refrendado por la concesión de la primera edición del Premio Pritzker en 1979.
Johnson fue el arquitecto de las segundas oportunidades en lo estilístico, pero también en lo profesional. Formado como filósofo en Harvard (llegó a leer con fluidez a Platón, Kant y Descartes en sus respectivas lenguas), Johnson lo dejó todo por la arquitectura después de conocer de primera mano, merced a sus viajes por la Europa, las obras de Mies, Gropius, Oud y Le Corbusier, de quienes le interesaron menos su compromiso social que las atractivas formas de sus edificios. Después, tras licenciarse muy tardíamente como arquitecto (también en Harvard), comenzó siendo el diletante que atendió los encargos de plutócratas tan refinados como él, antes de comenzar a trabajar para las administraciones públicas, iniciar loables campañas de protección del patrimonio y de convertirse, finalmente, en el arquitecto corporativo por excelencia de la escena estadounidense: el maestro de lo que se llamó el ‘vernacular bussiness’.
Pero las segundas oportunidades le llegaron a Johnson sobre todo en lo político. Admirador, desde sus años de estudiante, de la cultura alemana (su filósofo favorito fue Friedrich Nietzsche), Johnson fue incapaz de resistirse al ensalmo del nazismo. Como en su momento dejara patente su primer biógrafo, Franz Schulze, y ahora cuenta con todo detalle Lamster, la querencia de Johnson por Hitler fue más allá de la fascinación estética: implicó un cambio radical en su vida, que le llevó a abandonar la arquitectura para embarcarse en una campaña política que consistió en una serie de idas a la Alemania nazi (donde frecuentó a oficiales de la Gestapo, estuvo en las manifestaciones de camisas pardas en Núremberg y supo de los campos de concentración) y de vueltas a los Estados Unidos, donde secundó a fascistas como el gobernador de Luisana, Huey Long, o el populista padre Coughlin, la versión americana de Goebbels, para quien Johnson diseñó un escenario inmaculadamente blanco. El ‘International Style’ puesto al servicio de la liturgia totalitaria.
Durante estos años peligrosos, el intelectual y refinadísimo gay Johnson declaró su simpatía por Al Capone como hombre de acción, su preferencia por las armas semiautomáticas frente a las pistolas largas, y confesó su admiración por el Führer. Años después, para limpiar su imagen, Johnson declararía que su admiración por los nazis se había debido a su gusto sexual, un tanto tópico, por los jóvenes con uniforme, y a la creencia, harto ingenua, de que Hitler era el único de llevar a cabo el gran sueño de aunar la monumentalidad clásica con la modernidad radical. Es cierto que en su actitud había mucho esteticismo, y también es cierto que otros arquitectos -como el Le Corbusier a ratos fascista, el Mies que coqueteó con los nazis o el Hannes Meyer que colaboró con Stalin- no fueran menos totalitarios que él, pero esto no lo convierte en menos cómplice. Investigado por el FBI, que le acusó de "pervertido sexual" y "agente de la Gestapo", Johnson fue con todo capaz de reinventarse, y acabó construyendo sinagogas en Israel y haciendo sustanciosas donaciones a instituciones patrocinadas por judíos influyentes. Esto no quita para que, pasados cuarenta años de los devaneos totalitarios de Johnson, todavía Albert Speer, el arquitecto de Hitler, le felicitara por la monumentalidad lograda en su polémica ATT&T Tower.
Es difícil decir qué se escondía tras los atildados trajes de Armani y las gafas a lo Le Corbusier que gastaba Philip Johnson. Pero había, seguro, una cosa: la infidelidad de quien se mueve según van soplando los tiempos y se acaba convirtiendo en maestro de lo superficial. La misma infidelidad y el mismo tiempo que hoy tienden a condenarle al olvido.
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