Imagen: ctxt / Marcha de mujeres en Washington, 1970-08-26 |
El objetivo de los neocon es integrar amplias capas sociales descontentas con el sistema otorgándoles un estatus en el orden sexual y racial, un sentido de pertenencia que el sistema económico les roba.
Fernanda Rodríguez | ctxt, 2019-01-30
https://ctxt.es/es/20190130/Politica/24099/Fernanda-Rodr%C3%ADguez-sistema-neocon-idelogia-de-genero-Dworkin-y-MacKinnon-pornografia.htm
Hace más de una década que eso que llaman ideología de género está en el punto de mira conservador. Es un ataque a la teoría queer pero sobre todo al feminismo. Los neocon –Vox y una facción importante del PP– se erigen en punta de lanza de ese antagonismo. Esta obsesión por vertebrar la política en torno de la naturaleza de los sexos sería extraña si no respondiera a las necesidades estratégicas del proyecto neocon (o si se concibiera la política como conflicto de clase desconectado de eso que antes se llamaba “superestructura” –ideología, cultura, etc.–). Entender en qué consiste dicha maniobra política es básico para saber qué hacer y qué no en esta confrontación.
En la época del auge de los fascismos se trataba de generar un bloque social que integrase a la clase trabajadora autóctona, sobre la base de la cohesión del cuerpo sano de la nación. Una nación compuesta por cuerpos reales, normalizados, de buenas costumbres frente a la amenaza bolchevique –en medio de un impostado pánico rojo, pues tanto en Europa como en Norteamérica las organizaciones obreras estaban debilitadas, y se podría decir, derrotadas. El derrocamiento definitivo requería atraer al pueblo llano mediante operaciones culturales a las posiciones e intereses de la clase dominante. Tenían mucho más de revolución conservadora –en el caso europeo– y de ataque preventivo –en el estadounidense– que de reacción a una inminente revolución obrera. No obstante, sirvieron de barrera a la expresión del conflicto de clase.
El surgimiento neocon
Los neocon nacieron en Estados Unidos en la segunda mitad de los 70 y vuelven a esas fuentes con un propósito: reactualizar la estrategia de integración de los estratos populares por medio de una división fantasmática en bandos, la América popular y originaria y sus enemigos sexuales y raciales. La gran contestación anticapitalista que había recorrido tanto el Occidente rico como el amplio mundo sometido al colonialismo y al imperialismo había sido ya derrocada y una vez más, solo se trataba de rematar esa derrota. Con razón esa estrategia fue denominada por Thomas Frank el “contragolpe” o por Finkielkraut –otro de los estudiosos de este fenómeno político– la “revancha”. Ambos señalan que el escenario preferido de sus tácticas de movilización fue paradójicamente la cultura, la guerrilla cultural, y no la clase.
En ese tiempo, hicieron también su aparición los movimientos provida, y parecieron resurgir de sus cenizas todas las obsesiones en torno a la sexualidad y a la naturaleza de los sexos: los discursos de retorno al hogar y de protección de las mujeres, la homofobia más plena de odio –acrecentada además con la emergencia de la pandemia del sida–, la recuperación de las raíces cristianas y el puritanismo moral.
Podemos recordar un curioso episodio no mayoritario dentro del feminismo y contestado por él, pero muy significativo, cuyo foco de atención era la violencia contra las mujeres. Me refiero al protagonizado por las feministas radicales MacKinnon y Dworkin, quienes se aliaron con la Administración Reagan –de signo parcialmente neoconservador–, a fin de censurar la pornografía que entendían como parte de la cultura de la violación mediante la promulgación de una legislación prohibicionista. El diagnóstico ha tardado tiempo en ser compartido, pero las consecuencias prácticas que sacaron Dworkin y MacKinnon eran a todas luces erradas. Al hacer de la pornografía la expresión de una realidad propia del espacio público, convirtieron este en un peligro, alimentando así los discursos de protección de las mujeres que debía ser relegada a la esfera doméstica –por su propio bien–. Entraron de pleno entonces en la esfera de los intereses neocon.
¿Por qué aceptaron esa alianza Dworkin y MacKinnon? Podrían no haberlo hecho. Podrían haberse centrado en la desigualdad económica y en la necesidad de autonomía que permite fugarse de la violencia. O quizás en la valorización del trabajo de cuidado concebida como cuestión social y por tanto común, lo que en buena lógica supondría el socavamiento de la división sexual del trabajo y de sus efectos en el mercado laboral. Esto también tendría consecuencias en la desgenerización como horizonte. Sin embargo, la línea del feminismo materialista que en los años 70 era dominante, no fue continuada por ellas cuando se decidieron por una lucha procensura en relación a la pornografía. ¿Qué las empujó hacia esa extraña coalición con los conservadores? ¿Había allí también un intento de mantener y conservar un sujeto 'mujer', de fronteras fijas, inamovible? Este episodio del feminismo norteamericano es revelador.
Traído al presente podemos decir que también se nos plantean algunas preguntas: ¿cuánto tiempo perdurará la resistencia interna del feminismo al punitivismo que alientan los conservadores? Y sobre todo, en caso de mantenerse el antipunitivismo feminista firme y sin fisuras, ¿podrá convencer al resto de la sociedad?
En cualquier caso, centralizar la cuestión de la desigualdad únicamente en la violencia sexual tiene unos costos políticos previsibles que se evidencian ya en signos preocupantes, como la defensa de la exclusión de las mujeres trans del feminismo. Esta exclusión es imposible de justificar sobre la base de argumentos lógicos pero sí identitarios. En ese corporativismo excluyente, replegado en la identidad biológica, y con la que se teme arriesgar la posición de sujeto, se renuncia a hacer del feminismo una potencia transformadora. Se renuncia a su pretensión hegemónica, pues la hegemonía consiste en la apertura de un elemento concreto de conflicto a un plano de significación universal y en ganar predominio en dicha apertura. Ésa es la forma modernamente heredada e insoslayable de la política. Por ello, renunciar a una apuesta hegemónica es renunciar también a constituirse en sujeto político.
En esos términos, no se trata de salvaguardar una identidad “mujer” sino de asumir que el feminismo contiene en su reivindicación de los cuidados una potencia que no sería susceptible de ser atrapada en el lazo neoconservador. Se trata por tanto de la transformación de lo que hoy es ser hombre y ser mujer, porque el feminismo es cambiar lo que se concibe como sujeto político; supone rehacer el vínculo social en torno a la cuestión vital de la reproducción social de la vida, puesta seriamente en riesgo por el capitalismo financiero. Esto es urgente y beneficioso para todos (también para los varones) y lo más desestabilizador para el proyecto neoconservador, que es capitalista.
Por el lado neocon, las denuncias a los varones mediante el recurso a la Ley de Violencia de Género en realidad es para ellos una preocupación superficial. Podrían haber abierto el debate a reformar ley, sus protocolos y mecanismos jurídicos, sin derogarla (pues no se puede negar una violencia específica hacia las mujeres con más de 900 asesinadas desde 2003). Esto es, sin necesidad de hacer una enmienda a la totalidad en cuanto que instrumento legal de una venenosa “ideología de género”. De hecho, este “pasarse de frenada” con la cuestión sexual visibiliza a la ultraderecha, pero no permite producir las alianzas y los consensos necesarios para hacer útil el voto protesta que movilizan en términos de pactos de gobierno.
No obstante, este exceso tan poco medido con respecto del feminismo sería incomprensible si no latiese en su fondo el deseo de vertebrar la hegemonía de la clase dominante sobre el resto de la sociedad en torno a un masculinismo herido. Procura con ello integrar amplias capas sociales razonablemente descontentas con el sistema otorgándoles un estatus en el orden sexual y racial, una dignidad y sentido de pertenencia, que el mismo sistema económico que quieren preservar les roba. De ahí la estúpida retórica antisistema de una gente neoliberal y absolutamente sistémica. Sin esa función reguladora y de cohesión en torno a la idea de nación y de normalidad sexual que le es propia, este clamoroso resentimiento masculinista no conformaría el núcleo duro de un discurso político que va de USA a España pasando por Brasil.
Es preciso por tanto no olvidar la razón de esta molestia profunda, a saber: la pérdida de centralidad de la masculinidad en tanto que forma de cohesión de clase. Dicho malestar se produjo ya en el espectro conservador a causa de la huelga feminista de 2018 sin que tuviera un protagonismo exclusivo la violencia sexual. Olvidar el vínculo de esa centralidad masculina con una cultura de clase es sencillamente echar en olvido la causa real de la confrontación, cuyo fondo es la clase, y permitir desplazarla hacia cuestiones puramente securitarias que retroalimentan al sujeto político conservador como ordenador y vertebrador de lo social. Lo que resultó perturbador del pasado 8M no fue un programa, absolutamente necesario y aún por hacer, sino sencillamente la posible hegemonía en el campo social de un feminismo de clase, anticapitalista. Pues así de central y de transformador es hoy el feminismo. Y de urgente. Si queremos, la tumba –no reactivamente, sino a la ofensiva– del proyecto conservador.
En la época del auge de los fascismos se trataba de generar un bloque social que integrase a la clase trabajadora autóctona, sobre la base de la cohesión del cuerpo sano de la nación. Una nación compuesta por cuerpos reales, normalizados, de buenas costumbres frente a la amenaza bolchevique –en medio de un impostado pánico rojo, pues tanto en Europa como en Norteamérica las organizaciones obreras estaban debilitadas, y se podría decir, derrotadas. El derrocamiento definitivo requería atraer al pueblo llano mediante operaciones culturales a las posiciones e intereses de la clase dominante. Tenían mucho más de revolución conservadora –en el caso europeo– y de ataque preventivo –en el estadounidense– que de reacción a una inminente revolución obrera. No obstante, sirvieron de barrera a la expresión del conflicto de clase.
El surgimiento neocon
Los neocon nacieron en Estados Unidos en la segunda mitad de los 70 y vuelven a esas fuentes con un propósito: reactualizar la estrategia de integración de los estratos populares por medio de una división fantasmática en bandos, la América popular y originaria y sus enemigos sexuales y raciales. La gran contestación anticapitalista que había recorrido tanto el Occidente rico como el amplio mundo sometido al colonialismo y al imperialismo había sido ya derrocada y una vez más, solo se trataba de rematar esa derrota. Con razón esa estrategia fue denominada por Thomas Frank el “contragolpe” o por Finkielkraut –otro de los estudiosos de este fenómeno político– la “revancha”. Ambos señalan que el escenario preferido de sus tácticas de movilización fue paradójicamente la cultura, la guerrilla cultural, y no la clase.
En ese tiempo, hicieron también su aparición los movimientos provida, y parecieron resurgir de sus cenizas todas las obsesiones en torno a la sexualidad y a la naturaleza de los sexos: los discursos de retorno al hogar y de protección de las mujeres, la homofobia más plena de odio –acrecentada además con la emergencia de la pandemia del sida–, la recuperación de las raíces cristianas y el puritanismo moral.
Podemos recordar un curioso episodio no mayoritario dentro del feminismo y contestado por él, pero muy significativo, cuyo foco de atención era la violencia contra las mujeres. Me refiero al protagonizado por las feministas radicales MacKinnon y Dworkin, quienes se aliaron con la Administración Reagan –de signo parcialmente neoconservador–, a fin de censurar la pornografía que entendían como parte de la cultura de la violación mediante la promulgación de una legislación prohibicionista. El diagnóstico ha tardado tiempo en ser compartido, pero las consecuencias prácticas que sacaron Dworkin y MacKinnon eran a todas luces erradas. Al hacer de la pornografía la expresión de una realidad propia del espacio público, convirtieron este en un peligro, alimentando así los discursos de protección de las mujeres que debía ser relegada a la esfera doméstica –por su propio bien–. Entraron de pleno entonces en la esfera de los intereses neocon.
¿Por qué aceptaron esa alianza Dworkin y MacKinnon? Podrían no haberlo hecho. Podrían haberse centrado en la desigualdad económica y en la necesidad de autonomía que permite fugarse de la violencia. O quizás en la valorización del trabajo de cuidado concebida como cuestión social y por tanto común, lo que en buena lógica supondría el socavamiento de la división sexual del trabajo y de sus efectos en el mercado laboral. Esto también tendría consecuencias en la desgenerización como horizonte. Sin embargo, la línea del feminismo materialista que en los años 70 era dominante, no fue continuada por ellas cuando se decidieron por una lucha procensura en relación a la pornografía. ¿Qué las empujó hacia esa extraña coalición con los conservadores? ¿Había allí también un intento de mantener y conservar un sujeto 'mujer', de fronteras fijas, inamovible? Este episodio del feminismo norteamericano es revelador.
Traído al presente podemos decir que también se nos plantean algunas preguntas: ¿cuánto tiempo perdurará la resistencia interna del feminismo al punitivismo que alientan los conservadores? Y sobre todo, en caso de mantenerse el antipunitivismo feminista firme y sin fisuras, ¿podrá convencer al resto de la sociedad?
En cualquier caso, centralizar la cuestión de la desigualdad únicamente en la violencia sexual tiene unos costos políticos previsibles que se evidencian ya en signos preocupantes, como la defensa de la exclusión de las mujeres trans del feminismo. Esta exclusión es imposible de justificar sobre la base de argumentos lógicos pero sí identitarios. En ese corporativismo excluyente, replegado en la identidad biológica, y con la que se teme arriesgar la posición de sujeto, se renuncia a hacer del feminismo una potencia transformadora. Se renuncia a su pretensión hegemónica, pues la hegemonía consiste en la apertura de un elemento concreto de conflicto a un plano de significación universal y en ganar predominio en dicha apertura. Ésa es la forma modernamente heredada e insoslayable de la política. Por ello, renunciar a una apuesta hegemónica es renunciar también a constituirse en sujeto político.
En esos términos, no se trata de salvaguardar una identidad “mujer” sino de asumir que el feminismo contiene en su reivindicación de los cuidados una potencia que no sería susceptible de ser atrapada en el lazo neoconservador. Se trata por tanto de la transformación de lo que hoy es ser hombre y ser mujer, porque el feminismo es cambiar lo que se concibe como sujeto político; supone rehacer el vínculo social en torno a la cuestión vital de la reproducción social de la vida, puesta seriamente en riesgo por el capitalismo financiero. Esto es urgente y beneficioso para todos (también para los varones) y lo más desestabilizador para el proyecto neoconservador, que es capitalista.
Por el lado neocon, las denuncias a los varones mediante el recurso a la Ley de Violencia de Género en realidad es para ellos una preocupación superficial. Podrían haber abierto el debate a reformar ley, sus protocolos y mecanismos jurídicos, sin derogarla (pues no se puede negar una violencia específica hacia las mujeres con más de 900 asesinadas desde 2003). Esto es, sin necesidad de hacer una enmienda a la totalidad en cuanto que instrumento legal de una venenosa “ideología de género”. De hecho, este “pasarse de frenada” con la cuestión sexual visibiliza a la ultraderecha, pero no permite producir las alianzas y los consensos necesarios para hacer útil el voto protesta que movilizan en términos de pactos de gobierno.
No obstante, este exceso tan poco medido con respecto del feminismo sería incomprensible si no latiese en su fondo el deseo de vertebrar la hegemonía de la clase dominante sobre el resto de la sociedad en torno a un masculinismo herido. Procura con ello integrar amplias capas sociales razonablemente descontentas con el sistema otorgándoles un estatus en el orden sexual y racial, una dignidad y sentido de pertenencia, que el mismo sistema económico que quieren preservar les roba. De ahí la estúpida retórica antisistema de una gente neoliberal y absolutamente sistémica. Sin esa función reguladora y de cohesión en torno a la idea de nación y de normalidad sexual que le es propia, este clamoroso resentimiento masculinista no conformaría el núcleo duro de un discurso político que va de USA a España pasando por Brasil.
Es preciso por tanto no olvidar la razón de esta molestia profunda, a saber: la pérdida de centralidad de la masculinidad en tanto que forma de cohesión de clase. Dicho malestar se produjo ya en el espectro conservador a causa de la huelga feminista de 2018 sin que tuviera un protagonismo exclusivo la violencia sexual. Olvidar el vínculo de esa centralidad masculina con una cultura de clase es sencillamente echar en olvido la causa real de la confrontación, cuyo fondo es la clase, y permitir desplazarla hacia cuestiones puramente securitarias que retroalimentan al sujeto político conservador como ordenador y vertebrador de lo social. Lo que resultó perturbador del pasado 8M no fue un programa, absolutamente necesario y aún por hacer, sino sencillamente la posible hegemonía en el campo social de un feminismo de clase, anticapitalista. Pues así de central y de transformador es hoy el feminismo. Y de urgente. Si queremos, la tumba –no reactivamente, sino a la ofensiva– del proyecto conservador.
Fernanda Rodríguez. Filósofa especializada en temas de género.
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