Imagen: El Periódico Extremadura |
El mal solo es posible si hay voluntad o intención moral de hacerlo.
Víctor Bermúdez | El Periódico Extremadura, 2019-01-30
https://www.elperiodicoextremadura.com/noticias/opinion/etica-noruegos_1141167.html
Algunos de mis alumnos de Ética se escandalizan cuando les hablo del sistema penitenciario noruego: condenas muy breves, prisiones que parecen pueblos idílicos, presos que, además de estudiar o trabajar, esquían, pasean en bici, cocinan o usan el ordenador en espaciosas celdas individuales a las que acceden con su propia llave... Como el objetivo fundamental es la rápida reinserción de los reclusos, se les permite vivir casi como si estuvieran en libertad. Mis alumnos no dan crédito. Cuando añado que el índice de reincidencia en Noruega es el más bajo del mundo (un 20%, a diferencia de países como EEUU, donde llega al 76%), algunos se muestran indignados. «Sí –me dicen–, es posible que el sistema noruego sea más eficaz; pero no es justo». «¿Por qué? –les pregunto yo–». «Muy sencillo, profe: porque los criminales tienen que sufrir, tal como han hecho sufrir a los demás».
Estas dos ideas de justicia, la «ley del talión» que citan mis alumnos, y el principio de reinserción de las cárceles noruegas, no solo están en las antípodas en cuanto a cómo hay que responder al mal (con lo mismo –la venganza–, o con lo otro –el bien de rehabilitar al preso–), sino también en cuanto a cómo interpretar ese mismo mal.
Para tratar este asunto empecemos por un sencillo dilema. Veamos. El mal solo es posible si hay voluntad o intención moral de hacerlo (nadie calificaría de «malvado» a un volcán –que carece de intención o voluntad– por entrar en erupción y destruir un pueblo). Ahora bien, la voluntad moral implica tener cierta conciencia y libertad de elección (por eso tampoco creemos «malvados» a los niños o los animales; ambos tienen voluntad, pero no plena conciencia o libertad). «Malo» solo puede ser, pues, quien es libre; esto es: quien puede decidir y no está obligado por las circunstancias ni por otros criterios de valor que no sean los suyos. ¿Y es esto posible? ¿Somos realmente libres las personas? Hay dos respuestas a esta pregunta. Si no somos libres, no podemos ser «malvados» (tal como no lo es un volcán o un animal). Pero si somos libres... ¿Cómo vamos a ser «malos» por actuar según nuestro propio criterio? ¿No es la libertad una de las propiedades con las que definimos la naturaleza y la dignidad humanas? ¿Cómo vamos entonces a castigar a un ser humano por portarse como... un ser humano?
Obviamente –dirá alguien–, el problema es que hay quien aprovecha esa libertad para escoger el «mal». ¿Pero es esto posible? La verdad es que no. Todo el mundo –criminales incluidos– actúa en la creencia de que lo que hace representa su mejor opción. Y casi todos –también nosotros– calculamos esas opciones dándole prioridad al bien o interés propio (o al de los «nuestros») por encima del bien o el interés de los demás. Para todos, pues, la acción que elegimos (sea egoísta o altruista) es, a cada momento, la que creemos mejor o más acorde a nuestros fines o intereses. ¿Dónde está el «mal» aquí? ¿Debería una persona –libre– no elegir o actuar según lo que ella misma cree bueno, correcto o interesante?
También podría ocurrir –se dirá– que alguien crea saber lo que está bien y, aún así, y por «debilidad de la voluntad», se incline hacia el «mal». Pero esto es muy extraño. Si una «voluntad débil» sigue siendo «voluntad» se guiará por lo que ella cree un bien, no por un «mal». A lo sumo, este caso podría representar un conflicto de valores (el de aquél al que se le presentan bienes distintos e incompatibles) pero no una presunta (e incomprensible) tendencia al «mal».
Ante el presunto «malvado» que, en ejercicio de su libertad, actúa según su propio criterio de corrección moral, no podemos objetar más que una cosa: que, contra lo que él cree, su criterio sea éticamente erróneo. Pero quien comete errores no es «malvado», sino ignorante. Y el ignorante no merece venganza, sino educación (ética, reflexiva, critica, pues se trata de educar a seres libres). Quién, por la incorregible irracionalidad que suponga a los valores o las personas, no crea esto posible tendrá las mismas razones para castigar a los «malvados» que las tendría un ciego para juzgar la visión de otro, o un juez para condenar a un volcán: ninguna.
Estas dos ideas de justicia, la «ley del talión» que citan mis alumnos, y el principio de reinserción de las cárceles noruegas, no solo están en las antípodas en cuanto a cómo hay que responder al mal (con lo mismo –la venganza–, o con lo otro –el bien de rehabilitar al preso–), sino también en cuanto a cómo interpretar ese mismo mal.
Para tratar este asunto empecemos por un sencillo dilema. Veamos. El mal solo es posible si hay voluntad o intención moral de hacerlo (nadie calificaría de «malvado» a un volcán –que carece de intención o voluntad– por entrar en erupción y destruir un pueblo). Ahora bien, la voluntad moral implica tener cierta conciencia y libertad de elección (por eso tampoco creemos «malvados» a los niños o los animales; ambos tienen voluntad, pero no plena conciencia o libertad). «Malo» solo puede ser, pues, quien es libre; esto es: quien puede decidir y no está obligado por las circunstancias ni por otros criterios de valor que no sean los suyos. ¿Y es esto posible? ¿Somos realmente libres las personas? Hay dos respuestas a esta pregunta. Si no somos libres, no podemos ser «malvados» (tal como no lo es un volcán o un animal). Pero si somos libres... ¿Cómo vamos a ser «malos» por actuar según nuestro propio criterio? ¿No es la libertad una de las propiedades con las que definimos la naturaleza y la dignidad humanas? ¿Cómo vamos entonces a castigar a un ser humano por portarse como... un ser humano?
Obviamente –dirá alguien–, el problema es que hay quien aprovecha esa libertad para escoger el «mal». ¿Pero es esto posible? La verdad es que no. Todo el mundo –criminales incluidos– actúa en la creencia de que lo que hace representa su mejor opción. Y casi todos –también nosotros– calculamos esas opciones dándole prioridad al bien o interés propio (o al de los «nuestros») por encima del bien o el interés de los demás. Para todos, pues, la acción que elegimos (sea egoísta o altruista) es, a cada momento, la que creemos mejor o más acorde a nuestros fines o intereses. ¿Dónde está el «mal» aquí? ¿Debería una persona –libre– no elegir o actuar según lo que ella misma cree bueno, correcto o interesante?
También podría ocurrir –se dirá– que alguien crea saber lo que está bien y, aún así, y por «debilidad de la voluntad», se incline hacia el «mal». Pero esto es muy extraño. Si una «voluntad débil» sigue siendo «voluntad» se guiará por lo que ella cree un bien, no por un «mal». A lo sumo, este caso podría representar un conflicto de valores (el de aquél al que se le presentan bienes distintos e incompatibles) pero no una presunta (e incomprensible) tendencia al «mal».
Ante el presunto «malvado» que, en ejercicio de su libertad, actúa según su propio criterio de corrección moral, no podemos objetar más que una cosa: que, contra lo que él cree, su criterio sea éticamente erróneo. Pero quien comete errores no es «malvado», sino ignorante. Y el ignorante no merece venganza, sino educación (ética, reflexiva, critica, pues se trata de educar a seres libres). Quién, por la incorregible irracionalidad que suponga a los valores o las personas, no crea esto posible tendrá las mismas razones para castigar a los «malvados» que las tendría un ciego para juzgar la visión de otro, o un juez para condenar a un volcán: ninguna.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.