Imagen: El País / Ilustración de Nicolás Aznárez |
Hay que desenmascarar la disyuntiva falaz entre luchas de clase y luchas transfeministas y anticoloniales. Estamos ante un cambio de paradigma que exige la invención de nuevas instituciones y contratos sociales.
Paul B. Preciado | El País, 2019-01-26
https://elpais.com/elpais/2019/01/25/opinion/1548414649_175774.html
Como hace tan solo unos meses que me he mudado desde Atenas a París, el pasado sábado me levanté aún confundido y al abrir la ventana parisiense y ver varios cubos de basura ardiendo creí por un momento estar todavía en las calles que llevan hasta la plaza Sintagma. Con el levantamiento de los ‘gilets jaunes’ asistimos a la helenización del conflicto francés o, por invertir el sentido de la metáfora, a la europeización del conflicto griego. Lo que está sucediendo es el desplazamiento de las formas de opresión, pero también de resistencia y de contestación, desde los márgenes de Europa al centro. Este desbordamiento se repite en el perímetro nacional desplazándose desde las rotondas de las provincias a las avenidas de la capital. La onda expansiva de la crisis de las instituciones democráticas europeas que sacudió a los países designados como PIGS (Portugal, Italia, Grecia y España) en 2011 y que estalló en Grecia en junio de 2015, cuando la comunidad europea se negó a aceptar las consecuencias políticas del resultado del referéndum sobre el rescate financiero y la imposición de medidas de austeridad, no ha podido ser contenida en los márgenes y ha alcanzado progresivamente el centro, extendiéndose durante estos últimos años hasta Francia.
El derrumbe del Parlamento griego, que los que podríamos llamar, por oposición a los PIGS, ‘lobos’ de Europa, Francia y Alemania, propiciaron y aplaudieron desde su trono colonial, no era sino la primera detonación de una explosión programada de todas las instituciones democráticas europeas. Las brutales políticas aplicadas en Grecia se fueron extendiendo poco a poco desde Atenas hasta París: misma neoliberalización del mercado de trabajo, semejante estrangulación fiscal de las clases medias, similar desmantelamiento de las instituciones públicas, idéntica precarización extrema de los trabajadores pobres, idéntico recrudecimiento de las políticas migratorias, misma acentuación de los lenguajes institucionales racistas como único modo de dar cohesión nacional a un tejido social fracturado.
Si las revueltas se han manifestado así en Francia no es solo por la generalización del ataque neoliberal contra los Estados del bienestar, sino también porque Francia se ha convertido en otro ‘cerdo’ en relación con el coloso alemán. Las desigualdades del Euro acentuadas por las desigualdades de clase hacen que las clases populares francesas sean tratadas aquí como el “populacho” griego lo es en Europa: como el sur de la nación. “Que se pudran”, parecen afirmar al unísono multinacionales, accionistas y dirigentes, sin comprender que la podredumbre del lumpen será pronto la suya propia. A nadie en este extremo de Europa le importó que ardiera Exarchia: ahora lo que arden son los Campos Elíseos.
Con el paso de la crisis y la contestación de la periferia al centro, cambian los contrastes y los juegos de fondo y forma: Europa ocultó la crisis de la democracia representativa en Grecia bajo la apariencia de lo que llamó la doble crisis de la deuda y de los refugiados. Se dijo de los griegos, llamándolos negros y otomanos de Europa, que eran vagos e incapaces de pagar impuestos. El cuerpo del migrante, señalado como amenaza para los límites (raciales, sexuales) de la nación, fue atacado en beneficio de la reconstrucción de una imagen nacional (blanca, occidental, viril) fuerte. En Francia, el desplazamiento del problema se repite: la crisis de la democracia representativa se convierte en una contestación por la pérdida de poder adquisitivo de las clases trabajadoras blancas y en un conflicto por la gestión de la migración de la que la extrema derecha francesa —como ya lo hizo Amanecer Dorado en Grecia— se alimenta en un banquete que devora pobreza y desarraigo y vomita lenguajes y símbolos coloniales y patriarcales. La esvástica se come la energía transformadora de los ‘chalecos amarillos’. Estamos, por decirlo con Pasolini, frente al proceso a través del que una subcultura de la cólera absorbe una subcultura de la oposición.
Esta transformación alquímica de la potencia de la revuelta en neonacionalismo es la que lleva a enfrentar el chaleco amarillo y la bandera verde, el chaleco amarillo y el gorro rosa. Todo parece afirmar que debemos escoger entre revuelta de clase y la ecología, entre la crítica del neoliberalismo y la revolución transfeminista.
Las ideas patriarcocoloniales de representación política, de Estado-nación, de familia y de ciudadanía han sufrido una erosión sin precedentes en los últimos cincuenta años. Desde abajo, estas nociones han sido puestas en cuestión por las minorías (entendidas no en términos de número, sino en términos de opresión y potencial revolucionario) de género, sexuales y raciales que denuncian el funcionamiento de estas instituciones de la modernidad como tecnologías de opresión. Los procesos de descolonización y de despatriarcalización iniciados en los años cincuenta y sesenta alcanzan hoy una dimensión planetaria y reclaman la invención de nuevas instituciones y contratos sociales. Por otra parte, y de forma simultánea, aunque inversa, los procesos de financiarización de la economía y robotización del trabajo han vaciado de contenido y poder los centros de decisión nacional del antiguo régimen y han desdibujado las formas de acción y reacción que daban cohesión a la revuelta de la clase obrera. Endeudada y con trabajos precarios externos a la fábrica, la nueva masa de e-proletarios carece de conciencia de e-clase y desconoce sus posibles alianzas transfeministas y anticoloniales.
Es preciso desenmascarar la falacia que se esconde bajo la disyuntiva entre luchas de clase y luchas transfeministas y anticoloniales. Estamos frente a un único proceso de revolución planetaria, de cambio de paradigma en el que una multiplicidad de vectores nuevos se opone a la vieja cultura necropolítica patriarco-colonial-capitalista. Este nuevo movimiento ecotransfeminista solo puede ser revolucionario puesto que exige al mismo tiempo un cambio total (desde el cuerpo al territorio, desde la institución a la imaginación) de los modos de producir y de reproducir la vida sobre el planeta. Es frente a esta revolución planetaria frente a la que se alzan, utilizando parte de la energía de las revueltas de los precarios como combustible alquímico, un proceso también planetario de contrarrevolución en Estados Unidos, Brasil, Turquía, Andalucía, Grecia o Francia.
La deriva helénica del conflicto francés exige la europeización urgente de la lucha. Solo desde este horizonte europeo e incluso cabría decir planetario, desde la internacionalización ecologista, anticolonial y transfeminista del conflicto y de la lucha, es posible enfrentar la crisis de la democracia representativa y el final del régimen del carbón-patriarcado-capitalismo.
La cuestión ya no es llevar o no un chaleco amarillo, sino dejar caer los pantalones del luchador viril. Afirmemos nuestra condición de cuerpo vulnerable frente al capitalismo patriarcocolonial. Devolvamos la sensualidad y la poesía a la lucha, que cada chaleco amarillo bese a otro, cada día una boca diferente, sin identidad y sin papeles. Pongamos semen seropositivo en la rabia y purpurina en la cólera para que la extrema derecha no pueda de ellas alimentarse. Que la lucha sea loca y marica. Hablemos con violencia del poder: que sean las palabras y no los cuerpos los que se desgarren. Y seamos poderosos al abrazar las calles. Que en la lucha quepan las manos temblorosas y las piernas débiles. Que lo único que haya que inmolar sea el nombre de todos los caudillos, pasados y por venir.
El derrumbe del Parlamento griego, que los que podríamos llamar, por oposición a los PIGS, ‘lobos’ de Europa, Francia y Alemania, propiciaron y aplaudieron desde su trono colonial, no era sino la primera detonación de una explosión programada de todas las instituciones democráticas europeas. Las brutales políticas aplicadas en Grecia se fueron extendiendo poco a poco desde Atenas hasta París: misma neoliberalización del mercado de trabajo, semejante estrangulación fiscal de las clases medias, similar desmantelamiento de las instituciones públicas, idéntica precarización extrema de los trabajadores pobres, idéntico recrudecimiento de las políticas migratorias, misma acentuación de los lenguajes institucionales racistas como único modo de dar cohesión nacional a un tejido social fracturado.
Si las revueltas se han manifestado así en Francia no es solo por la generalización del ataque neoliberal contra los Estados del bienestar, sino también porque Francia se ha convertido en otro ‘cerdo’ en relación con el coloso alemán. Las desigualdades del Euro acentuadas por las desigualdades de clase hacen que las clases populares francesas sean tratadas aquí como el “populacho” griego lo es en Europa: como el sur de la nación. “Que se pudran”, parecen afirmar al unísono multinacionales, accionistas y dirigentes, sin comprender que la podredumbre del lumpen será pronto la suya propia. A nadie en este extremo de Europa le importó que ardiera Exarchia: ahora lo que arden son los Campos Elíseos.
Con el paso de la crisis y la contestación de la periferia al centro, cambian los contrastes y los juegos de fondo y forma: Europa ocultó la crisis de la democracia representativa en Grecia bajo la apariencia de lo que llamó la doble crisis de la deuda y de los refugiados. Se dijo de los griegos, llamándolos negros y otomanos de Europa, que eran vagos e incapaces de pagar impuestos. El cuerpo del migrante, señalado como amenaza para los límites (raciales, sexuales) de la nación, fue atacado en beneficio de la reconstrucción de una imagen nacional (blanca, occidental, viril) fuerte. En Francia, el desplazamiento del problema se repite: la crisis de la democracia representativa se convierte en una contestación por la pérdida de poder adquisitivo de las clases trabajadoras blancas y en un conflicto por la gestión de la migración de la que la extrema derecha francesa —como ya lo hizo Amanecer Dorado en Grecia— se alimenta en un banquete que devora pobreza y desarraigo y vomita lenguajes y símbolos coloniales y patriarcales. La esvástica se come la energía transformadora de los ‘chalecos amarillos’. Estamos, por decirlo con Pasolini, frente al proceso a través del que una subcultura de la cólera absorbe una subcultura de la oposición.
Esta transformación alquímica de la potencia de la revuelta en neonacionalismo es la que lleva a enfrentar el chaleco amarillo y la bandera verde, el chaleco amarillo y el gorro rosa. Todo parece afirmar que debemos escoger entre revuelta de clase y la ecología, entre la crítica del neoliberalismo y la revolución transfeminista.
Las ideas patriarcocoloniales de representación política, de Estado-nación, de familia y de ciudadanía han sufrido una erosión sin precedentes en los últimos cincuenta años. Desde abajo, estas nociones han sido puestas en cuestión por las minorías (entendidas no en términos de número, sino en términos de opresión y potencial revolucionario) de género, sexuales y raciales que denuncian el funcionamiento de estas instituciones de la modernidad como tecnologías de opresión. Los procesos de descolonización y de despatriarcalización iniciados en los años cincuenta y sesenta alcanzan hoy una dimensión planetaria y reclaman la invención de nuevas instituciones y contratos sociales. Por otra parte, y de forma simultánea, aunque inversa, los procesos de financiarización de la economía y robotización del trabajo han vaciado de contenido y poder los centros de decisión nacional del antiguo régimen y han desdibujado las formas de acción y reacción que daban cohesión a la revuelta de la clase obrera. Endeudada y con trabajos precarios externos a la fábrica, la nueva masa de e-proletarios carece de conciencia de e-clase y desconoce sus posibles alianzas transfeministas y anticoloniales.
Es preciso desenmascarar la falacia que se esconde bajo la disyuntiva entre luchas de clase y luchas transfeministas y anticoloniales. Estamos frente a un único proceso de revolución planetaria, de cambio de paradigma en el que una multiplicidad de vectores nuevos se opone a la vieja cultura necropolítica patriarco-colonial-capitalista. Este nuevo movimiento ecotransfeminista solo puede ser revolucionario puesto que exige al mismo tiempo un cambio total (desde el cuerpo al territorio, desde la institución a la imaginación) de los modos de producir y de reproducir la vida sobre el planeta. Es frente a esta revolución planetaria frente a la que se alzan, utilizando parte de la energía de las revueltas de los precarios como combustible alquímico, un proceso también planetario de contrarrevolución en Estados Unidos, Brasil, Turquía, Andalucía, Grecia o Francia.
La deriva helénica del conflicto francés exige la europeización urgente de la lucha. Solo desde este horizonte europeo e incluso cabría decir planetario, desde la internacionalización ecologista, anticolonial y transfeminista del conflicto y de la lucha, es posible enfrentar la crisis de la democracia representativa y el final del régimen del carbón-patriarcado-capitalismo.
La cuestión ya no es llevar o no un chaleco amarillo, sino dejar caer los pantalones del luchador viril. Afirmemos nuestra condición de cuerpo vulnerable frente al capitalismo patriarcocolonial. Devolvamos la sensualidad y la poesía a la lucha, que cada chaleco amarillo bese a otro, cada día una boca diferente, sin identidad y sin papeles. Pongamos semen seropositivo en la rabia y purpurina en la cólera para que la extrema derecha no pueda de ellas alimentarse. Que la lucha sea loca y marica. Hablemos con violencia del poder: que sean las palabras y no los cuerpos los que se desgarren. Y seamos poderosos al abrazar las calles. Que en la lucha quepan las manos temblorosas y las piernas débiles. Que lo único que haya que inmolar sea el nombre de todos los caudillos, pasados y por venir.
Paul B. Preciado es filósofo.
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