Pablo Pérez Navarro | Pikara Magazine, 2015-06-04
http://www.pikaramagazine.com/2015/06/plataformas-polifonias-y-alcaldias-pro-derechos/
Para algunas, pensar el 15M comienza a adquirir tintes de nostalgia revolucionaria. Sin embargo, ahora que las alcaldías de nuestras ciudades se han convertido en el epicentro del terremoto político postelectoral, urge tener presente el modo en que la ola de protestas que ha recorrido medio mundo en los últimos cuatro años hizo de los espacios públicos de las ciudades su centro de operaciones. Tras estos últimos cuatro años de sucesivas luchas, quizá nada sea más útil para orientarnos en la actual sismología política que recordar el modo en que cada plaza ocupada reinventó los asépticos espacios de consumo por los que transitamos en las ciudades que otros se empeñan en diseñar para nosotras.
Y es que, por más que una mirara el mapa de ocupaciones como la de Acampada Sol, quienes por allí anduvieron saben que bastaba doblar cualquier esquina para perderse en su particular territorio. En primer lugar porque estaba inmerso en un proceso de continua transformación, añadiendo una frenética dimensión temporal al espacio de la indignación. Pero también porque el suelo de la plaza bastaba para albergar, en su aparentemente reducida superficie, una densidad de espacios arquitectónicos y políticos de la que ningún mapa podía nunca terminar de dar cuenta. Residía aquí su particular dimensión heterotópica, aquella que Michel Foucault atribuyó a los espacios que cortocircuitan, con un siempre ambivalente impulso utópico, la monotonía tridimensional en que transcurren nuestras vidas.
Fue esta singularidad espacial de las acampadas la que permitió cristalizar sobre los adoquines el “no nos representan”, lanzando una carga de profundidad contra las desgastadas lógicas de la representación política. No había allí lugar ni para su versión idealizada, la que proclama “una persona, un voto”. En la práctica, en las acampadas, cualquier grupo mínimamente organizado de cuerpos podía producir, ocupando su propio espacio en la plaza, alcanzando o bloqueando consensos en las asambleas generales, efectos de largo alcance, en ocasiones por completo inesperados. Fue así como grupos de trabajo dedicados a cuestiones aparentemente “marginales” al heterogéneo movimiento, como Feminismos Sol o la Transmaricabollo de Sol, junto con Feministes Indignades en Barcelona, Setas Feministas en Sevilla y tantas otras lograron un impacto transfeminista y queerificante que transformó, pese a las resistencias, el 15M como un todo.
Gracias sin duda a esa singular lógica política y espacial de la acampada, que unía la ocupación del espacio con la de la articulación de una voz propia, pero también a que ninguna de ellas fue nunca una mera suma de demandas, de posiciones políticas y mucho menos de votos. Antes bien, eran todas, por su parte, una suma de cuerpos asambleados tan densa como la acampada misma: internamente diversas, hasta la más inoperativa de las náuseas en ocasiones, pero justamente por ello tan complejas e irreductibles como para hacer del conflicto permanente una fuente perpetua de recursos con los que reinventar el espacio de las acampadas y, de paso, el de las ciudades en la que estas se habían instalado.
Al final, eso era el 15M: un espacio de desencuentro permanente entre un sinfín de posiciones íntimamente irreconciliables que estaban, pese a todo, condenadas a escucharse hasta poder tomar, de cuando en cuando, decisiones conjuntas. Cualquier parecido de los consensos alcanzados con la propuesta original de cualquier individuo o colectivo fue siempre pura coincidencia. Precisamente por eso el espacio político del 15M, el que se abrió con la ocupación y reinvención del espacio público, siempre ha sido inconmensurablemente mayor que la suma de cada una sus partes. Por eso está abocado al fracaso, en múltiples y variados grados, cualquiera que pretenda traducir en una voz única la hiperbólicamente diversa indignación colectiva. Pese a lo cual, a nadie se le escapa, de la graduación de ese fracaso en la tarea de traducción dependían en gran medida los resultados del pasado domingo. A ella han estado entregados no sólo Podemos, sino también las plataformas ciudadanas e incluso, en su perverso registro neoliberal, Ciudadanos.
Traducir la indignación: Euclides contra el fin de los días
Pocos meses después de la toma de las plazas publicaba su candidatura, en el universo alternativo de las redes sociales, un partido que llevaba al lovecraftiano y apocalíptico dios Cthulhu como cabeza de lista. Su nombre, Partido no Euclidiano (Por el fin de los Días). En la monstruosa composición de su lista, junto con esta insólita vocación por instalarse más allá de la geometría euclidiana –la que nos enseñaron en la escuela, esa en la que la recta es siempre la línea más corta entre dos puntos- refleja quizá mejor que ninguna, en su poética inexistencia, la imposibilidad de una traducción institucional de la hidra de mil cabezas que brotó de los suelos de las plazas de nuestras ciudades. Partiendo de la base de que la hidra es en efecto intraducible o de que, al menos, cualquier traducción deja tras de sí un resto irrecuperable, que en nuestro neoliberalizado mundo real hayan sido las candidaturas ciudadanas las que más cerca han estado -consumándola incluso en ciudades clave- de la toma de las instituciones, haciendo posible lo impensable hace tan solo unos meses, no puede, no debe, ser tomado a la ligera.
Es muy posible que, para empezar, la escala municipalista permitiera reflejar, mejor que ninguna otra, la lucha por recuperar el derecho a la ciudad del que hablara un gran pensador del espacio urbano, Henri Lefebvre, inspirado por las revueltas estudiantiles de mayo del 68. La misma que con tanta claridad ha resonado en la ocupación de las plazas a lo largo y ancho del globo en los últimos años. Como evidente parece, además, que es en las plataformas ciudadanas donde, gracias a su intento –siempre incompleto- de abrir espacios de encuentro y de desencuentro entre multitud de colectivos, ha podido filtrarse con mayor fuerza el impulso utópico del que venimos hablando, junto con la irrenunciablemente polifónica densidad política que lo acompaña. Pese a las prepotencias varias, claro está, de unos partidos que sólo en ocasiones han estado a la altura de la responsabilidad histórica.
Por supuesto, buena parte del movimiento 15M, junto con sus derivas y mutaciones subsiguientes, no podría sentirse más ajena a los procesos electorales. Incluyendo el que ha tomado forma en clave municipalista. No todas las que hacen posible la resistencia política día a día en nuestras ciudades -y sin las que no hubiera sido posibles acontecimientos como el del 15M- se aproximarían a menos de algunos años luz de distancia de las nuevas plataformas. Y, sin embargo, no es menos cierto que las asambleas ciudadanas han abierto, en relación directa con el tejido asociativo de cada ciudad, procesos lo suficientemente inclusivos, arriesgados e impredecibles como para haber logrado desbordar, aquí y ahora, los presumibles límites de lo posible en el campo de la representación política en la ciudad. Pese a los restos intraducibles de cada uno de los movimientos sociales que han participado en su construcción, se han convertido en una suma de voces, también ellas, mucho más fuertes que la simple suma de sus partes.
Del miedo a lo imposible a las alcaldías pro-derechos
Aunque Podemos sea el partido que más peso individual ha tenido en los resultados de las plataformas electorales en las que se ha integrado, al parecer carece de esta vocación por la apertura de espacios plurales de encuentro quien más reclama para sí, en todo el espectro político, la herencia del 15M. El muy euclídeo bautismo geométrico de sus círculos no podía ser, lo sabe bien Cthulhu, más premonitorio. Lejos de concentrarse en tejer redes entre movimientos sociales, la principal tarea de esos círculos que lo asemejan a un “movimiento social” de formas asamblearias no ha sido otra que la de -en el mejor de los casos, en contra de sí mismos-, servir de soporte a la monocorde voz del partido. Con la mirada dividida entre su propia superficie y la cúspide de la pirámide –seamos precisos, del cono-, fueron trazados para que en ellos pudiera suceder cualquier cosa menos lo impensable.
Las diferencias entre geometrías y superficies políticas, planas unas y multidimensionales otras, se refleja, además de en los resultados electorales –achacar a la más o menos habilidosa configuración de las listas las diferencia de más de doscientas mil personas que, habiendo votado Ahora Madrid en las municipales no lo hicieron por Podemos en las autonómicas sería, cuanto menos, extrañamente osado- en un sinfín de diferencias. Entre todas ellas, hay una que me parece especialmente clara para entender el abismal salto que la apertura de espacios políticos abiertos a encuentros no precocinados puede llegar a representar. No es casualidad que en las plataformas de Madrid o Barcelona se hayan llegado a abrir paso las hasta ahora siempre ignoradas demandas, a nivel institucional, de los colectivos de trabajadoras del sexo, ante las cuales se levantaban siempre los más infranqueables muros.
Por su parte, el programa de Ahora Madrid incluye entre sus medidas para la incorporación de la perspectiva de género y el enfoque de derechos humanos la de “desarrollar políticas a favor de los derechos de las prostitutas en colaboración con ellas, de forma que se garantice su integridad física, sus derechos ciudadanos, sus derechos de imagen, sus condiciones laborales y los recursos sociales necesarios para el abandono del ejercicio de la prostitución si así lo deciden”. Mientras que Barcelona en Comú critica sin reparos, por la suya, las infames ordenanzas municipales que, a golpe de multas, generan “mayor vulnerabilidad y desprotección de las mujeres que ejercen la prostitución en la ciudad, tanto de las que lo hacen de forma voluntaria como forzada”, y se compromete a “poner fin a la persecución de las mujeres que ejercen prostitución en la ciudad y combatir la estigmatización y criminalización que sufren”.
Son unos párrafos breves, pero muy contundentes. Entre otras, tienen la rarísima virtud de evitar cualquier confusión entre el trabajo sexual y la trata de seres humanos, y prueban como pocos otros puntos de los programas la permeabilidad de las plataformas al tejido asociativo de sus respectivas ciudades. Un tejido que por supuesto incluye, entre otros colectivos de trabajadoras del sexo, a Hetaira en Madrid y a Prostitutas Indignadas en el imbricado activismo del barrio de El Raval en Barcelona.
Posicionamientos de este tipo son, por contra, inimaginables en el programa de un partido como Podemos, que ni siquiera se atreve a mentar en sus programas el tema del trabajo sexual. Su hipervigilante preocupación por la rentabilidad electoral de sus estrategias comunicativas hace que sean multitud los debates que no pueden siquiera llegar a articularse en su seno: aunque los círculos se hubieran convertido por algún milagro geométrico en un auténtico espacio de convergencia entre luchas ciudadanas, que incluyera por tanto a las de las trabajadoras del sexo, no cabe duda de que el debate habría sido abortado de raíz para evitar frentes críticos, minimizar riesgos, controlar daños. Es este sin duda un camino sin duda más tranquilo, pero por el que se pierde la posibilidad de sumar voces y multiplicar fuerzas para acabar, quién sabe, haciendo posible lo impensable. Al fin y al cabo, quién se iba a creer hace tan sólo unos días que era posible tener en Barcelona y Madrid dos alcaldías pro-derechos.
En fin, confiemos en que quedara el domingo lo suficientemente probado que, si otra política institucional es posible, lo será sólo a partir de la apertura de espacios de encuentro en los que, si bien nunca tendrá cabida más que un fragmento necesariamente incompleto de la indignación que inundó las calles hace cuatro años –declarémosla ya, de una vez por todas, inasimilable-, al menos se aprenda de ella: La unidad de la izquierda será polifónica o no será.
Y es que, por más que una mirara el mapa de ocupaciones como la de Acampada Sol, quienes por allí anduvieron saben que bastaba doblar cualquier esquina para perderse en su particular territorio. En primer lugar porque estaba inmerso en un proceso de continua transformación, añadiendo una frenética dimensión temporal al espacio de la indignación. Pero también porque el suelo de la plaza bastaba para albergar, en su aparentemente reducida superficie, una densidad de espacios arquitectónicos y políticos de la que ningún mapa podía nunca terminar de dar cuenta. Residía aquí su particular dimensión heterotópica, aquella que Michel Foucault atribuyó a los espacios que cortocircuitan, con un siempre ambivalente impulso utópico, la monotonía tridimensional en que transcurren nuestras vidas.
Fue esta singularidad espacial de las acampadas la que permitió cristalizar sobre los adoquines el “no nos representan”, lanzando una carga de profundidad contra las desgastadas lógicas de la representación política. No había allí lugar ni para su versión idealizada, la que proclama “una persona, un voto”. En la práctica, en las acampadas, cualquier grupo mínimamente organizado de cuerpos podía producir, ocupando su propio espacio en la plaza, alcanzando o bloqueando consensos en las asambleas generales, efectos de largo alcance, en ocasiones por completo inesperados. Fue así como grupos de trabajo dedicados a cuestiones aparentemente “marginales” al heterogéneo movimiento, como Feminismos Sol o la Transmaricabollo de Sol, junto con Feministes Indignades en Barcelona, Setas Feministas en Sevilla y tantas otras lograron un impacto transfeminista y queerificante que transformó, pese a las resistencias, el 15M como un todo.
Gracias sin duda a esa singular lógica política y espacial de la acampada, que unía la ocupación del espacio con la de la articulación de una voz propia, pero también a que ninguna de ellas fue nunca una mera suma de demandas, de posiciones políticas y mucho menos de votos. Antes bien, eran todas, por su parte, una suma de cuerpos asambleados tan densa como la acampada misma: internamente diversas, hasta la más inoperativa de las náuseas en ocasiones, pero justamente por ello tan complejas e irreductibles como para hacer del conflicto permanente una fuente perpetua de recursos con los que reinventar el espacio de las acampadas y, de paso, el de las ciudades en la que estas se habían instalado.
Al final, eso era el 15M: un espacio de desencuentro permanente entre un sinfín de posiciones íntimamente irreconciliables que estaban, pese a todo, condenadas a escucharse hasta poder tomar, de cuando en cuando, decisiones conjuntas. Cualquier parecido de los consensos alcanzados con la propuesta original de cualquier individuo o colectivo fue siempre pura coincidencia. Precisamente por eso el espacio político del 15M, el que se abrió con la ocupación y reinvención del espacio público, siempre ha sido inconmensurablemente mayor que la suma de cada una sus partes. Por eso está abocado al fracaso, en múltiples y variados grados, cualquiera que pretenda traducir en una voz única la hiperbólicamente diversa indignación colectiva. Pese a lo cual, a nadie se le escapa, de la graduación de ese fracaso en la tarea de traducción dependían en gran medida los resultados del pasado domingo. A ella han estado entregados no sólo Podemos, sino también las plataformas ciudadanas e incluso, en su perverso registro neoliberal, Ciudadanos.
Traducir la indignación: Euclides contra el fin de los días
Pocos meses después de la toma de las plazas publicaba su candidatura, en el universo alternativo de las redes sociales, un partido que llevaba al lovecraftiano y apocalíptico dios Cthulhu como cabeza de lista. Su nombre, Partido no Euclidiano (Por el fin de los Días). En la monstruosa composición de su lista, junto con esta insólita vocación por instalarse más allá de la geometría euclidiana –la que nos enseñaron en la escuela, esa en la que la recta es siempre la línea más corta entre dos puntos- refleja quizá mejor que ninguna, en su poética inexistencia, la imposibilidad de una traducción institucional de la hidra de mil cabezas que brotó de los suelos de las plazas de nuestras ciudades. Partiendo de la base de que la hidra es en efecto intraducible o de que, al menos, cualquier traducción deja tras de sí un resto irrecuperable, que en nuestro neoliberalizado mundo real hayan sido las candidaturas ciudadanas las que más cerca han estado -consumándola incluso en ciudades clave- de la toma de las instituciones, haciendo posible lo impensable hace tan solo unos meses, no puede, no debe, ser tomado a la ligera.
Es muy posible que, para empezar, la escala municipalista permitiera reflejar, mejor que ninguna otra, la lucha por recuperar el derecho a la ciudad del que hablara un gran pensador del espacio urbano, Henri Lefebvre, inspirado por las revueltas estudiantiles de mayo del 68. La misma que con tanta claridad ha resonado en la ocupación de las plazas a lo largo y ancho del globo en los últimos años. Como evidente parece, además, que es en las plataformas ciudadanas donde, gracias a su intento –siempre incompleto- de abrir espacios de encuentro y de desencuentro entre multitud de colectivos, ha podido filtrarse con mayor fuerza el impulso utópico del que venimos hablando, junto con la irrenunciablemente polifónica densidad política que lo acompaña. Pese a las prepotencias varias, claro está, de unos partidos que sólo en ocasiones han estado a la altura de la responsabilidad histórica.
Por supuesto, buena parte del movimiento 15M, junto con sus derivas y mutaciones subsiguientes, no podría sentirse más ajena a los procesos electorales. Incluyendo el que ha tomado forma en clave municipalista. No todas las que hacen posible la resistencia política día a día en nuestras ciudades -y sin las que no hubiera sido posibles acontecimientos como el del 15M- se aproximarían a menos de algunos años luz de distancia de las nuevas plataformas. Y, sin embargo, no es menos cierto que las asambleas ciudadanas han abierto, en relación directa con el tejido asociativo de cada ciudad, procesos lo suficientemente inclusivos, arriesgados e impredecibles como para haber logrado desbordar, aquí y ahora, los presumibles límites de lo posible en el campo de la representación política en la ciudad. Pese a los restos intraducibles de cada uno de los movimientos sociales que han participado en su construcción, se han convertido en una suma de voces, también ellas, mucho más fuertes que la simple suma de sus partes.
Del miedo a lo imposible a las alcaldías pro-derechos
Aunque Podemos sea el partido que más peso individual ha tenido en los resultados de las plataformas electorales en las que se ha integrado, al parecer carece de esta vocación por la apertura de espacios plurales de encuentro quien más reclama para sí, en todo el espectro político, la herencia del 15M. El muy euclídeo bautismo geométrico de sus círculos no podía ser, lo sabe bien Cthulhu, más premonitorio. Lejos de concentrarse en tejer redes entre movimientos sociales, la principal tarea de esos círculos que lo asemejan a un “movimiento social” de formas asamblearias no ha sido otra que la de -en el mejor de los casos, en contra de sí mismos-, servir de soporte a la monocorde voz del partido. Con la mirada dividida entre su propia superficie y la cúspide de la pirámide –seamos precisos, del cono-, fueron trazados para que en ellos pudiera suceder cualquier cosa menos lo impensable.
Las diferencias entre geometrías y superficies políticas, planas unas y multidimensionales otras, se refleja, además de en los resultados electorales –achacar a la más o menos habilidosa configuración de las listas las diferencia de más de doscientas mil personas que, habiendo votado Ahora Madrid en las municipales no lo hicieron por Podemos en las autonómicas sería, cuanto menos, extrañamente osado- en un sinfín de diferencias. Entre todas ellas, hay una que me parece especialmente clara para entender el abismal salto que la apertura de espacios políticos abiertos a encuentros no precocinados puede llegar a representar. No es casualidad que en las plataformas de Madrid o Barcelona se hayan llegado a abrir paso las hasta ahora siempre ignoradas demandas, a nivel institucional, de los colectivos de trabajadoras del sexo, ante las cuales se levantaban siempre los más infranqueables muros.
Por su parte, el programa de Ahora Madrid incluye entre sus medidas para la incorporación de la perspectiva de género y el enfoque de derechos humanos la de “desarrollar políticas a favor de los derechos de las prostitutas en colaboración con ellas, de forma que se garantice su integridad física, sus derechos ciudadanos, sus derechos de imagen, sus condiciones laborales y los recursos sociales necesarios para el abandono del ejercicio de la prostitución si así lo deciden”. Mientras que Barcelona en Comú critica sin reparos, por la suya, las infames ordenanzas municipales que, a golpe de multas, generan “mayor vulnerabilidad y desprotección de las mujeres que ejercen la prostitución en la ciudad, tanto de las que lo hacen de forma voluntaria como forzada”, y se compromete a “poner fin a la persecución de las mujeres que ejercen prostitución en la ciudad y combatir la estigmatización y criminalización que sufren”.
Son unos párrafos breves, pero muy contundentes. Entre otras, tienen la rarísima virtud de evitar cualquier confusión entre el trabajo sexual y la trata de seres humanos, y prueban como pocos otros puntos de los programas la permeabilidad de las plataformas al tejido asociativo de sus respectivas ciudades. Un tejido que por supuesto incluye, entre otros colectivos de trabajadoras del sexo, a Hetaira en Madrid y a Prostitutas Indignadas en el imbricado activismo del barrio de El Raval en Barcelona.
Posicionamientos de este tipo son, por contra, inimaginables en el programa de un partido como Podemos, que ni siquiera se atreve a mentar en sus programas el tema del trabajo sexual. Su hipervigilante preocupación por la rentabilidad electoral de sus estrategias comunicativas hace que sean multitud los debates que no pueden siquiera llegar a articularse en su seno: aunque los círculos se hubieran convertido por algún milagro geométrico en un auténtico espacio de convergencia entre luchas ciudadanas, que incluyera por tanto a las de las trabajadoras del sexo, no cabe duda de que el debate habría sido abortado de raíz para evitar frentes críticos, minimizar riesgos, controlar daños. Es este sin duda un camino sin duda más tranquilo, pero por el que se pierde la posibilidad de sumar voces y multiplicar fuerzas para acabar, quién sabe, haciendo posible lo impensable. Al fin y al cabo, quién se iba a creer hace tan sólo unos días que era posible tener en Barcelona y Madrid dos alcaldías pro-derechos.
En fin, confiemos en que quedara el domingo lo suficientemente probado que, si otra política institucional es posible, lo será sólo a partir de la apertura de espacios de encuentro en los que, si bien nunca tendrá cabida más que un fragmento necesariamente incompleto de la indignación que inundó las calles hace cuatro años –declarémosla ya, de una vez por todas, inasimilable-, al menos se aprenda de ella: La unidad de la izquierda será polifónica o no será.
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