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Sin selvas donde vivir y abandonados por el Gobierno, los pigmeos de Camerún se extinguen poco a poco
Chema Caballero | El País, 2016-08-10
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La ciudad camerunesa de Kribi es conocida por el turismo, sobre todo local, aunque también llegan hasta allí muchos cooperantes que trabajan en el país. Las playas, la desembocadura del río Lobé —que cae en cascada directamente sobre el mar— su pescado y mariscos… la hacen un lugar muy apetecible.
En el viaje sorprende ver que la selva que cubre todo el sur de Camerún desaparece de repente, y no queda ningún vestigio de ella. A ambos lados del camino se levanta una muralla de palmeras de aceite, entre la que se divisa a trabajadores que con largas pértigas cortan las grandes piñas de frutos rojos que crecen en sus copas. Luego, remolques tirados por tractores o pequeños camiones las transportan hasta los molinos donde serán transformadas.
La inmensa plantación pertenece a Socapalm, una empresa privatizada controlada en un 80% por el grupo de origen francés Bolloré. En el interior de la misma ha quedado atrapado un pueblo de pigmeos bagyelis que se llama Kilombo. Para llegar hasta él hay que sortear a los guardias de seguridad de la empresa, que tienen órdenes de no dejar pasar a nadie que no resida allí. Pero de vez en cuando hay suerte y un fuerte e intenso aguacero se convierte en aliado de Thérèse Ngoumnde y Chantal Wala, dos maestras, trabajadoras sociales y voluntarias de la ONG Zerca y Lejos, que también son bagyelis y van a visitar la comunidad.
Como tantos otros pueblos pigmeos, los bagyelis se encuentran atrapados entre su cultura tradicional y la modernidad. Estos primeros habitantes de la selva se han visto obligados a dejar de ser cazadores-recolectores seminómadas y asentarse en poblados. La degradación y desaparición de los bosques tropicales por la comercialización o su conversión en parques naturales son las responsables de este cambio. Ahora sin selva, sin medios de subsistencia y en muchos casos alcoholizados, los miembros de este pueblo han caído en una inacción y desidia que les están llevando a la extinción.
La anciana Germaine Biwong, partera del poblado, recuerda otros tiempos. "Entonces Socapalm no existía, ni había carretera” , dice desde el porche de su casa. “Todo era selva y solo vivíamos nosotros, los pigmeos”. Un poco más allá está el río, que hacía de frontera con el poblado bantú. "Ellos estaban a un lado y nosotros a otro. Y nunca teníamos problemas”. Biwong denuncia que cuando se supo que Socapalm iba a llegar a la zona, los bantúes se apropiaron de sus tierras y las vendieron. "Y a nosotros no nos dieron nada”.
Después llegó la empresa y empezó a arrancar la selva. “Nos prometieron muchas cosas pero no nos han dado nada y ponen problemas para todo, incluso si quieren te pueden encarcelar por hacer un pequeño huerto, porque dicen que la tierra es suya”, se queja la anciana. En la casa, construida con tablas de madera, hay un par de jóvenes, tres niños y una anciana, que se turnan para ir al fondo de la misma y beber de un par de garrafas de vino de palma. Mathieu Mvoue Mgouala es hijo de Germaine y lleva un año trabajando para Socapalm. “Echo pesticidas para matar las hierbas”, explica. “Es un trabajo peligroso, pero tengo que hacerlo para dar de comer a mi familia. Tengo una mujer y dos hijos”, dice señalando a la joven que da de mamar a un bebé junto a él.
“Ahora no tenemos caza para comer”, interviene su madre. Y el hijo añade que cuando quieren capturar alguna pieza tienen que caminar más de cuatro horas a través del palmeral hasta encontrar algo de selva. Tampoco pueden pescar, según la anciana, porque Socapalm "ha construido barreras en el río y ya no hay peces”.
En el pueblo de Namikumbi, que ha quedado reducido a una atracción turística, la situación no es muy distinta. La aldea está entre la plantación de Socapalm y el río Lobé. Cerca de la desembocadura de este, sobre un puente, un gran cartel anuncia circuitos de turismo sostenible para visitar a los pigmeos. El letrero dice que se trata de un proyecto que es parte de las Acciones de colaboración para Proyectos de Turismo sostenible (COAST, por sus siglas en inglés) que fue creado por el Fondo para el Medio Ambiente Mundial (FMAM) y financiado por el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (UNEP), la Organización de las Naciones Unidas para el Desarrollo Industrial (ONUDI) y la Organización Mundial del Turismo (OMT). Además cuenta con el apoyo del Ministerio de Turismo de Camerún y, junto a la orilla del río, otro cartel invita a respetar la cultura pigmea y, entre otras cosas, su desnudez. Este último también indica que el proyecto está catalogado por la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO) como una iniciativa para el mantenimiento de la diversidad cultural.
Bajo el puente, varios jóvenes con varias barcas de madera a motor esperan jugando al parchís a que lleguen los clientes. David Ludovic Nzie, uno de ellos, se presenta como guía turístico. "Cojo a los turistas aquí y los llevo al campamento pigmeo. Les hago de traductor y resuelvo sus dudas, porque los pigmeos no hablan francés, solo su idioma”. Según Nzie, a los bagyelis no se les paga “porque no saben qué hacer con el dinero. Les llevamos arroz o algo de comida”. El guía se queja de que estén "modernizados" y vayan vestidos con las ropas que les dan los visitantes. "Pero el pigmeo siempre será pigmeo, aunque se vista con ropa moderna".
Un poco más adelante hay un camino que las lluvias y el continuo paso de camiones han convertido en un lodazal. Cruza la autovía que varias empresas chinas construyen para unir el nuevo puerto de Kribi y el de Duala y deja a un lado la enorme planta embotelladora de agua que gestiona otra compañía del mismo país. Finalmente se llega al pequeño pueblo bantú (las etnias que no son pigmeas) que queda frente a la aldea bagyeli de Namikumbi, al otro lado del río. Es allí donde llegan los pigmeos en sus canoas.
Jacque Ngongo es el jefe bagyeli. Son las ocho de la mañana y está ya bebido, por lo que se hace difícil conversar con él. Confirma que en su pueblo residen unas 30 personas. Subsisten gracias a "lo que nos dan la selva, la caza y la recolección". También intercambian algunas de esas cosas con los bantúes por productos como arroz, ropa o aceite. El discurso de Ngongo parece aprendido y ensayado. Cuando se le dice que en la zona no queda nada de selva, solo el inmenso palmeral, intenta salir del paso. “Sí, es verdad, aquí no hay selva. Para cazar hay que ir más lejos. Tenemos que cruzar la plantación de Socapalm, lo que supone unas cuatro horas caminando, como mínimo”.
El líder pigmeo añade que si un día la selva desapareciera del todo, su pueblo tendría que buscar otras formas de vida, por eso piensa que el futuro está en la educación. "Estamos haciendo un gran esfuerzo para que todos los niños estén escolarizados". Una vez más parece decir lo que a los turistas les gusta oír. Porque Marie Belle Ndabouaive, la maestra de la escuela infantil del pueblo, donde solo estudian cinco alumnos, sabe muy bien que no es así. Cuando los pequeños terminan esa etapa no tienen a dónde ir porque el colegio de primaria está muy lejos. "Para llegar a la escuela media más cercana tienen que cruzar el río en piragua y luego caminar una hora y media", explica.
Al final del pueblo, en un lugar de reunión rodeado de troncos que hacen las veces de bancos, el jefe explica que es el lugar donde reciben a los turistas y bailan para ellos. Según el mandatario, los visitantes pueden pagar unos 15.000 francos cfa. (23 euros) cada uno al bantú que los trae desde el puente. Pero este último solo deja en el pueblo 30.000 francos cfa (unos 46 euros). "El dinero se reparte entre dos cajas: una para los hombres y otra para las mujeres. Se utiliza para comprar comida y ropa". ¿Y de dónde sale el alcohol? "No lo compramos, nos lo traen los turistas. Ayer tuvimos un grupo de 15 franceses y trajeron mucho".
Moïse Toixton, Beltran Ngouchire, Pascal Ndje y Junier Donzie, los jóvenes del pueblo, esperan sentados en uno de los troncos a que lleguen extranjeros. Toixton, de 21 años, es el único de los cuatro capaz de escribir —a duras penas— su nombre. Los cuatro se confiesan cansados de estar en el pueblo esperando que lleguen los turistas para bailar para ellos. Dicen que les gustaría trabajar como mecánicos de coches. Los jóvenes bagyelis denuncian que los bantúes que traen a los turistas les prohíben hablar en francés con los visitantes. "A veces nos hacen quitarnos la ropa y ponernos las faldas de rafia que ni siquiera nuestros padres llevaban. También nos prohiben llevar chanclas”.
¿Por qué aceptan ese tipo de exigencias? "No tenemos fuerza para enfrentarnos a los bantúes. Amenazan con denunciarnos al Gobierno por no querer colaborar con un proyecto apoyado por ellos y por el ayuntamiento de Kribi y por gente muy importante venida de fuera", cuentan.
Chantal Wala, de la ONG Zerka y Lejos, no está de acuerdo con esta justificación. “Quizás los ancianos no conocen otra salida , pero estos jóvenes entran en el juego del turismo, de pretender que no hablan francés o de tener que ir medio desnudos, porque en el fondo consiguen dinero fácil con el que beber sin tener que trabajar en otra cosa”. Por eso Wala y su compañera visitan las comunidades buscando qué alternativas —además de la educación— puede ofrecer la asociación a los bagyelis para que recuperen su orgullo y sus ganas de vivir. La tarea es difícil. Pero las dos jóvenes saben que de ello depende la supervivencia de su pueblo.
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