June Fernández | Pikara Magazine, 2015-07-31
http://www.pikaramagazine.com/2015/07/critica-nadie-avisa-a-una-puta-samanta-villar/
En el libro ‘Nadie avisa a una puta’, Samanta Villar se acerca a la vida cotidiana de mujeres que ejercen el trabajo sexual en condiciones dispares. Narra sus historias sin prejuicios, sin transmitir ni desprecio ni compasión, y subraya tanto las situaciones de injusticia que provoca la falta de derechos sociales y laborales como las estrategias de las mujeres para mejorar sus condiciones de vida.
“Josep tuvo un infarto, Montse. ¿No te dijeron nada?”. La prostituta se enteró de la muerte de uno de sus clientes más fieles y queridos al encontrarse casualmente con un compañero de trabajo tiempo después. “Tengo amigos fuera de la profesión a los que no veo tanto como le veía a él. Me habría gustado que alguien me hubiera avisado, porque yo también formaba parte de su vida y él de la mía. Pero, claro, nadie avisa a una puta”.
Es el fragmento que da título al primer libro de la popular reportera televisiva Samanta Villar. En ‘Nadie avisa a una puta’ (Libros del K.O.; interesante elección de editorial, por cierto), Villar se sumerge en la vida cotidiana de mujeres que ejercen la prostitución en condiciones muy variopintas: la historia de Montse [aunque no cita su apellido, es mi admirada Montse Neira, que nos regaló recientemente el imprescindible artículo ‘Me dejé violar por amor’], que atiende a una clientela selecta a domicilio y también se desplaza para trabajar como asistente sexual de personas con discapacidad, nada tiene que ver con la de la inmigrante nigeriana que se ve obligada a hacer la calle para saldar la deuda contraída con una red de trata durante su travesía africana. Poco tiene en común la vida precaria de la prostituta septuagenaria del Barrio Chino de Barcelona que no puede jubilarse con el lujo en el que se mueve una joven escort.
Las feministas abolicionistas afirman que la inmensa mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución lo hacen obligadas; las asociaciones de trabajadoras del sexo aseguran lo contrario, que la inmensa mayoría eligen este oficio de forma voluntaria. Villar se queda con los datos de un informe de la ONU que considera que una de cada siete mujeres que trabajan en la prostitución es víctima de las redes de trata de personas. De ahí que vertebre su libro en siete historias, de las cuales una de las protagonistas es víctima de trata.
¿El resto son libres? ¿Si hubieran podido elegir cualquier trabajo, hubieran optado por este? Pues los testimonios muestran que no hay dos historias iguales ni dos formas idénticas de vivir este oficio. Algunas empezaron a prostituirse hartas de la precariedad (y también del acoso sexual) que habían afrontado como empleadas domésticas o como camareras. Hay quien utiliza el trabajo sexual como estrategia temporal para pagarse los estudios y quien se inició como siguiente paso (más lucrativo) a una carrera vocacional como bailarina erótica. También encontramos en el libro a las señoras que se negaron a cumplir con el papel de esposas sumisas que les reservaba el Franquismo y, entre las otras alternativas, ser monjas o putas, escogieron ser putas. Algunas defienden su trabajo con orgullo; otras se sienten atrapadas en él.
Algunas de las protagonistas hicieron su primera felación entre lágrimas, otras afirman que fueron tratadas con respeto y que nunca hicieron nada que no hubieran hecho antes por gusto. Algunas defienden que en el mundo de la prostitución hay más humanidad y cariño de lo que la gente imagina; otras han sacado en claro que “los hombres son muy mentirosos, que no te puedes fiar de ninguno”, viendo cómo algunos emplean los diez minutos de espera mientras su suegro está en el ambulatorio para pagar por un polvo rápido en el piso de relax.
Los clientes, personajes secundarios en el libro, se muestran también todo lo diversos que cabe esperar atendiendo a la estadística del Ministerio de Sanidad (que la autora cita) que asegura que uno de cada tres hombres españoles han acudido a prostitutas al menos una vez en su vida. Hay solteros y casados, parados y jubilados, Guardias Civiles, maduritos apuestos que recuerdan a Richard Gere en Pretty Woman, jóvenes tíos buenos, agresores que secuestran a prostitutas para violarlas y golpearlas, proxenetas que prostituyen a sus parejas, borrachos que se ponen pesados en el club de alterne, mirones a los que les da vergüenza acercarse a una prostituta… Y el coprotagonista de una de las historias, el hombre enganchado a un foro de puteros que se retira (del foro y de la prostitución) al enamorarse de la ‘lumi’ a la que ha puntuado con un 9,5.
El objetivo de Samanta Villar es contar, sin prejuicios, sin transmitir ni desprecio ni compasión, la historia que hay detrás de cada mujer. Y lo hace muy bien. En primer lugar, porque le dedica horas, porque es capaz de ir cada día al bar Alegría, en El Raval, hasta que consigue ganarse la confianza de La Maña, que sigue ofreciendo sexo de pago a sus 74 años. “Creo que les divertía tener a una periodista allí que se interesaba por todo y que no parecía escandalizarse por nada”, señala Villar. Y, de todo lo que le contaron, la frase que se le quedó grabada cual mantra, la que repite cuando la entrevistan en los medios, la pronunció Montse: “Si no hubiera miseria, habría menos prostitutas. Pero si no hubiera estigma, habría muchas más”.
Ese estigma, asociado a una doble moral sobre la sexualidad, es al que la autora atribuye situaciones de injusticia como la falta de derechos laborales (incluida la jubilación), la falta de apoyo para que las personas con discapacidad puedan tener vida sexual o la persecución de la prostitución callejera mediante las ordenanzas cívicas a la vez que se toleran los prostíbulos bajo la fórmula hipócrita de afirmar que las prostitutas son clientas y no trabajadoras.
A la autora también le interesa señalar las estrategias de las trabajadoras del sexo: desde las fórmulas que han desarrollado algunas para poder cotizar a su actitud asertiva cuando hablan de clientes impresentables: “Yo no soporto que un tío venga a tocarme y a decirme tonterías. Si me saca de mis casillas, soy capaz de tirarle un vaso a la cara. Exijo que se nos trate con respeto”, cuenta Cristina, ‘clienta’ del falso hotel.
La lectora feminista se puede sentir en cambio decepcionada por la escasa crítica al modelo de sexualidad heteropatriarcal. Villar se ciñe al esquema de hombres discapacitados demandando asistentes sexuales mujeres o al de maridos cuya voracidad sexual se ve frustrada por la falta de libido de sus esposas. En una nota al pie cita de refilón la teoría feminista de que el patriarcado divide a las mujeres entre buenas y malas, esposas y putas, pero no tira de este hilo que hubiera permitido entender cómo se construyen la sexualidad de las mujeres y de los hombres. Y la diversidad sexo-genérica brilla por su ausencia: no aparecen prostitutas lesbianas ni trans, tampoco se menciona la prostitución gay.
Curiosamente, y en esto tampoco se detiene la autora, las protagonistas del libro apenas hablan de su propio placer. La anciana se jacta de haber follado mucho, mientras Verónica habla de los “dolores vaginales insufribles” por llegar a tener 32 clientes en un día. También asistimos a la disputa de las prostitutas de un piso por el cliente más deseado: “Este te quiere ver disfrutar en serio. Te preguntan lo que te gusta, y te lo hace”. Pero poco se indaga sobre cómo influye ejercer la prostitución tanto en las relaciones sexuales en pareja como en el autoerotismo.
Y mucho menos se problematiza que el motor de muchas de las protagonistas sea su atracción por el consumo desmedido y por el lujo: la prostitución como única forma de acceder a un tren de vida, de ropa de marca, joyas y perfumes caros, que supuestamente realiza a las mujeres. Como también realiza supuestamente a las mujeres sentirse elegidas y deseadas por hombres ricos y exitosos: “Me siento orgullosa, porque son importantes y me han elegido a mí. Me siento poderosa”, proclama la escort de lujo. La otra cara es la deprimente sentencia de una proxeneta cuando explica por qué intenta que todas “sus” chicas trabajen por igual: “Sobre todo lo hago por su autoestima. Si crees que es humillante tener que prostituirte para vivir, mucho más humillante es ponerte y que no te desee ningún hombre”.
‘Nadie avisa a una puta’ se lee del tirón y a gusto, porque se beneficia de la atracción que sigue generando este universo rodeado de tabúes, pero lo hace sin recrearse en la sordidez. El estilo sobrio y natural de la periodista, que no afirma una verdad única sino que nos acerca a la verdad de cada protagonista, que mide bien cuándo se hace presente en la narración y cuando desaparece (como en el estremecedor relato en persona de la víctima de trata), puede sorprender en una reportera televisiva que muchas asociábamos al ‘reality’ sensacionalista. Probablemente de esa experiencia de periodismo gonzo, Villar ha sacado (o aportado) la capacidad de fundirse en cada escenario y colarnos como entre bastidores para visualizar cómo se transforma el piso de relax en el que las prostitutas matan las horas en pijama cuando un cliente toca el timbre.
Curiosamente, Villar cierra el libro ofreciendo lo que esperábamos de ella (y lo que, por tanto, menos interesante resulta). En el último capítulo, se va de farra con la escort, transmitiendo cierta fascinación por ese estilo de vida salpicado de lujo, de conversaciones banales con ejecutivos y de cocaína. Tal vez lo haya hecho a propósito y, en un libro que va de combatir estigmas, haya querido terminar afirmando que ella también es poliédrica, que no por escribir este libro deja de ser la reportera de ‘21 días’.
“Josep tuvo un infarto, Montse. ¿No te dijeron nada?”. La prostituta se enteró de la muerte de uno de sus clientes más fieles y queridos al encontrarse casualmente con un compañero de trabajo tiempo después. “Tengo amigos fuera de la profesión a los que no veo tanto como le veía a él. Me habría gustado que alguien me hubiera avisado, porque yo también formaba parte de su vida y él de la mía. Pero, claro, nadie avisa a una puta”.
Es el fragmento que da título al primer libro de la popular reportera televisiva Samanta Villar. En ‘Nadie avisa a una puta’ (Libros del K.O.; interesante elección de editorial, por cierto), Villar se sumerge en la vida cotidiana de mujeres que ejercen la prostitución en condiciones muy variopintas: la historia de Montse [aunque no cita su apellido, es mi admirada Montse Neira, que nos regaló recientemente el imprescindible artículo ‘Me dejé violar por amor’], que atiende a una clientela selecta a domicilio y también se desplaza para trabajar como asistente sexual de personas con discapacidad, nada tiene que ver con la de la inmigrante nigeriana que se ve obligada a hacer la calle para saldar la deuda contraída con una red de trata durante su travesía africana. Poco tiene en común la vida precaria de la prostituta septuagenaria del Barrio Chino de Barcelona que no puede jubilarse con el lujo en el que se mueve una joven escort.
Las feministas abolicionistas afirman que la inmensa mayoría de las mujeres que ejercen la prostitución lo hacen obligadas; las asociaciones de trabajadoras del sexo aseguran lo contrario, que la inmensa mayoría eligen este oficio de forma voluntaria. Villar se queda con los datos de un informe de la ONU que considera que una de cada siete mujeres que trabajan en la prostitución es víctima de las redes de trata de personas. De ahí que vertebre su libro en siete historias, de las cuales una de las protagonistas es víctima de trata.
¿El resto son libres? ¿Si hubieran podido elegir cualquier trabajo, hubieran optado por este? Pues los testimonios muestran que no hay dos historias iguales ni dos formas idénticas de vivir este oficio. Algunas empezaron a prostituirse hartas de la precariedad (y también del acoso sexual) que habían afrontado como empleadas domésticas o como camareras. Hay quien utiliza el trabajo sexual como estrategia temporal para pagarse los estudios y quien se inició como siguiente paso (más lucrativo) a una carrera vocacional como bailarina erótica. También encontramos en el libro a las señoras que se negaron a cumplir con el papel de esposas sumisas que les reservaba el Franquismo y, entre las otras alternativas, ser monjas o putas, escogieron ser putas. Algunas defienden su trabajo con orgullo; otras se sienten atrapadas en él.
Algunas de las protagonistas hicieron su primera felación entre lágrimas, otras afirman que fueron tratadas con respeto y que nunca hicieron nada que no hubieran hecho antes por gusto. Algunas defienden que en el mundo de la prostitución hay más humanidad y cariño de lo que la gente imagina; otras han sacado en claro que “los hombres son muy mentirosos, que no te puedes fiar de ninguno”, viendo cómo algunos emplean los diez minutos de espera mientras su suegro está en el ambulatorio para pagar por un polvo rápido en el piso de relax.
Los clientes, personajes secundarios en el libro, se muestran también todo lo diversos que cabe esperar atendiendo a la estadística del Ministerio de Sanidad (que la autora cita) que asegura que uno de cada tres hombres españoles han acudido a prostitutas al menos una vez en su vida. Hay solteros y casados, parados y jubilados, Guardias Civiles, maduritos apuestos que recuerdan a Richard Gere en Pretty Woman, jóvenes tíos buenos, agresores que secuestran a prostitutas para violarlas y golpearlas, proxenetas que prostituyen a sus parejas, borrachos que se ponen pesados en el club de alterne, mirones a los que les da vergüenza acercarse a una prostituta… Y el coprotagonista de una de las historias, el hombre enganchado a un foro de puteros que se retira (del foro y de la prostitución) al enamorarse de la ‘lumi’ a la que ha puntuado con un 9,5.
El objetivo de Samanta Villar es contar, sin prejuicios, sin transmitir ni desprecio ni compasión, la historia que hay detrás de cada mujer. Y lo hace muy bien. En primer lugar, porque le dedica horas, porque es capaz de ir cada día al bar Alegría, en El Raval, hasta que consigue ganarse la confianza de La Maña, que sigue ofreciendo sexo de pago a sus 74 años. “Creo que les divertía tener a una periodista allí que se interesaba por todo y que no parecía escandalizarse por nada”, señala Villar. Y, de todo lo que le contaron, la frase que se le quedó grabada cual mantra, la que repite cuando la entrevistan en los medios, la pronunció Montse: “Si no hubiera miseria, habría menos prostitutas. Pero si no hubiera estigma, habría muchas más”.
Ese estigma, asociado a una doble moral sobre la sexualidad, es al que la autora atribuye situaciones de injusticia como la falta de derechos laborales (incluida la jubilación), la falta de apoyo para que las personas con discapacidad puedan tener vida sexual o la persecución de la prostitución callejera mediante las ordenanzas cívicas a la vez que se toleran los prostíbulos bajo la fórmula hipócrita de afirmar que las prostitutas son clientas y no trabajadoras.
A la autora también le interesa señalar las estrategias de las trabajadoras del sexo: desde las fórmulas que han desarrollado algunas para poder cotizar a su actitud asertiva cuando hablan de clientes impresentables: “Yo no soporto que un tío venga a tocarme y a decirme tonterías. Si me saca de mis casillas, soy capaz de tirarle un vaso a la cara. Exijo que se nos trate con respeto”, cuenta Cristina, ‘clienta’ del falso hotel.
La lectora feminista se puede sentir en cambio decepcionada por la escasa crítica al modelo de sexualidad heteropatriarcal. Villar se ciñe al esquema de hombres discapacitados demandando asistentes sexuales mujeres o al de maridos cuya voracidad sexual se ve frustrada por la falta de libido de sus esposas. En una nota al pie cita de refilón la teoría feminista de que el patriarcado divide a las mujeres entre buenas y malas, esposas y putas, pero no tira de este hilo que hubiera permitido entender cómo se construyen la sexualidad de las mujeres y de los hombres. Y la diversidad sexo-genérica brilla por su ausencia: no aparecen prostitutas lesbianas ni trans, tampoco se menciona la prostitución gay.
Curiosamente, y en esto tampoco se detiene la autora, las protagonistas del libro apenas hablan de su propio placer. La anciana se jacta de haber follado mucho, mientras Verónica habla de los “dolores vaginales insufribles” por llegar a tener 32 clientes en un día. También asistimos a la disputa de las prostitutas de un piso por el cliente más deseado: “Este te quiere ver disfrutar en serio. Te preguntan lo que te gusta, y te lo hace”. Pero poco se indaga sobre cómo influye ejercer la prostitución tanto en las relaciones sexuales en pareja como en el autoerotismo.
Y mucho menos se problematiza que el motor de muchas de las protagonistas sea su atracción por el consumo desmedido y por el lujo: la prostitución como única forma de acceder a un tren de vida, de ropa de marca, joyas y perfumes caros, que supuestamente realiza a las mujeres. Como también realiza supuestamente a las mujeres sentirse elegidas y deseadas por hombres ricos y exitosos: “Me siento orgullosa, porque son importantes y me han elegido a mí. Me siento poderosa”, proclama la escort de lujo. La otra cara es la deprimente sentencia de una proxeneta cuando explica por qué intenta que todas “sus” chicas trabajen por igual: “Sobre todo lo hago por su autoestima. Si crees que es humillante tener que prostituirte para vivir, mucho más humillante es ponerte y que no te desee ningún hombre”.
‘Nadie avisa a una puta’ se lee del tirón y a gusto, porque se beneficia de la atracción que sigue generando este universo rodeado de tabúes, pero lo hace sin recrearse en la sordidez. El estilo sobrio y natural de la periodista, que no afirma una verdad única sino que nos acerca a la verdad de cada protagonista, que mide bien cuándo se hace presente en la narración y cuando desaparece (como en el estremecedor relato en persona de la víctima de trata), puede sorprender en una reportera televisiva que muchas asociábamos al ‘reality’ sensacionalista. Probablemente de esa experiencia de periodismo gonzo, Villar ha sacado (o aportado) la capacidad de fundirse en cada escenario y colarnos como entre bastidores para visualizar cómo se transforma el piso de relax en el que las prostitutas matan las horas en pijama cuando un cliente toca el timbre.
Curiosamente, Villar cierra el libro ofreciendo lo que esperábamos de ella (y lo que, por tanto, menos interesante resulta). En el último capítulo, se va de farra con la escort, transmitiendo cierta fascinación por ese estilo de vida salpicado de lujo, de conversaciones banales con ejecutivos y de cocaína. Tal vez lo haya hecho a propósito y, en un libro que va de combatir estigmas, haya querido terminar afirmando que ella también es poliédrica, que no por escribir este libro deja de ser la reportera de ‘21 días’.