Imagen: ctxt / Pier Paolo Pasolini |
El dinero carcomía la parte más sacra del fútbol. Por eso, el director siempre defendió el deporte ‘amateur’
Miguel Ángel Ortiz Olivera | ctx, 2019-10-29
https://ctxt.es/es/20191023/Deportes/29156/Miguel-Angel-Ortiz-Olivera-Pasolini-cine-futbol.htm
La madrugada del 2 de noviembre de 1975, la polizia romana encontró el cuerpo sin vida de Pier Paolo Pasolini en un desangelado descampado de Ostia, a las afueras de Roma, cerca de la desembocadura del Tíber. Los forenses informaron de que presentaba heridas por todo el cuerpo: golpes en la cabeza, cortes por todo el cuerpo, magulladuras; hemorragias internas, la más importante provocada por una violentísima patada en los testículos. Y evidencias de atropello. Aquella muerte salvaje, como el desenlace de sus libros, sobrecogió el alma de todo el país.
Con los días, los investigadores reconstruyeron los hechos. Aquella noche, Pasolini había quedado para recoger los negativos de su última película, robados días antes por un grupo de extrema derecha. Llevaba tres mil liras. En un bar del barrio de Termini, invitó a Pino Pelosi, un golfillo de diecisiete años, a dar una vuelta en su Alfa GT plateado. El paseo, no obstante, se torció: discutieron –según Pelosi– porque se negó a aceptar las proposiciones sexuales del escritor. Hubo insultos, algún bastonazo. Pasolini detuvo el coche en aquel descampado porque Pelosi necesitaba orinar. A partir de aquí, comenzaban las incoherencias en la declaración de Pelosi. ¿Había asesinado él solo a Pasolini o había más implicados? ¿Cómo había podido reducirlo, cuando Pasolini era un hombre atlético y en forma? ¿Una discusión por mantener sexo anal había desencadenado aquel atroz asesinato?
La única evidencia cierta es que, horas después del hallazgo del cuerpo, una patrulla de carabineros detuvo a Pelosi conduciendo el Alfa GT a toda velocidad por Roma. Sin embargo, para muchos el golfillo parecía un simple chivo expiatorio de una conspiración más grande. Durante la investigación, la polizia barajó varias opciones. ¿Podría tratarse de un asesinato político, de Estado? Podría: Pasolini se había convertido en un incordio para el poder. “La burguesía no es una clase social, es una enfermedad”, había dicho. ¿Podría ser un simple robo? También. Pasolini había sido un hijo de los ‘borgantes’ de Roma, pero su recurrente vuelta a los suburbios más empobrecidos podría haber levantado envidias entre los más desfavorecidos. ¿Y un crimen pasional? Sí. Y aquellos furtivos encuentros con golfillos la excusa perfecta de la extrema derecha para denostarlo.
Aunque Pelosi se autoinculpó como único asesino, nunca se pudo corroborar la veracidad de su declaración, en parte porque él mismo agrandó el misterio cambiando los detalles con frecuencia. Hace dos años, Pelosi se llevó la verdad a la tumba.
“Hay un destino físico en la ideología”, había afirmado Pasolini. También para él, aunque nunca le importase demasiado. Comunista. Tifoso del Bolonia. Poeta de la miseria. Ensayista polémico. Guionista provocador. Director de cine contracorriente. Católico y marxista para unos; pederasta y pornógrafo para otros.
Sus películas habían escandalizado a toda una generación y sus libros habían iluminado los desgarros más profundos de su país. Y aún le quedaba por delante una brillantísima carrera, tan artística como polémica.
El niño futbolista
Casualidades de la vida, el descampado donde Pasolini fue asesinado estaba cerca del campo de fútbol de Ostia. Casualidades de la muerte, los supuestos chavales que lo abordaron podrían haber sido los protagonistas de sus dos novelas más famosas: 'Los chavales del arroyo' y 'Una vida violenta'. Y casualidades de la literatura –siempre entre vivos y muertos–, la combinación de esos dos títulos resume el tipo de vida de los chavales de los suburbios que tanto amó: una sobrecogedora violencia de la que solo escapan cuando juegan al fútbol.
Una imagen que se repite en ambas novelas: “Dos equipos de chavales trastiberinos están jugando al balón, chillando de mala manera, corriendo como rebaño de ovejas”, escribió Pasolini, “todos al ataque o todos en defensa”. Juegan sin camisetas, a pecho descubierto. La mayoría, descalzos. No tienen miedo ni a los balonazos ni a las patadas porque “la vida es dura para quien tiene los pies blandos”. El fútbol les ha enseñado el juego en equipo: si uno tiene hambre, el otro le consigue una porción de pizza; si uno necesita unas liras para jugárselas a las cartas, el otro se las fía; si uno no puede con tanta chatarra, el otro tira del carro. El fútbol es el último fleco de infancia; lo que les aleja de los navajazos, la tuberculosis, la cárcel, la muerte.
El fútbol no fue el primer amor de Pasolini. De niño, le fascinaba jugar a la guerra hasta que, con catorce años, se enamoró perdidamente de ese “mundo solo de machos. O de machos solos”. Sucumbió a la feibre del calcio viviendo los mejores años de la historia del Bolonia con varios scudettos: en 1925, en 1929, desde 1936 hasta 1939. El paso del tiempo nunca pudo borrar las alineaciones de aquellas temporadas, marcadas a fuego en su imaginación. Ni siquiera cuando la todopoderosa Roma flirteó con él en su madurez: Pasolini había jurado amor eterno al Bolonia.
En la adolescencia, lució el brazalete di capo en el equipo de su universidad. Jugaba de extremo, en la banda izquierda. “Lo llamábamos ‘Stukas’”, recordó su amigo Ninetto Davoli, “por su típica manera de lanzarse por el lateral y su ardiente carrera”. Peleaba cada balón con la misma valentía con la que escribía. Amaba el fútbol como un niño, sí, pero siempre con las botas en el suelo: “Tampoco querría parecer un defensor inconsciente del fútbol porque sé perfectamente que es una evasión”, dijo. Las cosas a su alrededor no estaban para evadirse; había que mirar y atreverse a contarlo. Y él lo hizo.
El poeta goleador
Lo dijo, además, como solía, sin rodeos: “Los deportistas están poco cultivados, y los hombres cultivados son poco deportistas. Yo soy una excepción”. Y no se quedó ahí: “En Italia”, aseguró, “el fútbol no ha tenido todavía el honor de captar una atención inteligente”. Con él, al fin la tuvo.
Estudió el fútbol con la misma pasión con la que lo jugó. Un claro ejemplo fue el artículo que publicó el 3 de enero de 1971 en el diario 'Il Giorno' titulado 'El fútbol es lenguaje con sus poetas y sus prosistas', donde analizó el juego desplegado en la final del Mundial de México. Brasil se había impuesto por un contundente cuatro a uno a la selección azzurra, y Pasolini razonó aquel resultado: la prosa electrizante de los suyos había sido goleada por la poesía brasileña.
Años más tarde, todos sus artículos deportivos escritos entre 1957 y 1971 aparecieron reunidos en 'Sobre el deporte': los traumas de los futbolistas, el sufrimiento o la alegría que flotaba en las barberías cada lunes, el dolor por las derrotas del Bolonia o el cattenaccio de Helenio Herrera. Pasolini recordó los partidos en los Prados de Capara como los momentos más hermosos de su vida. Y confesó que había tenido un sueño: arrancar en campo propio, regatearse a todos los contrarios y marcar el gol de su vida. “Cada gol es siempre una invención, es una perturbación del código”, escribió, “todo gol es fulguración, estupor, irreversibilidad”.
Dejó muchas sentencias para la eternidad: “El máximo goleador es siempre el mejor poeta del año”; pero, sobre todo, legó una teoría: el fútbol como lenguaje. Un futbolista solo tenía una oportunidad para escribir su jugada. El balón era su palabra y los regates, sus adjetivos. Con un pase ponía un punto y final a su jugada; con una pared, un punto y coma. Solo escogiendo bien cada palabra, escucharía el murmullo de la red: la expresión máxima de su poesía.
“Puede haber un fútbol como lenguaje fundamentalmente prosístico”, explicó Pasolini, “y un fútbol como lenguaje fundamentalmente poético”. Los futbolistas se dividían en dos equipos: los que jugaban en prosa y los que lo hacían con poesía. “Un hombre que utiliza los pies para chutar un balón”, explicó, “tal es la unidad mínima, tal es un poema”. La narración del fútbol, en definitiva, no distaba mucho de la de un libro: entre el andamiaje narrativo debía surgir la chispa que iluminase el escondrijo del gol. “El fútbol que expresa más goles es el fútbol más poético”, resumió.
El escritor jugador
“Para mí, el arte es juego, así como también, de algún modo, el juego es arte”, dijo Pasolini. Siempre defendió el fútbol, consciente de que era el opio del pueblo; pero un opio con propiedades terapéuticas para el pueblo: “Las dos horas en el estadio como hincha (agresividad y fraternidad) son liberadoras”.
Pasolini sabía que había pocas sensaciones como ver un estadio lleno hasta la bandera. La cercanía con el ídolo transformaba a las personas. La tragedia o el milagro en los coliseos modernos podía cambiar sociedades enteras. “El fútbol vuelve a ser un espectáculo en el que el mundo real, de carne, en las gradas del estadio, se mide con los protagonistas reales, los atletas en el campo”, escribió. Aunque nunca terminó de fiarse de aquel deporte-espectáculo que abalaban las grandes marcas comerciales, un poderoso imperio que formaban millones de almas y sólo unos pocos controlaban: “¿Qué manos van amontonando los enormes beneficios de la pasión de cada domingo?”
El dinero carcomía la parte más sacra del fútbol. Por eso, Pasolini siempre defendió el deporte ‘amateur’. Soñaba con equipar a todos por igual para que los chavales del arroyo tuvieran las mismas opciones de victoria en el partido de esa vida tan violenta que les había tocado jugar.
En una de sus últimas entrevistas, un periodista le preguntó qué le gustaría haber sido de no haberse dedicado al cine o la literatura. “Un valiente jugador de fútbol”, contestó. Sin duda, fue mucho más que eso.
Con los días, los investigadores reconstruyeron los hechos. Aquella noche, Pasolini había quedado para recoger los negativos de su última película, robados días antes por un grupo de extrema derecha. Llevaba tres mil liras. En un bar del barrio de Termini, invitó a Pino Pelosi, un golfillo de diecisiete años, a dar una vuelta en su Alfa GT plateado. El paseo, no obstante, se torció: discutieron –según Pelosi– porque se negó a aceptar las proposiciones sexuales del escritor. Hubo insultos, algún bastonazo. Pasolini detuvo el coche en aquel descampado porque Pelosi necesitaba orinar. A partir de aquí, comenzaban las incoherencias en la declaración de Pelosi. ¿Había asesinado él solo a Pasolini o había más implicados? ¿Cómo había podido reducirlo, cuando Pasolini era un hombre atlético y en forma? ¿Una discusión por mantener sexo anal había desencadenado aquel atroz asesinato?
La única evidencia cierta es que, horas después del hallazgo del cuerpo, una patrulla de carabineros detuvo a Pelosi conduciendo el Alfa GT a toda velocidad por Roma. Sin embargo, para muchos el golfillo parecía un simple chivo expiatorio de una conspiración más grande. Durante la investigación, la polizia barajó varias opciones. ¿Podría tratarse de un asesinato político, de Estado? Podría: Pasolini se había convertido en un incordio para el poder. “La burguesía no es una clase social, es una enfermedad”, había dicho. ¿Podría ser un simple robo? También. Pasolini había sido un hijo de los ‘borgantes’ de Roma, pero su recurrente vuelta a los suburbios más empobrecidos podría haber levantado envidias entre los más desfavorecidos. ¿Y un crimen pasional? Sí. Y aquellos furtivos encuentros con golfillos la excusa perfecta de la extrema derecha para denostarlo.
Aunque Pelosi se autoinculpó como único asesino, nunca se pudo corroborar la veracidad de su declaración, en parte porque él mismo agrandó el misterio cambiando los detalles con frecuencia. Hace dos años, Pelosi se llevó la verdad a la tumba.
“Hay un destino físico en la ideología”, había afirmado Pasolini. También para él, aunque nunca le importase demasiado. Comunista. Tifoso del Bolonia. Poeta de la miseria. Ensayista polémico. Guionista provocador. Director de cine contracorriente. Católico y marxista para unos; pederasta y pornógrafo para otros.
Sus películas habían escandalizado a toda una generación y sus libros habían iluminado los desgarros más profundos de su país. Y aún le quedaba por delante una brillantísima carrera, tan artística como polémica.
El niño futbolista
Casualidades de la vida, el descampado donde Pasolini fue asesinado estaba cerca del campo de fútbol de Ostia. Casualidades de la muerte, los supuestos chavales que lo abordaron podrían haber sido los protagonistas de sus dos novelas más famosas: 'Los chavales del arroyo' y 'Una vida violenta'. Y casualidades de la literatura –siempre entre vivos y muertos–, la combinación de esos dos títulos resume el tipo de vida de los chavales de los suburbios que tanto amó: una sobrecogedora violencia de la que solo escapan cuando juegan al fútbol.
Una imagen que se repite en ambas novelas: “Dos equipos de chavales trastiberinos están jugando al balón, chillando de mala manera, corriendo como rebaño de ovejas”, escribió Pasolini, “todos al ataque o todos en defensa”. Juegan sin camisetas, a pecho descubierto. La mayoría, descalzos. No tienen miedo ni a los balonazos ni a las patadas porque “la vida es dura para quien tiene los pies blandos”. El fútbol les ha enseñado el juego en equipo: si uno tiene hambre, el otro le consigue una porción de pizza; si uno necesita unas liras para jugárselas a las cartas, el otro se las fía; si uno no puede con tanta chatarra, el otro tira del carro. El fútbol es el último fleco de infancia; lo que les aleja de los navajazos, la tuberculosis, la cárcel, la muerte.
El fútbol no fue el primer amor de Pasolini. De niño, le fascinaba jugar a la guerra hasta que, con catorce años, se enamoró perdidamente de ese “mundo solo de machos. O de machos solos”. Sucumbió a la feibre del calcio viviendo los mejores años de la historia del Bolonia con varios scudettos: en 1925, en 1929, desde 1936 hasta 1939. El paso del tiempo nunca pudo borrar las alineaciones de aquellas temporadas, marcadas a fuego en su imaginación. Ni siquiera cuando la todopoderosa Roma flirteó con él en su madurez: Pasolini había jurado amor eterno al Bolonia.
En la adolescencia, lució el brazalete di capo en el equipo de su universidad. Jugaba de extremo, en la banda izquierda. “Lo llamábamos ‘Stukas’”, recordó su amigo Ninetto Davoli, “por su típica manera de lanzarse por el lateral y su ardiente carrera”. Peleaba cada balón con la misma valentía con la que escribía. Amaba el fútbol como un niño, sí, pero siempre con las botas en el suelo: “Tampoco querría parecer un defensor inconsciente del fútbol porque sé perfectamente que es una evasión”, dijo. Las cosas a su alrededor no estaban para evadirse; había que mirar y atreverse a contarlo. Y él lo hizo.
El poeta goleador
Lo dijo, además, como solía, sin rodeos: “Los deportistas están poco cultivados, y los hombres cultivados son poco deportistas. Yo soy una excepción”. Y no se quedó ahí: “En Italia”, aseguró, “el fútbol no ha tenido todavía el honor de captar una atención inteligente”. Con él, al fin la tuvo.
Estudió el fútbol con la misma pasión con la que lo jugó. Un claro ejemplo fue el artículo que publicó el 3 de enero de 1971 en el diario 'Il Giorno' titulado 'El fútbol es lenguaje con sus poetas y sus prosistas', donde analizó el juego desplegado en la final del Mundial de México. Brasil se había impuesto por un contundente cuatro a uno a la selección azzurra, y Pasolini razonó aquel resultado: la prosa electrizante de los suyos había sido goleada por la poesía brasileña.
Años más tarde, todos sus artículos deportivos escritos entre 1957 y 1971 aparecieron reunidos en 'Sobre el deporte': los traumas de los futbolistas, el sufrimiento o la alegría que flotaba en las barberías cada lunes, el dolor por las derrotas del Bolonia o el cattenaccio de Helenio Herrera. Pasolini recordó los partidos en los Prados de Capara como los momentos más hermosos de su vida. Y confesó que había tenido un sueño: arrancar en campo propio, regatearse a todos los contrarios y marcar el gol de su vida. “Cada gol es siempre una invención, es una perturbación del código”, escribió, “todo gol es fulguración, estupor, irreversibilidad”.
Dejó muchas sentencias para la eternidad: “El máximo goleador es siempre el mejor poeta del año”; pero, sobre todo, legó una teoría: el fútbol como lenguaje. Un futbolista solo tenía una oportunidad para escribir su jugada. El balón era su palabra y los regates, sus adjetivos. Con un pase ponía un punto y final a su jugada; con una pared, un punto y coma. Solo escogiendo bien cada palabra, escucharía el murmullo de la red: la expresión máxima de su poesía.
“Puede haber un fútbol como lenguaje fundamentalmente prosístico”, explicó Pasolini, “y un fútbol como lenguaje fundamentalmente poético”. Los futbolistas se dividían en dos equipos: los que jugaban en prosa y los que lo hacían con poesía. “Un hombre que utiliza los pies para chutar un balón”, explicó, “tal es la unidad mínima, tal es un poema”. La narración del fútbol, en definitiva, no distaba mucho de la de un libro: entre el andamiaje narrativo debía surgir la chispa que iluminase el escondrijo del gol. “El fútbol que expresa más goles es el fútbol más poético”, resumió.
El escritor jugador
“Para mí, el arte es juego, así como también, de algún modo, el juego es arte”, dijo Pasolini. Siempre defendió el fútbol, consciente de que era el opio del pueblo; pero un opio con propiedades terapéuticas para el pueblo: “Las dos horas en el estadio como hincha (agresividad y fraternidad) son liberadoras”.
Pasolini sabía que había pocas sensaciones como ver un estadio lleno hasta la bandera. La cercanía con el ídolo transformaba a las personas. La tragedia o el milagro en los coliseos modernos podía cambiar sociedades enteras. “El fútbol vuelve a ser un espectáculo en el que el mundo real, de carne, en las gradas del estadio, se mide con los protagonistas reales, los atletas en el campo”, escribió. Aunque nunca terminó de fiarse de aquel deporte-espectáculo que abalaban las grandes marcas comerciales, un poderoso imperio que formaban millones de almas y sólo unos pocos controlaban: “¿Qué manos van amontonando los enormes beneficios de la pasión de cada domingo?”
El dinero carcomía la parte más sacra del fútbol. Por eso, Pasolini siempre defendió el deporte ‘amateur’. Soñaba con equipar a todos por igual para que los chavales del arroyo tuvieran las mismas opciones de victoria en el partido de esa vida tan violenta que les había tocado jugar.
En una de sus últimas entrevistas, un periodista le preguntó qué le gustaría haber sido de no haberse dedicado al cine o la literatura. “Un valiente jugador de fútbol”, contestó. Sin duda, fue mucho más que eso.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Nota: solo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.