Criado entre Ghana e Inglaterra, el profesor de filosofía de la Universidad de Nueva York desmonta los mitos que rodean las identidades en su último libro.
El padre de Kwame Anthony Appiah (Londres, 1955) era un abogado y político de Ghana; su madre fue hija y nieta de políticos laboristas británicos. El filósofo se crio en África y estudió en Cambridge antes de llegar a EE. UU. en los años ochenta, donde hoy vive con su esposo. Catedrático en la Universidad de Nueva York, escribe ‘The Ethicist’, la célebre columna-consultorio ético en The New York Times. Hay algo único en Appiah que va más allá de su historia familiar y tiene que ver con su manera sincera y didáctica de abordar cualquier cuestión. La identidad es el tema al que ha dedicado su último libro, 'Las mentiras que nos unen' (Taurus). Ahí escribe sobre raza, género, clase social, nacionalidades y religión para aclarar los malentendidos que nos conforman y explicar su fuerza. Dice ser muy consciente de lo “increíblemente afortunado” que ha sido: “Las identidades que han sido problemáticas para otros yo he podido sortearlas por el ambiente privilegiado en el que crecí”.
Pregunta. ¿Sus intereses en el campo de la filosofía han cambiado?
Respuesta. Sí, mis libros al principio eran de temas muy abstractos. Pero mi primer trabajo académico en Yale combinaba filosofía y estudios afroamericanos. Decidí abordar dos cosas que me parecían muy importantes: una era el concepto de raza, que era algo de lo que los filósofos no hablaban mucho en ese momento; y la otra cosa era la idea ética del racismo.
P. Escribió un ensayo defendiendo que la raza es una ficción. ¿El sentido común también?
R. Es una construcción. Las cosas que la gente da por hecho son resultado de cómo funcionan la cultura y las escuelas. Si fueran de otra manera, otras cosas nos parecerían de sentido común. Muchas asunciones que tiene una sociedad no son correctas, pero ese debe ser el punto de partida si haces el tipo de filosofía que yo hago hoy, dirigida a hablar a todos, no solo a mis colegas filósofos.
P. Hay muchas voces críticas con las políticas identitarias.
R. “Políticas identitarias” es un término que usan sus detractores. Pero parten de una idea errada y es que la política podría tratar de otra cosa. Las sociedades modernas reúnen a millones de personas extrañas entre sí
y la única manera de pensar en los demás es a través de categorías. Solo se puede gestionar democráticamente un Estado si nos relacionamos
a través de identidades de grupo, siendo la más obvia la nacional. La gente tiene que estar comprometida con España o Ghana o EE. UU. Para que la política sea posible, nos tiene que importar.
P. ¿Ese es un problema de la UE?
R. Hasta que la gente desarrolle una forma de estar implicada en Europa de una manera similar a como los patriotas lo están con sus países, lo más que podrás tener es lo que hay. Por eso hay construir una de esas ficciones que son las identidades.
P. ¿La categorización es útil?
R. A menudo, las críticas a la política identitaria se refieren a la movilización de los grupos en el marco de la política nacional y a cómo esto divide y distrae la atención de los temas verdaderamente importantes. Hay ejemplos claros, como el nacionalismo blanco en EE. UU. que es una identidad equivocada en un lugar equivocado. Pero, mira, tratásemos de acometer un plan en Nueva York tenemos que esperar que haya un tipo de compañerismo y solidaridad entre los ciudadanos que ayude a hacer las cosas juntos. Y solo podemos hacer esto si tenemos un sentido de ese “nosotros”. Eso es lo que hacen las identidades. Desde la izquierda también hay voces críticas que dicen que el foco en la raza y el género distraen del asunto crucial de las clases sociales. Yo creo que esto es solo un llamamiento a que nos tomemos la identidad de clase social más en serio.
P. ¿La victoria de Trump en EE. UU. fue una contrarreacción tras la presidencia de Obama?
R. Cientos de miles de personas le votaron y cada uno lo hizo por sus motivos. Hay muchos republicanos que hubieran votado a cualquier candidato. Pero también hubo un número significativo que cambió su voto de Obama a Trump, y eso tiene que ver con el tirón en EE UU del outsider, la idea de que no quieren a políticos profesionales. Y claro también hubo parte del electorado que respondió a ese "hagamos América grande otra vez" que básicamente venía a decir que las cosas se habían llevado demasiado lejos para corregir el racismo. Mucha de la gente que votó por Trump dice que el mayor problema del país es la hostilidad hacia los blancos. Sociológicamente esto es ridículo pero resulta intereesante que la gente se sienta así,
porque refleja que su idea de la América ideal es blanca.
P: ¿Las identidades encasillan?
R. No hay una manera única de ser estadounidense u hombre u homosexual.
Cada cual debe darle forma. No tenemos total libertad, una chica blanca no será afroamericana, pero el margen es amplio. La gente tiene que tomar sus decisiones. Tu familia, tu colegio, tu Iglesia te ayudarán, pero al final tendrás tu manera de dotar la identidad de contenido.
P. Escribe que necesitamos crear categorías, recurrir al “esencialismo”, para sobrevivir.
R. No es algo biológico, pero es un mecanismo reflejo del pensamiento:
poner una etiqueta y suponer que los que la tienen son fundamentalmente iguales. Pero los grupos son heterogéneos internamente: está la categoría mujer, y las mujeres son muy diversas.
P. Aunque se intuya que una identidad nacional es una construcción, se vuelve a recurrir a ello. ¿Por qué?
R. Es duro prescindir de esta idea. Si tienes artritis en una rodilla te resistes a caminar sin un bastón, aunque sepas que es mejor si no lo usaras. A veces la identidad nacional no es lo mejor. El asunto catalán, por ejemplo, me parece muy interesante. Es una locura estar preocupado con una sola forma de etnonacionalismo y alterar la vida de un Estado que está funcionando bien, en el que te va mejor que a otras regiones y en el que te han dado lo que tienes autonomía regional como los vascos y a las demás comunidades. El nacionalismo en Cataluña no es anticolonial aunque digan que si lo es.
P. En España el nacionalismo ha espoleado el surgimiento de otros radicalismos.
R. La gran tragedia UE se suponía que iba a solucionar estos problemas nacionalistas. Funcionó durante un tiempo y ayudó a arreglar el problema de Irlanda, que ahora con el Brexit vuelve a estar sobre la mesa. No sé cual es la salida.
P. Una mentira repetida muchas veces dicen que pasa a funcionar como verdad. ¿Lo mismo ocurre con las etiquetas?
R. Hay muchas creencias falsas detrás de ellas. En el caso del género, la mayoría cree erróneamente que el mundo se divide entre mujeres XX y hombres XY, pero muchos nacen con un cuerpo que no es claramente femenino ni masculino,
hay XO, XXX, XXY... Pero mira, el dinero también es una ficción, aunque es real y tiene poder. Decir que algo es una ficción es pensar que es una construcción: nosotros lo hicimos y, lo más importante, podemos deshacerlo, lo cual no significa que vaya a ser fácil.
P. ¿Es todo una cuestión de dinámicas de poder?
R. Las categorías al final están organizadas jerárquicamente, aunque esto no tiene porque ser forzosamente así, puede cambiar. Espero que podamos alcanzar una igualdad de género genuina, por ejemplo. Y lo mismo con la raza:
es algo que tiene que ver con el poder y con la posición social. Yo he tenido mucha suerte de criarme en un ambiente que me permitió
no tener problemas por no ser blanco en Inglaterra, algo que podía haber sido muy difícil. Ser gay también habría sido muy complicado allí y en Ghana y en Reino Unido, pero yo venía de una familia con medios y educada, fui a una buena universidad, etc. Donde estés ubicado en el sistema, en la escala de dinero y clase.
Lo más importante que nos explica la interseccionalidad es que necesitas tener el dibujo completo. Si eres negro ¿eres hombre o mujer?, ¿eres gay o hetero o trans?, ¿eres rico o clase media?, ¿tienes educación universitaria o no? Un solo elemento no permite comprender dónde te encuentras.
P. Frente al multiculturalismo defiende el cosmopolitismo.
R. Eso está en línea con la idea de que cada uno tiene unos grandes cubos llenos de cosas (un género, una raza, o más como yo). El cosmopolita piensa que son cosas útiles e importantes y que deberíamos respetar la forma en que alguien decide cómo ser judío o chino. Podemos aprender de los otros en un vis a vis.
P. Sostiene que un filósofo cree que todo lo que queda sin ser dicho es mejor decirlo.
R. Sí, pero no creo que la filosofía sea siempre lo que necesitamos. Hay cosas que es mejor dejarlas correr. A los intelectuales no se les da bien, por eso podemos estorbar a la hora de hallar soluciones. Decimos “eso funciona en la práctica, pero la teoría está equivocada”. Al final, lo importante es vivir bien, no tener la teoría correcta sobre cómo hacerlo. En mi vida civil no soy un filósofo todo el tiempo.
P. ¿Ejerce de ético todo el tiempo?
R. Sí, y por eso diría que no tenemos que ponernos a analizar todo al detalle. Los fundamentalistas están en contra de esto, creen que nada debe ser dejado de lado, son como el peor tipo de intelectual que quiere ganar todas las discusiones. Y una buena convivencia tiene que ver con no ganarlas todas.
P. ¿Qué preguntas le han sorprendido en su consultorio de ética?
R. Cuánto preocupa a la gente lo que puede o no decir. ¿Tengo el derecho o el deber de denunciar? ¿Es una traición? La lealtad es un tema. Y todo esto es confuso porque gran parte de nuestra vida moral surge de nuestras relaciones.
P. En los campus de EE. UU. la discriminación y los llamados triggers son temas candentes.
R. La gente tiene un marco teórico equivocado. Un trigger [desencadenante] es un término psiquiátrico que se refiere a algo que sufren quienes tienen síndrome de estrés postraumático. Es un problema médico, y si un estudiante lo padece quiero saberlo, igual que si es sordo. Decir que todo afroamericano sufre este síndrome es medicalizar algo que no pertenece a ese ámbito. Las clases no son para hacernos sentir bien, sino para ayudarnos a entender.
P. ¿Y las microagresiones?
R. Lo que ocurre con estas cosas es que van demasiado lejos. Las microagresiones se refieren a un aspecto psicosocial interesante, porque algunas de las cosas que te hacen sentir incómodo son sutiles. En un aula prefieres que te lo digan porque quieres que todos participen. Pero hay otras cosas como hablar de las vacaciones de esquí en Suiza delante de alguien que casi no puede pagarse la matrícula que se podrían calificar como microagresiones también. La cuestión es que no debería ocurrir. Sin embargo, es inevitable que pase porque hemos abierto los campus a una variedad mayor de gente. Antes todos podían esquiar o pretendían hacerlo.
P. ¿Qué opina del Metoo?
R. Lo que hizo Harvey Weinstein no fue una microagresión. Y lo mismo Donald Trump que, a pesar de ello, ganó las elecciones. Demostró que a la gente no cree que ese tipo de comportamiento sea incompatible con ocupar la presidencia. Pero pensar que esos abusos son lo mismo que publicar algo de alguien que fue denunciado, como hizo Ian Buruma en The New York Review of Books, me parece una locura, aunque no creo que fuera inteligente por su parte hacerlo como lo hizo.
P. ¿Se exageró?
R. No quiero juzgar el movimiento Metoo por sus excesos, lo que si me parece importante es que Weinstein se salió con la suya durante mucho tiempo en Hollywood y, claramente, eso prueba que algo va mal ahí. No paró hasta que le denunciaron, y había mucha gente que permitió que acosara. El abuso sexual es solo una parte de una patología en ese ambiente, en esa cultura del trabajo. Si quieres solucionar el problema hay que dejar claro que no está bien que la gente abuse de su poder, punto. Permitirles que lo hagan es un escándalo.