viernes, 20 de marzo de 2020

#hemeroteca #vih #saludpublica | Hace unas décadas hubo otra pandemia que desató odios en vez de solidaridad

Imagen: Google Imágenes / Act Up, 'silencio = muerte'
Hace unas décadas hubo otra pandemia que desató odios en vez de solidaridad.
Alejandro Palomas | El Asombrario, 2020-03-20
https://elasombrario.com/decadas-pandemia-desato-odios-solidaridad/

“Pandemia. De pronto nos hemos convertido en una única preocupación compartida, como cuando llega una de esas catástrofes naturales que nos hace pequeños y vulnerables. Pero me pregunto qué pasará cuando este momento quede atrás y volvamos a lo que dejamos aparcado cuando empezó la alarma... ¿Se terminará entonces el equipo?”. El escritor Alejandro Palomas no puede reprimir los recuerdos sobre otra pandemia, la del sida, que hace cuatro décadas estigmatizó a tanta gente y en vez de solidaridad hizo brotar odios. Afortunadamente esta vez es muy diferente.

Sentado en la cocina, paseando la vista por el trigal que se extiende desde la ventana hasta la higuera centenaria, pienso en que este confinamiento general, este momento tan concreto en nuestra historia, es un paréntesis de colectividad y de actualidad que ha caído sobre nosotros como un ciclón de polvo. De pronto nos hemos convertido en una única preocupación compartida, como cuando llega una de esas catástrofes naturales que nos hace pequeños y vulnerables. El tiempo se detiene y los vecinos, que hasta entonces no se saludaban en el ascensor, se sienten parte de lo mismo porque tienen el mismo enemigo y hay una energía que nos lleva a todos hacia adelante, hay una electricidad que lo une todo.

Estos días muchos/as estamos pendientes de los medios, de la novedad, y lo que hasta ahora era fundamental en nuestro día a día –la intimidad, lo individual– importa menos, es secundario. ‘Pandemia’: del griego ‘pan’ (todo) y ‘démos’ (pueblo). Ahora somos un ejército que se mueve al unísono, pero me pregunto qué pasará cuando este momento quede atrás y volvamos a lo que dejamos aparcado cuando empezó la alarma, y me lo pregunto porque sé que será como si nos desenchufaran de una realidad X y nos viéramos de pronto asomados/as a un precipicio que a muchos superará: tendremos que volver a lo que éramos y recuperar como se pueda la vida individual que dejamos en la cuneta. Se terminará entonces el equipo, esa energía de grupo que lucha contra un enemigo común y poco a poco volveremos a nuestras casas a defender lo que es de cada uno/a, a saludar poco o nada al vecino en el ascensor, al “yo primero”, al “yo más, yo más que...”. Quedará, en suma, lo que habrá dejado la ola.

¿Es pesimismo? No lo creo. Es memoria y es también la tímida esperanza de que quizá podamos cambiarlo. Cuando era pequeño un amigo de mis abuelos me contaba cosas de la guerra, no de la nuestra, sino de la Mundial. Él era francés y vivía en el pueblo de la playa donde veraneábamos. En la guerra había perdido a su hijo y a su esposa. Lo que más me fascinaba era oírle contar cómo fue la vida después, cómo fue de duro lo que llegó tras todos esos años de tensión e infierno colectivos: “Durante la guerra, la vida consistía en vivir”, decía. “Había que comer, calentarte e intentar que no te mataran. Todos/as estábamos en lo mismo y eso unía, nos hacía uno. Cuando llegó la paz, fue como si pasáramos a un canal de televisión nuevo en otro idioma. Primero llegó la euforia, pero en seguida la depresión porque no sabíamos quiénes éramos sin guerra. Muchos no supieron volver. Muchos ya no encajamos.”

A eso voy, al desencaje. Y a la pandemia. Y a la vulnerabilidad del/a infectado/a. En este momento de crisis somos un grupo que está unido contra un enemigo común –un virus– y eso nos hace fuertes y nos hermana, aunque quiero recordar, y creo que es de justicia que alguien lo diga y se repita hasta la saciedad si es necesario, esta no es una experiencia nueva. Hace unas décadas hubo otra pandemia, también con un virus mortal que ni siquiera se transmitía con la facilidad con la que lo hace este. En aquel entonces, el virus del sida mató sin tregua, pero entre aquél y este hay una gran diferencia. Hoy he oído decir a una ministra que el coronavirus no entiende de fronteras ni de juicios morales. Hoy a los/as contagiados/as por el virus se los/as compadece, se los/as cura y se los/as defiende, como debe ser. No fue así entonces. ¿Alguien es capaz de recordar cómo se trató a los infectados del virus del sida durante la terrible pandemia que vivió el mundo hasta que se encontraron los primeros retrovirales? ¿Alguien recuerda cómo se juzgó, se culpó, se maltrató y se repudió a los enfermos que morían en los hospitales, aislados, rechazados por familiares y por el grueso de la sociedad? ¿Alguien recuerda a los niños y niñas que se expulsaba de las escuelas por “infectados”, el secretismo, el miedo a ser descubierto y aislado por “amenaza”? ¿Alguien recuerda lo de “ese es un castigo por maricones, putas y drogadictos” que ha dejado un estigma todavía hoy vigente para todos y todas los seropositivos/as que hoy son también parte del tejido social que nos une?

Pandemia, vulnerabilidad y colectividad.
Hace 40 años, la sociedad convirtió a los infectados en culpables del mal que amenazaba a la comunidad y la comunidad misma los descastó para que sufrieran solos su suerte. Muchos/as murieron en condiciones de soledad terribles y la gran mayoría perdieron antes sus trabajos, los amigos/as, la empatía de los suyos. Eran “los/as infectados/as”.

Hoy, confinados/as como estamos en nuestras casas, quizá sea un buen momento para pensar en lo que nadie ha querido volver a remover a fondo para que la memoria sane pronto y la culpa quede silenciada. En nuestros cementerios, en los de este “primer mundo” que hoy combate un virus también mortal para otros sectores también vulnerables del tejido social, hay cientos de miles de hombres y mujeres que murieron por una pandemia que no eligieron. Esos hombres, mujeres, niños y niñas no descansan en paz porque se los enterró con asco y vergüenza, la mayoría de las veces sin mencionar la causa de su muerte, dándoles la espalda por habernos traído el mal a casa.

Quizá lo que hoy vivimos nos ayude a entender que enjuiciar la enfermedad mata más y con mayor crueldad que la enfermedad misma. Hace 40 años se buscó a un culpable y la diana de la culpa se fijó en los “homosexuales, prostitutas y drogadictos” y con eso la historia mal cerró un archivo que le permitiera respirar tranquila. Un virus arrasó cientos de miles de vidas en muy poco tiempo –cuarenta años después son ya 35 los millones de muertes contabilizadas- y la moral las condenó a una doble muerte. Hoy he oído decir al mismo ministro que estemos tranquilos: “La gran mayoría de muertes son de personas mayores y de otros con patologías previas”, ha declarado, y automáticamente he vuelto atrás en el tiempo. El ministro, como tantas otras voces, pretende tranquilizar a la comunidad, señalando a los grupos más vulnerables para –espero y deseo- ponerlos por delante en el mimo, en la preocupación y en el cuidado. Si es así, en algo habremos avanzado. Si es así, si como grupo hemos aprendido que la enfermedad no tiene un origen moral, que no hay en ella una voluntad de castigo tal como los humanos entendemos el “castigo”, habremos dado un paso de gigante cuando la pandemia quede atrás.

Yo no soy médico, ni filósofo, ni siquiera sé ya si soy más escritor que ficcionador. Lo que sí sé es que hace 28 años enterré a mi pareja en un cementerio de un país que no era el mío y lo hice solo porque nadie de su familia quiso reconocer que lo había matado una enfermedad contagiosa que a ojos del mundo borró toda su bondad, su juventud y sus ganas de vida. Qué gran ocasión es esta para que cuando vuelva la normalidad sigamos actuando así, conscientes de que somos un grupo que, diversos, vulnerables, desencajados e imperfectos, solo avanzamos cuando entendemos que somos una comunidad y que en algún momento quizá seamos capaces de actuar así, como especie que sabe que lo es, sin necesidad de tener que luchar contra un enemigo común.

Ojalá no tardemos.

Todavía hay demasiados cementerios llenos de muertos/as de sida (hombres, mujeres, blancos, negros o asiáticos, homosexuales y heterosexuales, ricos o pobres) que esperan en silencio a que alguien vaya a ponerles una flor.

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