Imagen: Pikara |
Sal al balcón a hablar con tus vecinas y a vigilar a la policía, que solo vas a sobrevivir con la colaboración y la solidaridad de las primeras y el control popular de la segunda.
Irantzu Varela | Pikara, 2020-03-25
https://www.pikaramagazine.com/2020/03/haz-balconing-del-bueno/
Entender los propios privilegios es siempre un trabajo difícil. Porque hay que analizarlos como algo que tú sientes que te mereces, o que te ha caído del cielo, pero que se pone en cuestión cuando lo comparas con lo que tienen -o no- las demás.
Y resulta que tener balcón es un privilegio. Resulta que, esos tres metros cuadrados que llevo unos cuatro años ignorando y usando solo para colgar la ropa cuando hace sol en esta Mordor cantábrica son una suerte. Y en el sistema capitalista, resulta que la suerte casi nunca lo es. Mi privilegio ahora es tener un espacio al aire libre, donde caben un par de sillas y una mesa donde tomar el vermú, donde da el sol -cuando hace sol en esta Mordor cantábrica-, y que da a la calle. Seguramente es mi llave para mantener la cordura. Y, con toda seguridad, se ha convertido en mi espacio más ocupado, y en mi principal espacio de socialización.
Salgo al balcón todo el rato. A tomar el café, a tomarme otro café, a leer, a hacer como que leo mientras tuiteo, a no hacer nada, y a gritar a la gente. Tengo una panadería debajo de casa, a la izquierda, y un supermercado, a la derecha. Y hay cola todas las mañanas en ambas, y yo me paso la mañana mirando a ver si veo a alguien conocido. Y si conozco a alguien -casi siempre- les grito desde el balcón: “¿Qué tal?, ¿todo bien? Pues aburrida, pero qué vamos a hacer”... y así. Y si tengo un poquito -sólo un poquito- de confianza, les pido que me compren algo. Porque tengo síntomas desde el inicio de la cuarentena, estoy en aislamiento y no salgo para nada de nada. Solo al balcón. Como una Rapuntzel distópica y proletaria pido comida desde mi balcón, y la gente conocida me la deja en el descansillo y se lo agradezco a distancia. Y les pago por Bizum.
No salgo al balcón a las ocho, a aplaudir al personal sanitario. Porque soy más de defender la sanidad pública en la calle, en el papel, en el discurso y en la práctica. Por eso no está confirmado que tenga coronavirus, porque la sanidad pública del oasis vasco no hace pruebas desde el día en que me empezaron los síntomas, unos días antes de que se decretara el estado de alarma. Pero me ha dicho mi médica por teléfono que casi seguro que sí. Saldré a aplaudir cuando aplaudamos también a las trabajadoras de hogar, que se han vuelto a quedar fuera de los derechos laborales mínimos, y que sostienen las vidas que el personal sanitario salva.
Sí salí al balcón a la cacerolada contra el rey, porque cualquier ocasión me parece buena para exigir que la jefatura del Estado la ostente alguien que se lo haya ganado. O a quien hayamos votado, al menos.
No salgo al balcón a insultar a la gente que anda por la calle. Porque no soy de insultar, en general, y porque no tengo ni idea de qué hace esa gente en la calle. Y porque no hay apocalipsis ni pandemia que me convierta a mí en policía ni en chivata. No tengo mucha ocasión de ejercer el fascismo balconiano porque en mi calle no pasa casi nadie desde que empezó la cuarentena, más que a la panadería y al súper, a pasear al perro o a pasear al carro de la compra. Pero que siete plagas de virus republicanos (no puede ser que me mate un virus con corona, de verdad) me caigan encima si me pongo a vigilar a mis vecinas.
A ver, que -en parte- lo hago. Desde que empezó la cuarentena he averiguado quién vive en el ático con terraza del quinto: una señora mayor y majísima que pasea cada mañana por ese terrazón que me da tanta envidia. Que el arquitecto del tercero, el que tiene el estudio cerca de la redacción de Pikara, toca canciones de Silvio a la guitarra; que la niña del cuarto es tan adicta a TikTok como yo a Twitter; que la pareja del balcón de enfrente, que se levantaban cada mañana a las siete, tiene dos niñas; y que hay una guapetona que fuma tabaco de liar en el primero. Y que en la calle de al lado hay un nostálgico del punk con unos altavoces como para una rave.
Me he enterado de todo eso pasando horas en el balcón, buscando con la mía sus miradas, para entablar un contacto que nos hace falta ahora que hemos entendido que no somos nada, sólo humanas.
Por eso no grito a las -pocas- personas desconocidas que veo desde el balcón. Porque no sé si le estarán haciendo la compra a una amiga aislada, si van a la farmacia, si van a trabajar, si viven en la calle, si viven en una casa que hace necesario salir a la calle, o en una casa que no da a la calle. No sé si van o vienen, si huyen o van al encuentro, no sé si están haciendo un servicio público o están desobedeciendo. Ni me importa.
Siempre he pensado que ser de izquierdas (o buena persona) se resume en preguntarte si tus actos podrían ser extrapolables a todo el mundo. Pensar en qué pasaría si todo el mundo hiciera lo mismo que haces tú, vamos. Pensar que ni eres más lista, ni más justa, ni más responsable, ni más importante, ni más excepcional que nadie. Que, igual que tú te preocupas de intentar que nadie te contagie y de intentar no contagiar a nadie, probablemente las demás hagan también lo que puedan.
Esta pandemia y las medidas de encierro que ha provocado, nos han colocado ante una realidad que ya nos venía explicando hace siglos la conciencia de clase y que nos ha puesto en el morro el feminismo interseccional: que no todas vivimos igual, amigas. Que tú igual estás aburrida, sin papel higiénico, sin tabaco o te has quedado sin planes. Pero que hay algunas que no tienen comida en la despensa, nada para el alquiler, papeles en regla, una habitación para ellas solas, dinero para pagar por Bizum la próxima compra, trabajo al que faltar, salud mínima, ni balcón. Y esa conciencia lo cambia todo. Entender que las condiciones materiales en las que nos ha pillado este aislamiento nos condicionan de una manera determinante está bien, pero no es como para darte un gallifante. Si no lo sabías de antes, tenías menos conciencia que Maria Antonieta. Pero bienvenida sea. Pero entender que esta situación, las medidas que se están tomando, y las derivas autoritarias y neoliberales que se están atisbando son una prueba de que el capitalismo, ese sistema que opina que es más importante la economía que la vida, no es una alternativa, es una decisión. Y está en tu mano.
Entender que sólo deberías grabar a la policía para denunciar sus abusos de autoridad; su uso desproporcionado de la fuerza y sus actuaciones racistas y contra la pobreza y la marginalidad es algo que no te deberíamos explicar, porque si estás leyendo este artículo es que has pinchado en el enlace de una revista feminista, y -descartados los ‘trolls’ que leen, que no existen- eso implica que eres una persona que sabe que la policía está al servicio del poder, del capital y de las élites, esa gente que sí que te roba, a ti y a todas. Que son sirvientes de un poder que les paga más que a ti para que no te levantes contra quienes se enriquecen a costa de lo que no tienes tú, ni las demás. Que son el último eslabón de las cadenas que garantizan que nos callemos ante la monarquía, la sanidad privada, los empresarios explotadores que regalan mascarillas con las migajas de los impuestos que no pagan y las pruebas del coronavirus a los políticos que desmantelaron la sanidad pública robando.
Así que, si estás leyendo este artículo -y no eres un ‘troll’– sal a tu puto balcón, si lo tienes, a gritar que de esta tenemos que salir con un fortalecimiento de lo público, un cuestionamiento serio de la gestión privada de los servicios básicos, con una jefatura de estado propia de una democracia occidental, no de un país de súbditas nacionalcatólicas. Sal al balcón a hablar con tus vecinas y a vigilar a la policía, que solo vas a sobrevivir con la colaboración y la solidaridad de las primeras y el control popular de la segunda. Sal al balcón a gritar solidaridad, salud pública y república. Y feminismo, que eso sí que es poner la vida, los cuidados y los derechos de las cuidadoras y las explotadas en el centro.
Y resulta que tener balcón es un privilegio. Resulta que, esos tres metros cuadrados que llevo unos cuatro años ignorando y usando solo para colgar la ropa cuando hace sol en esta Mordor cantábrica son una suerte. Y en el sistema capitalista, resulta que la suerte casi nunca lo es. Mi privilegio ahora es tener un espacio al aire libre, donde caben un par de sillas y una mesa donde tomar el vermú, donde da el sol -cuando hace sol en esta Mordor cantábrica-, y que da a la calle. Seguramente es mi llave para mantener la cordura. Y, con toda seguridad, se ha convertido en mi espacio más ocupado, y en mi principal espacio de socialización.
Salgo al balcón todo el rato. A tomar el café, a tomarme otro café, a leer, a hacer como que leo mientras tuiteo, a no hacer nada, y a gritar a la gente. Tengo una panadería debajo de casa, a la izquierda, y un supermercado, a la derecha. Y hay cola todas las mañanas en ambas, y yo me paso la mañana mirando a ver si veo a alguien conocido. Y si conozco a alguien -casi siempre- les grito desde el balcón: “¿Qué tal?, ¿todo bien? Pues aburrida, pero qué vamos a hacer”... y así. Y si tengo un poquito -sólo un poquito- de confianza, les pido que me compren algo. Porque tengo síntomas desde el inicio de la cuarentena, estoy en aislamiento y no salgo para nada de nada. Solo al balcón. Como una Rapuntzel distópica y proletaria pido comida desde mi balcón, y la gente conocida me la deja en el descansillo y se lo agradezco a distancia. Y les pago por Bizum.
No salgo al balcón a las ocho, a aplaudir al personal sanitario. Porque soy más de defender la sanidad pública en la calle, en el papel, en el discurso y en la práctica. Por eso no está confirmado que tenga coronavirus, porque la sanidad pública del oasis vasco no hace pruebas desde el día en que me empezaron los síntomas, unos días antes de que se decretara el estado de alarma. Pero me ha dicho mi médica por teléfono que casi seguro que sí. Saldré a aplaudir cuando aplaudamos también a las trabajadoras de hogar, que se han vuelto a quedar fuera de los derechos laborales mínimos, y que sostienen las vidas que el personal sanitario salva.
Sí salí al balcón a la cacerolada contra el rey, porque cualquier ocasión me parece buena para exigir que la jefatura del Estado la ostente alguien que se lo haya ganado. O a quien hayamos votado, al menos.
No salgo al balcón a insultar a la gente que anda por la calle. Porque no soy de insultar, en general, y porque no tengo ni idea de qué hace esa gente en la calle. Y porque no hay apocalipsis ni pandemia que me convierta a mí en policía ni en chivata. No tengo mucha ocasión de ejercer el fascismo balconiano porque en mi calle no pasa casi nadie desde que empezó la cuarentena, más que a la panadería y al súper, a pasear al perro o a pasear al carro de la compra. Pero que siete plagas de virus republicanos (no puede ser que me mate un virus con corona, de verdad) me caigan encima si me pongo a vigilar a mis vecinas.
A ver, que -en parte- lo hago. Desde que empezó la cuarentena he averiguado quién vive en el ático con terraza del quinto: una señora mayor y majísima que pasea cada mañana por ese terrazón que me da tanta envidia. Que el arquitecto del tercero, el que tiene el estudio cerca de la redacción de Pikara, toca canciones de Silvio a la guitarra; que la niña del cuarto es tan adicta a TikTok como yo a Twitter; que la pareja del balcón de enfrente, que se levantaban cada mañana a las siete, tiene dos niñas; y que hay una guapetona que fuma tabaco de liar en el primero. Y que en la calle de al lado hay un nostálgico del punk con unos altavoces como para una rave.
Me he enterado de todo eso pasando horas en el balcón, buscando con la mía sus miradas, para entablar un contacto que nos hace falta ahora que hemos entendido que no somos nada, sólo humanas.
Por eso no grito a las -pocas- personas desconocidas que veo desde el balcón. Porque no sé si le estarán haciendo la compra a una amiga aislada, si van a la farmacia, si van a trabajar, si viven en la calle, si viven en una casa que hace necesario salir a la calle, o en una casa que no da a la calle. No sé si van o vienen, si huyen o van al encuentro, no sé si están haciendo un servicio público o están desobedeciendo. Ni me importa.
Siempre he pensado que ser de izquierdas (o buena persona) se resume en preguntarte si tus actos podrían ser extrapolables a todo el mundo. Pensar en qué pasaría si todo el mundo hiciera lo mismo que haces tú, vamos. Pensar que ni eres más lista, ni más justa, ni más responsable, ni más importante, ni más excepcional que nadie. Que, igual que tú te preocupas de intentar que nadie te contagie y de intentar no contagiar a nadie, probablemente las demás hagan también lo que puedan.
Esta pandemia y las medidas de encierro que ha provocado, nos han colocado ante una realidad que ya nos venía explicando hace siglos la conciencia de clase y que nos ha puesto en el morro el feminismo interseccional: que no todas vivimos igual, amigas. Que tú igual estás aburrida, sin papel higiénico, sin tabaco o te has quedado sin planes. Pero que hay algunas que no tienen comida en la despensa, nada para el alquiler, papeles en regla, una habitación para ellas solas, dinero para pagar por Bizum la próxima compra, trabajo al que faltar, salud mínima, ni balcón. Y esa conciencia lo cambia todo. Entender que las condiciones materiales en las que nos ha pillado este aislamiento nos condicionan de una manera determinante está bien, pero no es como para darte un gallifante. Si no lo sabías de antes, tenías menos conciencia que Maria Antonieta. Pero bienvenida sea. Pero entender que esta situación, las medidas que se están tomando, y las derivas autoritarias y neoliberales que se están atisbando son una prueba de que el capitalismo, ese sistema que opina que es más importante la economía que la vida, no es una alternativa, es una decisión. Y está en tu mano.
Entender que sólo deberías grabar a la policía para denunciar sus abusos de autoridad; su uso desproporcionado de la fuerza y sus actuaciones racistas y contra la pobreza y la marginalidad es algo que no te deberíamos explicar, porque si estás leyendo este artículo es que has pinchado en el enlace de una revista feminista, y -descartados los ‘trolls’ que leen, que no existen- eso implica que eres una persona que sabe que la policía está al servicio del poder, del capital y de las élites, esa gente que sí que te roba, a ti y a todas. Que son sirvientes de un poder que les paga más que a ti para que no te levantes contra quienes se enriquecen a costa de lo que no tienes tú, ni las demás. Que son el último eslabón de las cadenas que garantizan que nos callemos ante la monarquía, la sanidad privada, los empresarios explotadores que regalan mascarillas con las migajas de los impuestos que no pagan y las pruebas del coronavirus a los políticos que desmantelaron la sanidad pública robando.
Así que, si estás leyendo este artículo -y no eres un ‘troll’– sal a tu puto balcón, si lo tienes, a gritar que de esta tenemos que salir con un fortalecimiento de lo público, un cuestionamiento serio de la gestión privada de los servicios básicos, con una jefatura de estado propia de una democracia occidental, no de un país de súbditas nacionalcatólicas. Sal al balcón a hablar con tus vecinas y a vigilar a la policía, que solo vas a sobrevivir con la colaboración y la solidaridad de las primeras y el control popular de la segunda. Sal al balcón a gritar solidaridad, salud pública y república. Y feminismo, que eso sí que es poner la vida, los cuidados y los derechos de las cuidadoras y las explotadas en el centro.
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