Imagen: El salto / Víctimas de abusos en centros religiosos de Navarra |
El caso de José Luis Pérez, que en febrero de 2019 hizo públicos los abusos sexuales que sufrió en el centro escolar Padres Reparadores de Puente la Reina, ha originado una cascada de denuncias de abusos sexuales en la infancia en entornos religiosos en Navarra.
Gessamí Forner | El Salto, 2020-03-21
https://www.elsaltodiario.com/abusos-sexuales/la-herida-abierta-de-la-pederastia-clerical-en-navarra
“Éramos siete hermanos y mi madre quedó viuda con treinta y pocos años y una pensión miserable. Pasábamos hambre. Alguien con buena intención le dijo ‘Manuela, hemos pensado llevar internos a dos de tus hijos, de esa forma tendrán acceso a la educación, podrán comer y a ti te quitamos trabajo’. No tuvo otra opción y nos llevó a los Padres Reparadores de Puente la Reina sin imaginar lo que íbamos a sufrir allí. Tenía 12 años, y mi hermano Javier un año menos”, recuerda José Luis Pérez antes de que rompan las primeras lágrimas. Casi 40 años después, su hermano se quitó la vida. “A la vuelta de esparcir sus cenizas en el mar, mi cuñada me dijo que en casa me esperaba una carta que mi hermano había escrito para mí”.
La abrió y toda la vida de José Luis cambió desde entonces: “Pensaba encontrarme una despedida, pero encontré el relato de unas violaciones tremendas, terribles, aterradoras. Jamás ninguno de los dos tuvimos el valor de contarnos el uno al otro qué nos estaba pasando, precisamente, con el mismo sacerdote. Pero cuando leí lo que había sufrido mi hermano pequeño, que fue lo mismo que me pasó a mí, quedé destrozado”.
En la maraña de terror psicológico que inflige un abusador a su víctima, consigue que esta no pueda articular una autodefensa que le permita hablar y escapar. Pero cuando algo rompe ese terror, como observar ese mismo dolor en un ser querido, la rabia puede tener una onda expansiva infinita. Como la rabia de José Luis Pérez, abusado por el padre Senosiain en un pequeño pueblo navarro y cuyo relato desencadenó el pasado año la denuncia judicial o pública de otros 32 casos de pederastia clerical, la creación de la Asociación de Víctimas de Abusos en centros religiosos de Navarra y la fundación de una federación estatal de víctimas. Pero la rabia de José Luis no la detonó la carta de su hermano, sino la reacción del Arzobispo de Pamplona y de Tudela, Francisco Pérez.
Ocultación en el Arzobispado
Tras leer la carta, en febrero de 2019, José Luis se fue al arzobispado. Vació sus fantasmas a la secretaria y al día siguiente tenía una cita con el prelado. Él le escuchó. Al terminar, le explicó a José Luis —como si de un niño se tratara en vez de un adulto de 56 años— que en su despacho tiene una urna donde esas cartas entran y no vuelven a salir jamás. Como si el dolor del hermano fallecido y el de José Luis fueran a desaparecer con la misiva. Como si el silencio eclesiástico borrara las secuelas de las víctimas de abusos sexuales en entornos religiosos, un mal endémico en las partes del mundo donde la Iglesia Católica adoctrina. Una endemia que se eleva al 7% de eclesiásticos en Estados Unidos, Irlanda y Australia, los países que más han investigado la pederastia clerical.
“La ausencia de reconocimiento de los hechos y del dolor causado produce una doble victimización en los abusados”, explica la experta en victimología Gemma Varona, del Instituto Vasco de Criminología, que participó como ponente en las primeras jornadas de pederastia eclesiástica organizadas por la Asociación de víctimas de Navarra el 14 de febrero, en colaboración con la Universidad Pública de Navarra (UPN). La UPN ha empezado el estudio de la pederastia eclesiástica en el Estado español, un escándalo que aún no ha explotado aquí pero que ya cuenta con casi 100.000 víctimas reconocidas en todo el mundo hasta 2018, según la organización internacional Ending Clergy Abuse Global. Desde la UPN, los investigadores advierten de que la pederastia eclesiástica comparte puntos comunes con los bebés robados, delitos cometidos también por el clero durante el franquismo. Los profesores Roldán Jimeno, especialista en pederastia eclesiástica en Irlanda, y Mikel Lizarraga, experto en bebés robados, son los responsables de sistematizar las investigaciones para preservar la memoria histórica.
La abrió y toda la vida de José Luis cambió desde entonces: “Pensaba encontrarme una despedida, pero encontré el relato de unas violaciones tremendas, terribles, aterradoras. Jamás ninguno de los dos tuvimos el valor de contarnos el uno al otro qué nos estaba pasando, precisamente, con el mismo sacerdote. Pero cuando leí lo que había sufrido mi hermano pequeño, que fue lo mismo que me pasó a mí, quedé destrozado”.
En la maraña de terror psicológico que inflige un abusador a su víctima, consigue que esta no pueda articular una autodefensa que le permita hablar y escapar. Pero cuando algo rompe ese terror, como observar ese mismo dolor en un ser querido, la rabia puede tener una onda expansiva infinita. Como la rabia de José Luis Pérez, abusado por el padre Senosiain en un pequeño pueblo navarro y cuyo relato desencadenó el pasado año la denuncia judicial o pública de otros 32 casos de pederastia clerical, la creación de la Asociación de Víctimas de Abusos en centros religiosos de Navarra y la fundación de una federación estatal de víctimas. Pero la rabia de José Luis no la detonó la carta de su hermano, sino la reacción del Arzobispo de Pamplona y de Tudela, Francisco Pérez.
Ocultación en el Arzobispado
Tras leer la carta, en febrero de 2019, José Luis se fue al arzobispado. Vació sus fantasmas a la secretaria y al día siguiente tenía una cita con el prelado. Él le escuchó. Al terminar, le explicó a José Luis —como si de un niño se tratara en vez de un adulto de 56 años— que en su despacho tiene una urna donde esas cartas entran y no vuelven a salir jamás. Como si el dolor del hermano fallecido y el de José Luis fueran a desaparecer con la misiva. Como si el silencio eclesiástico borrara las secuelas de las víctimas de abusos sexuales en entornos religiosos, un mal endémico en las partes del mundo donde la Iglesia Católica adoctrina. Una endemia que se eleva al 7% de eclesiásticos en Estados Unidos, Irlanda y Australia, los países que más han investigado la pederastia clerical.
“La ausencia de reconocimiento de los hechos y del dolor causado produce una doble victimización en los abusados”, explica la experta en victimología Gemma Varona, del Instituto Vasco de Criminología, que participó como ponente en las primeras jornadas de pederastia eclesiástica organizadas por la Asociación de víctimas de Navarra el 14 de febrero, en colaboración con la Universidad Pública de Navarra (UPN). La UPN ha empezado el estudio de la pederastia eclesiástica en el Estado español, un escándalo que aún no ha explotado aquí pero que ya cuenta con casi 100.000 víctimas reconocidas en todo el mundo hasta 2018, según la organización internacional Ending Clergy Abuse Global. Desde la UPN, los investigadores advierten de que la pederastia eclesiástica comparte puntos comunes con los bebés robados, delitos cometidos también por el clero durante el franquismo. Los profesores Roldán Jimeno, especialista en pederastia eclesiástica en Irlanda, y Mikel Lizarraga, experto en bebés robados, son los responsables de sistematizar las investigaciones para preservar la memoria histórica.
El mismo agresor
El filósofo George Steiner escribió que lo que no se nombra, no existe. Es una poderosa frase que pone en valor las labores de los historiadores y de las víctimas reconvertidas en activistas que en este momento han volcado sus recuerdos y sus esfuerzos para esclarecer los hechos, reclamar justicia y conseguir reparación. Quizá el mayor foco de pederastia eclesiástica en Navarra tuvo lugar en los años 60 y principios de los 70 en el pueblo de Estella, ya que cuatro de los nueve miembros de la asociación navarra tienen en común un mismo agresor: José San Julián Luna, primer director del centro Nuestra Señora del Puy. El presidente de la asociación, Jesús Zudaire, estima que este sacerdote abusó de entre 800 y 1.000 niños, teniendo en cuenta los trece años que pasó en el centro y el número de víctimas que había en cada aula. Pero quizá lo más dramático de este caso es que parte de los abusos sucedían en público. Delante de los ojos, pero ojos de niños que no sabían ni qué veían ni qué les hacían.
“En el aula éramos 45 niños y San Julián elegía entre 10 y 15 por aula. Los más tímidos, los de familia humilde, los niños con complejos. A los de familia bien no los tocaba. Nos pedía que fuéramos a su mesa y allí, delante de todos, metía su mano por debajo del pantalón corto del uniforme, que era ridículamente corto, y de los calzoncillos. Delante de todos, nos tocaba las nalgas y los genitales e introducía un dedo en el ano”, recuerda Zudaire. En público también les daba palizas. “Era un sádico”, resume.
Es difícil de creer que el resto de los adultos del centro no supieran cómo el director agredía psicológica, física y sexualmente a entre un cuarto y una tercera parte de cada clase. Pero no actuaron, los curas que vieron lo que ocurría eligieron encubrir al abusador y desproteger a los niños. “Y aunque el arzobispo asegure que lo trasladaron de centro, no es verdad”, continúa Zudaire. “En 1973, tres chicos del último curso, los de sexto de bachiller, de 16 años, le esperaron en la habitación de los niños más pequeños, de seis y siete años, y cuando el cura entró y se metió en una de las camas, los tres chavales la emprendieron a golpes y lo sacaron de la escuela hasta la carretera de Pamplona. Fue así, con una paliza, que el director cambió de centro”, explica. Zudaire fue abusado desde los ocho a los 14 años, con menos intensidad a partir de los 12. “No sabía lo que era y, aunque le teníamos más miedo a las torturas y a las palizas, intuía que no era normal que nos dijera que las relaciones sexuales eran pecaminosas mientras él se recreaba con nosotros, sobre todo con las partes con las que orinábamos y defecábamos”.
El filósofo George Steiner escribió que lo que no se nombra, no existe. Es una poderosa frase que pone en valor las labores de los historiadores y de las víctimas reconvertidas en activistas que en este momento han volcado sus recuerdos y sus esfuerzos para esclarecer los hechos, reclamar justicia y conseguir reparación. Quizá el mayor foco de pederastia eclesiástica en Navarra tuvo lugar en los años 60 y principios de los 70 en el pueblo de Estella, ya que cuatro de los nueve miembros de la asociación navarra tienen en común un mismo agresor: José San Julián Luna, primer director del centro Nuestra Señora del Puy. El presidente de la asociación, Jesús Zudaire, estima que este sacerdote abusó de entre 800 y 1.000 niños, teniendo en cuenta los trece años que pasó en el centro y el número de víctimas que había en cada aula. Pero quizá lo más dramático de este caso es que parte de los abusos sucedían en público. Delante de los ojos, pero ojos de niños que no sabían ni qué veían ni qué les hacían.
“En el aula éramos 45 niños y San Julián elegía entre 10 y 15 por aula. Los más tímidos, los de familia humilde, los niños con complejos. A los de familia bien no los tocaba. Nos pedía que fuéramos a su mesa y allí, delante de todos, metía su mano por debajo del pantalón corto del uniforme, que era ridículamente corto, y de los calzoncillos. Delante de todos, nos tocaba las nalgas y los genitales e introducía un dedo en el ano”, recuerda Zudaire. En público también les daba palizas. “Era un sádico”, resume.
Es difícil de creer que el resto de los adultos del centro no supieran cómo el director agredía psicológica, física y sexualmente a entre un cuarto y una tercera parte de cada clase. Pero no actuaron, los curas que vieron lo que ocurría eligieron encubrir al abusador y desproteger a los niños. “Y aunque el arzobispo asegure que lo trasladaron de centro, no es verdad”, continúa Zudaire. “En 1973, tres chicos del último curso, los de sexto de bachiller, de 16 años, le esperaron en la habitación de los niños más pequeños, de seis y siete años, y cuando el cura entró y se metió en una de las camas, los tres chavales la emprendieron a golpes y lo sacaron de la escuela hasta la carretera de Pamplona. Fue así, con una paliza, que el director cambió de centro”, explica. Zudaire fue abusado desde los ocho a los 14 años, con menos intensidad a partir de los 12. “No sabía lo que era y, aunque le teníamos más miedo a las torturas y a las palizas, intuía que no era normal que nos dijera que las relaciones sexuales eran pecaminosas mientras él se recreaba con nosotros, sobre todo con las partes con las que orinábamos y defecábamos”.
Décadas de silencio
Patxi Azpilikueta es otro de los denunciantes de este cura y miembro de la asociación navarra. “En casa somos siete hermanos y una hermana, y cinco de los chicos hemos ido ahí. Pero nunca hemos hablado de este tema, es complicado. El único que ha denunciado he sido yo. Mi familia me ha apoyado, me ha dicho que hemos sido muy valientes por dar el paso, igual hay cosas detrás... Pero no lo hemos hablado”, explica sobre el silencio que se extiende durante décadas en los abusos sexuales. Azpilikueta solo sabe que cuando salió de la escuela nunca miró atrás para poder tener sosiego mental y emocional: “A todos nos han quedado secuelas, pero cuando salí me dije: ‘Hasta aquí, Patxi, ya está’. Aunque creo que si soy ateo es por las actuaciones que ha tenido la Iglesia, por lo que he vivido en Estella y en Tafalla”. ¿Tafalla? “Allí fui al instituto y cuando me llamó el cura para confesar, él en una silla y yo de rodillas, tuve las mismas sensaciones que en la escuela. La Iglesia tiene problemas muy graves”.
Los estudios más amplios realizados sobre la pederastia religiosa indican que la edad media de los denunciantes es de 44 años, por eso la Asociación reivindica que es urgente que aumente el plazo de prescripción de este delito. Aun con delitos prescritos, los denunciantes seguirán reclamando la verdad y la reparación de su daño.
“Los efectos de los abusos sexuales no prescriben, se acumulan con el paso del tiempo, porque no hay un rincón de la vida humana que no se vea afectada: las relaciones afectivas, la salud mental, la emocional, la física. Como muchos abusados dicen, se puede vivir con cicatrices, pero no con heridas. Y es que los abusos sexuales no se pueden curar, pero con un proceso serio de terapia se puede dejar de ser víctima y reconectar con lo mejor de la vida”, explica la investigadora Teresa Compte, de la Universidad del País Vasco y compañera de trabajo de Gemma Varona.
Varona insiste en que el acercamiento a las víctimas que realizan desde la Universidad “no es a un problema individual, ni tampoco de un colectivo, sino un problema social: ha habido una macrovictimización desde los años 90 en otros países y no es una cuestión del pasado. Son personas que, a pesar del trauma, piden lo razonable: algunas justicia, otras piden terapia. Pero todas están defendiendo bienes comunes, no individuales. Y se enfrentan a un problema cultural, en el que la reputación de la Iglesia Católica está por encima de las víctimas, aunque fueran menores, y esto me parece de una gravedad terrible”.
El Arzobispo de Pamplona y Tudela, Francisco Pérez, se negó a asistir a las jornadas de pederastia eclesiástica en Navarra, acto al que fue invitado por las víctimas y también por el Departamento de Justicia del Gobierno de Navarra, al considerar que no era un entorno adecuado para tratar los abusos sexuales. Su respuesta no gustó y los denunciantes navarros consideraron que el arzobispo perdió “una oportunidad de oro para reconocernos y pedir perdón”.
Patxi Azpilikueta es otro de los denunciantes de este cura y miembro de la asociación navarra. “En casa somos siete hermanos y una hermana, y cinco de los chicos hemos ido ahí. Pero nunca hemos hablado de este tema, es complicado. El único que ha denunciado he sido yo. Mi familia me ha apoyado, me ha dicho que hemos sido muy valientes por dar el paso, igual hay cosas detrás... Pero no lo hemos hablado”, explica sobre el silencio que se extiende durante décadas en los abusos sexuales. Azpilikueta solo sabe que cuando salió de la escuela nunca miró atrás para poder tener sosiego mental y emocional: “A todos nos han quedado secuelas, pero cuando salí me dije: ‘Hasta aquí, Patxi, ya está’. Aunque creo que si soy ateo es por las actuaciones que ha tenido la Iglesia, por lo que he vivido en Estella y en Tafalla”. ¿Tafalla? “Allí fui al instituto y cuando me llamó el cura para confesar, él en una silla y yo de rodillas, tuve las mismas sensaciones que en la escuela. La Iglesia tiene problemas muy graves”.
Los estudios más amplios realizados sobre la pederastia religiosa indican que la edad media de los denunciantes es de 44 años, por eso la Asociación reivindica que es urgente que aumente el plazo de prescripción de este delito. Aun con delitos prescritos, los denunciantes seguirán reclamando la verdad y la reparación de su daño.
“Los efectos de los abusos sexuales no prescriben, se acumulan con el paso del tiempo, porque no hay un rincón de la vida humana que no se vea afectada: las relaciones afectivas, la salud mental, la emocional, la física. Como muchos abusados dicen, se puede vivir con cicatrices, pero no con heridas. Y es que los abusos sexuales no se pueden curar, pero con un proceso serio de terapia se puede dejar de ser víctima y reconectar con lo mejor de la vida”, explica la investigadora Teresa Compte, de la Universidad del País Vasco y compañera de trabajo de Gemma Varona.
Varona insiste en que el acercamiento a las víctimas que realizan desde la Universidad “no es a un problema individual, ni tampoco de un colectivo, sino un problema social: ha habido una macrovictimización desde los años 90 en otros países y no es una cuestión del pasado. Son personas que, a pesar del trauma, piden lo razonable: algunas justicia, otras piden terapia. Pero todas están defendiendo bienes comunes, no individuales. Y se enfrentan a un problema cultural, en el que la reputación de la Iglesia Católica está por encima de las víctimas, aunque fueran menores, y esto me parece de una gravedad terrible”.
El Arzobispo de Pamplona y Tudela, Francisco Pérez, se negó a asistir a las jornadas de pederastia eclesiástica en Navarra, acto al que fue invitado por las víctimas y también por el Departamento de Justicia del Gobierno de Navarra, al considerar que no era un entorno adecuado para tratar los abusos sexuales. Su respuesta no gustó y los denunciantes navarros consideraron que el arzobispo perdió “una oportunidad de oro para reconocernos y pedir perdón”.
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