Imagen: Jot Down / Coros y Danzas de la Sección Femenina 'Madridejos' |
Álvaro Corazón Rural | Jot Down, 2017-11-21
http://www.jotdown.es/2017/11/los-criticos-musicales-del-franquismo-y-la-creacion-del-buen-gusto-espanol/
Hace dos años comentamos con el historiador del flamenco Juan Vergillos el impacto que tuvo la Guerra Civil en este género musical. Según explicó, era el arte más popular de España y se codeaba con las vanguardias de los años veinte y los treinta, pero tras la guerra hubo un cambio radical. El régimen se ocupó de despolitizar el flamenco y lo convirtió en un «fenómeno étnico». Antes, había sido un género precursor de la canción protesta de los años sesenta, abordaba temas sociales de actualidad y no faltaron fandangos republicanos con loas a la bandera tricolor.
Este año ha salido un libro que abunda en esa fractura, la que se produjo en la música española tras la guerra, pero hace referencia a la música clásica. Lo ha publicado Eva Moreda Rodríguez, de la Universidad de Glasgow. Se titula ‘Music Criticism and Music Critics in Early Francoist Spain’ (Oxford University Press, 2017) Su lectura me ha dejado fascinado. Como todo el mundo sabe, la figura del crítico musical siempre ha sido controvertida, quizá solo la del crítico de cine ha podido serlo más, y es realmente divertido, de reír por no llorar, descubrir que las manías y obsesiones típicas de estos plumillas también estuvieron presentes en un proceso de gran magnitud y terribles consecuencias como fue la implantación del Estado franquista en los años cuarenta.
Cito, por ejemplo, a uno de los primeros en desfilar por estas páginas. Joaquín Turina, que admitía que la guerra había dejado un vacío en la producción musical española, pero subrayaba que había sido para bien, porque en la II República el arte se estaba deshumanizando con tanta innovación y tendencias ‘avant-garde’. Proclamó: «La victoria de nuestros soldados ha barrido, al menos en el ámbito de la música, toda esa confusión». Se conoce que al hombre no le gustaban esos que hoy se conoce como modernos.
Parte de ese supuesto sindiós de música vanguardista venía por el Grupo de los Ocho. No eran muy numerosos, como su propio nombre indica, pero tuvieron su importancia. Me cuenta Moreda: «irrumpieron en la escena musical española en los años veinte con ganas de cambiarlo todo de arriba abajo y a menudo con una cierta arrogancia». Pero la clave fue que con la llegada de la República, uno de ellos, Salvador Bacarisse, entró en la Junta Nacional de Música de la República junto a otros personajes cercanos al Grupo, como Adolfo Salazar y Óscar Esplá. Y durante la guerra, tres miembros de los Ocho integraron el Consejo Central de Música de la República y otro compositor cercano, Gustavo Pittaluga, fue diplomático.
«Por estos motivos, se asoció la música de vanguardia a la ideología de izquierdas», sentencia la autora, «así, el Grupo de los Ocho se convirtió, aunque de manera velada, en una especie de símbolo de lo que gran parte del ‘establishment’ musical del primer franquismo no quería, tanto musical como políticamente». El vacío que dejaron estos músicos y sus instituciones, como la Residencia de Estudiantes o Unión Radio, esperaban que se llenase con compositores de tendencias tradicionales.
Del mismo modo, el crítico Antonio de las Heras se alegró de que la Orquesta Filarmónica de Madrid perdiera a la mayoría de sus miembros en la guerra porque se trataba de un grupo «que presidía Azaña y que tan marcado matiz izquierdista había en sus huestes», escribió. Nemesio Otaño, otro crítico, sostenía en sus textos que la vida musical de la posguerra era mucho más viva que la del 36, aunque luego, señala la obra, en sus cartas a Manuel de Falla escribió que, con la excepción de las visitas de Herbert von Karajan en 1941 y 1942, la vida musical de Madrid era «sencillamente mediocre».
La realidad era la que era. El propio Falla se negó a regresar a España y a un compositor como a Antonio José Martínez lo fusilaron. «Cuando reanudan la temporada orquestal en septiembre de 1939, se vieron desbordados para encontrar buenos directores de orquesta», explica la autora.
Al menos lo que sí que hubo fue crítica. En el III Reich, Goebbels la eliminó por considerarla un elemento perturbador del orden y creador de polémicas. En España no fue así, aunque se buscó, en palabras de Moreda, que fuera siempre una crítica positiva para apoyar la construcción del nuevo régimen.
Estéticamente se pervirtió el concepto de «hispanidad» que había habido hasta entonces, por norma general, en la cultura española. Los nuevos matices del concepto ahora eran falangistas. Había que restaurar el pasado edénico, aunque en un país como España no era fácil. Para unos músicos, dice la profesora, era volver a la música tradicional, para otros, a la antigua, y también había quien teorizó que la hispanidad era solo un espíritu, no una técnica.
Moreda pone un ejemplo: «Cuando Rodolfo Halffter vuelve a aparecer en los programas de conciertos en los sesenta con su música dodecafónica, que en principio nada tiene que ver con ninguna tradición existente en España, algunos críticos intentan buscarle la hispanidad en el hecho de que usa el dodecafonismo de forma sobria y comedida», cita.
Otra idea que se heredó fue la de la generación del 98 y su defensa de Castilla como la esencia de España, con la contrariedad de que en el extranjero se identificaba la esencia española con el folclore andaluz. «Contra el andalucismo hubo una cierta sospecha porque parece que fue el camino fácil para promocionar la música española en el exterior. Pero en el franquismo estos discursos se aplicaron mucho también a la música de Falla, cuyas obras de juventud son más andalucistas y las de madurez se consideraban más próximas a la austeridad del castellanismo», señala.
Algunos críticos arremetieron contra la música de los tablaos, como contamos aquí, aunque para Moreda conviene matizar que esa corriente proviene también del antiflamenquismo de principios de siglo de la aludida generación del 98 y no era un arrebato exclusivamente franquista, si bien en el nuevo régimen se continuó en esa línea.
Un exponente de esta orientación era el crítico Regino Sainz de la Maza, guitarrista burgalés, que promovía un regreso al pasado histórico español. Él volvió a España durante la guerra —estaba de gira— y su gesto fue elogiado como el del artista que abandona su carrera en el extranjero para aterrizar de vuelta en un país en el que ya no hay lujos, los cuales no necesitaba como el austero castellano que era, decía la propaganda.
Antes de la guerra, Lorca le dedicó un poema a Sainz de la Maza. Pero este, en su nueva piel, tras el 18 de julio, tuvo que cortar con todos sus amigos anteriores, algunos de ellos compositores de vanguardia. Desde entonces, en sus críticas destacaban las alegorías que empleaba con España. Escribía que las orquestas sonaban bien, pese a todos los desastres que había sufrido el país en la contienda, porque en España, venía a decir entre líneas, se superaban las dificultades. Era el discurso triunfalista del franquismo filtrado a través de la afinación de instrumentos de cuerda.
En uno de sus primeros artículos en ‘ABC’ celebró que el misticismo, la poesía épica y la canción tradicional florecían de nuevo en el español «ardiente y amorosamente». Y proclamaba el derecho de todo español a «entender» la música, ahora que por fin estaban libres de ese «miedo infantil» a no saber por qué era bueno lo que le estaban tocando si era demasiado moderno. Era un discurso antiintelectual que, insiste la autora, tampoco era exclusivo del franquismo o del fascismo, pero en esta etapa hizo coincidir a muchos de estos críticos.
Otro que antes de la guerra tenía amplitud de miras fue el crítico Federico Sopeña, pero luego se hizo falangista y, tras la contienda, abandonó Madrid para ordenarse sacerdote en el País Vasco. Ponía a Falla como ejemplo de humanidad y a Stravinski como muestra de lo contrario, toda una mención velada al régimen soviético, aunque valoraba su respeto por el «orden y la jerarquía».
Según otro plumilla, Antonio de las Heras, con su influencia, Stravinski había destruido los elementos raciales de nuestra música, que era en lo que se tenía que asentar. Hasta Rafael Sánchez Mazas, el cofundador de Falange, escribió que la música del ruso contenía «elementos revolucionarios, furia y crueldad».
En este ambiente, debía resultar refrescante leer a críticos como Joaquín Turina, comisario musical, que se permitía licencias como referirse al violinista Henryk Szeryng como «el pollo con la mano en el pecho» (en referencia al cuadro del Greco) por la postura que tomó al terminar el recital, o tachar un concierto de la Orquesta Sinfónica como «fabada» por su ambición de gustar a todo el mundo. Mientras que a Ernesto Halffter se atrevía a recordarle en una reseña que se estaba quedando calvo. No obstante, lo más hilarante a lo que llegaron estos plumillas, tanto Sainz de la Maza como Turina, fue a reseñar sus propios conciertos. A este respecto, me explica la autora: «Cuando se habla de estas prácticas se las minimiza con la excusa de que el mundo musical es muy pequeño y todos tienen que hacer de todo».
Un cura, también crítico musical, el aludido Nemesio Otaño, natural de Azkoitia (Guipúzcoa), pretendía construir la nueva España del futuro mediante el auge de la música militar, de la cual era estudioso. Durante la guerra, Nemesio Otaño vivió unos meses en territorio republicano en su pueblo, en el que se había refugiado tras la disolución de la Compañía de Jesús ordenada por la República. Estuvieron a punto varias veces de llevarlo a la cárcel de Ondarreta, pero las milicias nacionalistas vascas lo tomaron como prisionero para salvarlo hasta que llegaron las tropas fascistas.
Fue la autoridad más importante en los primeros años de franquismo. Él eligió la sintonía del parte de Radio Nacional. Y le compuso un himno al caudillo, de inequívoco título, «¡Franco! ¡Franco!», con música de Norberto Almandoz, otro cura guipuzcoano, este de Astigarraga.
Aunque lo más recordado fueron sus ímprobos esfuerzos por que la «Marcha de Granaderos» fuera adoptada como himno nacional. La también llamada «Marcha Real» había sido sustituida por el «Himno de Riego» en 1931 con la llegada de la República y el franquismo tardó un tiempo en decidirse por un himno hasta que volvió definitivamente al monárquico. A este cura se le asignó la misión de difundirlo hasta que fuese aceptado por la mayoría de españoles, lo que no fue fácil puesto que los primeros que se opusieron a un himno monárquico fueron los falangistas.
Divertido también fue el caso de otro crítico guipuzcoano, de Azpeitia, Ramón G. Amezúa, que promovía en los medios el regreso a la música sacra tocada como solo podía tocarse, con el único verdadero órgano español, concretamente, el que manufacturaba él en su fábrica de órganos.
De Maspujols, Tarragona, era el musicólogo Higinio Anglès. Antes de la guerra, se dedicó a promover la cultura catalana, era miembro del Institut d’Estudis Catalans y estaba interesado en la música catalana medieval y del Renacimiento. Tras el 18 de julio escapó al III Reich y no tuvo fácil regresar por los motivos aducidos, simpatías con el nacionalismo catalán. Lo logró finalmente gracias a informes favorables de Otaño y del prelado Isidro Gomá y un pacto: ostentaría la dirección del Instituto Nacional de Musicología, lo que servía al régimen para darse una pátina de prestigio, pues las investigaciones de Anglès eran reconocidas internacionalmente.
Moreda cuenta que siempre chocó con el centralismo franquista. En público no dejaba de mostrar gratitud con el régimen por apoyar sus investigaciones musicales, pero en privado se mostraba mucho más escéptico con las políticas de Otaño de controlar todos los aspectos de la vida musical española. En sus textos, no obstante, se encuentra un rechazo a la influencia foránea de la música local. No le gustaban los italianos que trajo Felipe V a su corte, a los que culpaba por la aparición de la zarzuela. Por su culpa, decía, no se pudo crear una verdadera ópera española. Y ponía como ejemplo a seguir a los Reyes Católicos, quienes, escribió, habían expulsado de su corte a todos los músicos extranjeros. Su empeño era demostrar que la música española auténtica venia directamente de los griegos y, entre medias, no había sucedido nada relevante. Ni siquiera la influencia de al-Ándalus. Estos puntos de vista coincidían con los del régimen de ensalzar la figura de la hispanidad como rasgo identitario existente desde la época visigótica. Gracias a los trabajos de Anglès, esta idea tuvo un desarrollo académico, al menos en lo musical.
En 1944, se creó un departamento de folclore del Instituto Español de Musicología. Para su dirección, Anglès seleccionó a Marius Schneider, un experto folclorista alemán que había huido del III Reich en 1944. Ellos iniciaron una campaña de recogida de canciones tradicionales por toda la Península en la que reunieron diez mil ejemplos. La intención de la política del régimen era contraponer el folclore español a las manifestaciones musicales urbanas. Tal y como lo explica Moreda: «Es una oposición que también encontramos con cierta frecuencia en los escritos de esta época, y de otras, porque se pensaba que los ritmos urbanos como el ‘jazz’ favorecían, debido sobre todo a los bailes que los acompañaban y los ambientes en que se interpretaban, una cierta inmoralidad, mientras que la música tradicional, la folclórica, preservaría estos valores morales».
No podían ni ver, en este caso escuchar, el ‘jazz’. Para el crítico Sebastián Méndez era «música negroide o extranjera». En ‘El Alcázar’ se criticó su auge en Bélgica en estos términos: «Toda la nación baila al compás de los ritmos importados de la selva».
Para Otaño, era un regreso a formas bárbaras de la existencia: «la música envilecedora, artística y moralmente, y también en esa forma insistente, machacona, del ‘jazz’ moderno y sus derivados, en cuanto supone una preferencia abusiva, no justificada (…) esas exóticas danzas de negros, producto de las selvas americanas, transformado artísticamente, muchas veces en el sentido peyorativo en cuanto a lo moral, por las orquestinas de los cabarets de la City (…) Si los americanos se precian de haber inundado el mundo con su folclore salvaje, hay que declarar que en punto a moralidad y buen gusto van retrocediendo a las cavernas primitivas»
‘Ritmo’ publicó en 1943 un editorial pidiendo directamente su prohibición: «Las alarmantes proporciones que ha ido adquiriendo la invasión de la música negroide, con sus interpretaciones profanadoras de las grandes concepciones, joyas de la orfebrería musical, son una seria amenaza a la cultura y a la civilización occidental». Más adelante, la cuestión pasó a ser de preocupación nacionalista y racial: «La influencia de la música negroide ha penetrado alarmantemente al alma sentimental o romántica del conglomerado latino (…). Son pocos los musicógrafos y autores que defendemos el hispanoamericanismo de la música autóctona. Dejemos a los negros que ejecuten, canten y bailen sus danzas africanas y purifiquemos indígenas y blancos nuestra música típica».
Francisco Padín, del ‘Diario de Cádiz’ y la revista ‘Ritmo’, fue aún más lejos y escribió: «No hay nada más opuesto a los rasgos masculinos de nuestra raza que esas dulces, decadentes y monótonas melodías que, como un lamento impotente, afeminan nuestras almas; no hay nada más deshonroso para nuestra dignidad espiritual que esos locos bailes».
No solo te volvías gay, también sumiso. Todo formaba parte de la conspiración del judaísmo internacional para domesticar a las naciones occidentales: «Da la casualidad de que España, Alemania e Italia son los grandes países musicales del mundo. ¿Por qué hemos de continuar rindiendo tributo a lo que se concierta bien con el alma de los negros y de los bárbaros de Norteamérica, pero hiere la sensibilidad de pueblos que hasta en su arte popular han llegado en el orden musical a cimas sublimes? Acábense ya los foxtrots de una vez. Forman parte del arsenal de almas judaicas puestas en juego para envilecer a las razas selectas, y no es pura necesidad la obstinación en seguir embruteciéndonos con ellos».
Aunque también había mucho de promoción personal en estas embestidas. No todo era política cultural. Moreda especifica: «las propuestas de los críticos para que se prohibiesen o regulasen determinadas prácticas musicales hay que leerlas entre líneas y no asumir que representaban la opinión del régimen así en abstracto. Incluso con algunos críticos que empezaban entonces su carrera da la impresión de que exacerban sus críticas para hacerse ver ellos mismos, como si quisieran ser más papistas que el papa, esto es, más franquistas que Franco».
El giro llegó en 1944, con la fundación de la revista ‘Ritmo y Melodía’, que defendía por primera vez el ‘jazz’ y géneros similares, pero desde la posición más pedante posible. Para ellos, el problema era que su público no la escuchaba como era debido, sino que solo la quería para bailarla. Los oyentes españoles eran: «un público amorfo, sin personalidad; naturalmente queremos decir sin personalidad jazzística». No sé qué es peor.
Al final, contra la influencia imparable de la música anglosajona y, al mismo tiempo, la proyección exterior y gran reputación que tenía el flamenco, la respuesta española fueron los grupos de Coros y Danzas de la Sección Femenina de Falange. Una promoción de la música local y tradicional que, además, tenía otro objetivo todavía mucho más marcado: combatir el separatismo.
Con estas actividades, pensaban, todos los españoles conocerían la música tradicional de todas las regiones del país, de modo que las considerarían como propias, erosionando las diferencias y fortaleciendo la unidad, explica el libro. Una famosa cita de Pilar Primo de Rivera, jefa de la Sección Femenina, resumía este espíritu: «Cuando los catalanes sepan cantar las canciones de Castilla; cuando en Castilla conozcan también las sardanas y sepan que se toca el chistu, (…) cuando las canciones de Galicia se conozcan en Levante; cuando se unan cincuenta o sesenta mil voces para cantar una misma canción, entonces sí que habremos conseguido la unidad entre los hombres y entre las tierras de España. Y lo que pasa con la música, pasa también con el campo, con la tierra: la tierra, que nos da el pan y el aceite, el vino y la miel. España físicamente estaría incompleta si se compusiera solamente del Norte o del Mediodía. Pero son incompletos también los españoles que solo se apegan a un pedazo de tierra».
Otro de los ideólogos de esto, Rodríguez del Río, también lo consideraba útil para sumergir al individuo en la masa. Incluso hubo elogios al aislamiento geográfico y los valles, porque habían mantenido la supuesta pureza de los pueblos con sus tradiciones inalteradas. Unas consideraciones que lo que ponían de manifiesto era el miedo al progreso y los cambios que entrañaba, como explica la autora: «En el fondo es la nostalgia y la preocupación frente a la industrialización, por precaria que fuese, aunque obviamente aquí se mezcla con otros aspectos de la ideología dominante».
Llegó a existir una doctrina teórica en los documentos de Educación Sindical que recomendaba estas músicas folclóricas para que los trabajadores se entretuvieran cantándolas juntos y no cedieran a «otras formas peligrosas de entretenimiento». No querían que se sumieran en el consumismo asociado al capitalismo que, por otro lado, era el sistema que promovía el régimen. Sin embargo, los autores de estas líneas de actuación se felicitaban de haber logrado con el franquismo que los trabajadores españoles no hubieran caído en el materialismo y estuvieran completamente ocupados con «aspiraciones espirituales». El colmo de este control lo encontramos cuando Rafael Benedito, director de la Masa Coral de Madrid, aseguraba que, juntándose para cantar música folclórica en su orfeón, habían surgido numerosos matrimonios, lo que dotaba a su coro de un profundo «significado moral».
La posterior llegada del desarrollismo, que inclinó al régimen por promocionar la música de vanguardia para darse una imagen de modernidad en el exterior, y la del ‘rock and roll’ echaron abajo todo este tinglado. Pero lo que es obvio es que la guerra supuso una ruptura con la cultura española, cuyos efectos nunca podremos valorar en su justa medida. Moreda sentencia: «Estos efectos se notan más tarde, como cuando Luis de Pablo y sus coetáneos en los cincuenta y sesenta se quejan de no haber tenido modelos de la generación que los precedía. No obstante, al hablar de los exiliados pienso que a veces se cae en una narrativa un tanto evolucionista: se asume que ellos iban a salvar la música española con su vanguardismo y que al exiliarse se perdió una oportunidad; esta es, por cierto, una narrativa que nace paradójicamente bajo el franquismo. Esta visión ignora que no todos los exiliados se posicionan de la misma manera con respecto a cuestiones de identidad nacional y modernidad política y musical, no todos eran el Grupo de los Ocho, aunque esto a veces se ignora».
Este año ha salido un libro que abunda en esa fractura, la que se produjo en la música española tras la guerra, pero hace referencia a la música clásica. Lo ha publicado Eva Moreda Rodríguez, de la Universidad de Glasgow. Se titula ‘Music Criticism and Music Critics in Early Francoist Spain’ (Oxford University Press, 2017) Su lectura me ha dejado fascinado. Como todo el mundo sabe, la figura del crítico musical siempre ha sido controvertida, quizá solo la del crítico de cine ha podido serlo más, y es realmente divertido, de reír por no llorar, descubrir que las manías y obsesiones típicas de estos plumillas también estuvieron presentes en un proceso de gran magnitud y terribles consecuencias como fue la implantación del Estado franquista en los años cuarenta.
Cito, por ejemplo, a uno de los primeros en desfilar por estas páginas. Joaquín Turina, que admitía que la guerra había dejado un vacío en la producción musical española, pero subrayaba que había sido para bien, porque en la II República el arte se estaba deshumanizando con tanta innovación y tendencias ‘avant-garde’. Proclamó: «La victoria de nuestros soldados ha barrido, al menos en el ámbito de la música, toda esa confusión». Se conoce que al hombre no le gustaban esos que hoy se conoce como modernos.
Parte de ese supuesto sindiós de música vanguardista venía por el Grupo de los Ocho. No eran muy numerosos, como su propio nombre indica, pero tuvieron su importancia. Me cuenta Moreda: «irrumpieron en la escena musical española en los años veinte con ganas de cambiarlo todo de arriba abajo y a menudo con una cierta arrogancia». Pero la clave fue que con la llegada de la República, uno de ellos, Salvador Bacarisse, entró en la Junta Nacional de Música de la República junto a otros personajes cercanos al Grupo, como Adolfo Salazar y Óscar Esplá. Y durante la guerra, tres miembros de los Ocho integraron el Consejo Central de Música de la República y otro compositor cercano, Gustavo Pittaluga, fue diplomático.
«Por estos motivos, se asoció la música de vanguardia a la ideología de izquierdas», sentencia la autora, «así, el Grupo de los Ocho se convirtió, aunque de manera velada, en una especie de símbolo de lo que gran parte del ‘establishment’ musical del primer franquismo no quería, tanto musical como políticamente». El vacío que dejaron estos músicos y sus instituciones, como la Residencia de Estudiantes o Unión Radio, esperaban que se llenase con compositores de tendencias tradicionales.
Del mismo modo, el crítico Antonio de las Heras se alegró de que la Orquesta Filarmónica de Madrid perdiera a la mayoría de sus miembros en la guerra porque se trataba de un grupo «que presidía Azaña y que tan marcado matiz izquierdista había en sus huestes», escribió. Nemesio Otaño, otro crítico, sostenía en sus textos que la vida musical de la posguerra era mucho más viva que la del 36, aunque luego, señala la obra, en sus cartas a Manuel de Falla escribió que, con la excepción de las visitas de Herbert von Karajan en 1941 y 1942, la vida musical de Madrid era «sencillamente mediocre».
La realidad era la que era. El propio Falla se negó a regresar a España y a un compositor como a Antonio José Martínez lo fusilaron. «Cuando reanudan la temporada orquestal en septiembre de 1939, se vieron desbordados para encontrar buenos directores de orquesta», explica la autora.
Al menos lo que sí que hubo fue crítica. En el III Reich, Goebbels la eliminó por considerarla un elemento perturbador del orden y creador de polémicas. En España no fue así, aunque se buscó, en palabras de Moreda, que fuera siempre una crítica positiva para apoyar la construcción del nuevo régimen.
Estéticamente se pervirtió el concepto de «hispanidad» que había habido hasta entonces, por norma general, en la cultura española. Los nuevos matices del concepto ahora eran falangistas. Había que restaurar el pasado edénico, aunque en un país como España no era fácil. Para unos músicos, dice la profesora, era volver a la música tradicional, para otros, a la antigua, y también había quien teorizó que la hispanidad era solo un espíritu, no una técnica.
Moreda pone un ejemplo: «Cuando Rodolfo Halffter vuelve a aparecer en los programas de conciertos en los sesenta con su música dodecafónica, que en principio nada tiene que ver con ninguna tradición existente en España, algunos críticos intentan buscarle la hispanidad en el hecho de que usa el dodecafonismo de forma sobria y comedida», cita.
Otra idea que se heredó fue la de la generación del 98 y su defensa de Castilla como la esencia de España, con la contrariedad de que en el extranjero se identificaba la esencia española con el folclore andaluz. «Contra el andalucismo hubo una cierta sospecha porque parece que fue el camino fácil para promocionar la música española en el exterior. Pero en el franquismo estos discursos se aplicaron mucho también a la música de Falla, cuyas obras de juventud son más andalucistas y las de madurez se consideraban más próximas a la austeridad del castellanismo», señala.
Algunos críticos arremetieron contra la música de los tablaos, como contamos aquí, aunque para Moreda conviene matizar que esa corriente proviene también del antiflamenquismo de principios de siglo de la aludida generación del 98 y no era un arrebato exclusivamente franquista, si bien en el nuevo régimen se continuó en esa línea.
Un exponente de esta orientación era el crítico Regino Sainz de la Maza, guitarrista burgalés, que promovía un regreso al pasado histórico español. Él volvió a España durante la guerra —estaba de gira— y su gesto fue elogiado como el del artista que abandona su carrera en el extranjero para aterrizar de vuelta en un país en el que ya no hay lujos, los cuales no necesitaba como el austero castellano que era, decía la propaganda.
Antes de la guerra, Lorca le dedicó un poema a Sainz de la Maza. Pero este, en su nueva piel, tras el 18 de julio, tuvo que cortar con todos sus amigos anteriores, algunos de ellos compositores de vanguardia. Desde entonces, en sus críticas destacaban las alegorías que empleaba con España. Escribía que las orquestas sonaban bien, pese a todos los desastres que había sufrido el país en la contienda, porque en España, venía a decir entre líneas, se superaban las dificultades. Era el discurso triunfalista del franquismo filtrado a través de la afinación de instrumentos de cuerda.
En uno de sus primeros artículos en ‘ABC’ celebró que el misticismo, la poesía épica y la canción tradicional florecían de nuevo en el español «ardiente y amorosamente». Y proclamaba el derecho de todo español a «entender» la música, ahora que por fin estaban libres de ese «miedo infantil» a no saber por qué era bueno lo que le estaban tocando si era demasiado moderno. Era un discurso antiintelectual que, insiste la autora, tampoco era exclusivo del franquismo o del fascismo, pero en esta etapa hizo coincidir a muchos de estos críticos.
Otro que antes de la guerra tenía amplitud de miras fue el crítico Federico Sopeña, pero luego se hizo falangista y, tras la contienda, abandonó Madrid para ordenarse sacerdote en el País Vasco. Ponía a Falla como ejemplo de humanidad y a Stravinski como muestra de lo contrario, toda una mención velada al régimen soviético, aunque valoraba su respeto por el «orden y la jerarquía».
Según otro plumilla, Antonio de las Heras, con su influencia, Stravinski había destruido los elementos raciales de nuestra música, que era en lo que se tenía que asentar. Hasta Rafael Sánchez Mazas, el cofundador de Falange, escribió que la música del ruso contenía «elementos revolucionarios, furia y crueldad».
En este ambiente, debía resultar refrescante leer a críticos como Joaquín Turina, comisario musical, que se permitía licencias como referirse al violinista Henryk Szeryng como «el pollo con la mano en el pecho» (en referencia al cuadro del Greco) por la postura que tomó al terminar el recital, o tachar un concierto de la Orquesta Sinfónica como «fabada» por su ambición de gustar a todo el mundo. Mientras que a Ernesto Halffter se atrevía a recordarle en una reseña que se estaba quedando calvo. No obstante, lo más hilarante a lo que llegaron estos plumillas, tanto Sainz de la Maza como Turina, fue a reseñar sus propios conciertos. A este respecto, me explica la autora: «Cuando se habla de estas prácticas se las minimiza con la excusa de que el mundo musical es muy pequeño y todos tienen que hacer de todo».
Un cura, también crítico musical, el aludido Nemesio Otaño, natural de Azkoitia (Guipúzcoa), pretendía construir la nueva España del futuro mediante el auge de la música militar, de la cual era estudioso. Durante la guerra, Nemesio Otaño vivió unos meses en territorio republicano en su pueblo, en el que se había refugiado tras la disolución de la Compañía de Jesús ordenada por la República. Estuvieron a punto varias veces de llevarlo a la cárcel de Ondarreta, pero las milicias nacionalistas vascas lo tomaron como prisionero para salvarlo hasta que llegaron las tropas fascistas.
Fue la autoridad más importante en los primeros años de franquismo. Él eligió la sintonía del parte de Radio Nacional. Y le compuso un himno al caudillo, de inequívoco título, «¡Franco! ¡Franco!», con música de Norberto Almandoz, otro cura guipuzcoano, este de Astigarraga.
Aunque lo más recordado fueron sus ímprobos esfuerzos por que la «Marcha de Granaderos» fuera adoptada como himno nacional. La también llamada «Marcha Real» había sido sustituida por el «Himno de Riego» en 1931 con la llegada de la República y el franquismo tardó un tiempo en decidirse por un himno hasta que volvió definitivamente al monárquico. A este cura se le asignó la misión de difundirlo hasta que fuese aceptado por la mayoría de españoles, lo que no fue fácil puesto que los primeros que se opusieron a un himno monárquico fueron los falangistas.
Divertido también fue el caso de otro crítico guipuzcoano, de Azpeitia, Ramón G. Amezúa, que promovía en los medios el regreso a la música sacra tocada como solo podía tocarse, con el único verdadero órgano español, concretamente, el que manufacturaba él en su fábrica de órganos.
De Maspujols, Tarragona, era el musicólogo Higinio Anglès. Antes de la guerra, se dedicó a promover la cultura catalana, era miembro del Institut d’Estudis Catalans y estaba interesado en la música catalana medieval y del Renacimiento. Tras el 18 de julio escapó al III Reich y no tuvo fácil regresar por los motivos aducidos, simpatías con el nacionalismo catalán. Lo logró finalmente gracias a informes favorables de Otaño y del prelado Isidro Gomá y un pacto: ostentaría la dirección del Instituto Nacional de Musicología, lo que servía al régimen para darse una pátina de prestigio, pues las investigaciones de Anglès eran reconocidas internacionalmente.
Moreda cuenta que siempre chocó con el centralismo franquista. En público no dejaba de mostrar gratitud con el régimen por apoyar sus investigaciones musicales, pero en privado se mostraba mucho más escéptico con las políticas de Otaño de controlar todos los aspectos de la vida musical española. En sus textos, no obstante, se encuentra un rechazo a la influencia foránea de la música local. No le gustaban los italianos que trajo Felipe V a su corte, a los que culpaba por la aparición de la zarzuela. Por su culpa, decía, no se pudo crear una verdadera ópera española. Y ponía como ejemplo a seguir a los Reyes Católicos, quienes, escribió, habían expulsado de su corte a todos los músicos extranjeros. Su empeño era demostrar que la música española auténtica venia directamente de los griegos y, entre medias, no había sucedido nada relevante. Ni siquiera la influencia de al-Ándalus. Estos puntos de vista coincidían con los del régimen de ensalzar la figura de la hispanidad como rasgo identitario existente desde la época visigótica. Gracias a los trabajos de Anglès, esta idea tuvo un desarrollo académico, al menos en lo musical.
En 1944, se creó un departamento de folclore del Instituto Español de Musicología. Para su dirección, Anglès seleccionó a Marius Schneider, un experto folclorista alemán que había huido del III Reich en 1944. Ellos iniciaron una campaña de recogida de canciones tradicionales por toda la Península en la que reunieron diez mil ejemplos. La intención de la política del régimen era contraponer el folclore español a las manifestaciones musicales urbanas. Tal y como lo explica Moreda: «Es una oposición que también encontramos con cierta frecuencia en los escritos de esta época, y de otras, porque se pensaba que los ritmos urbanos como el ‘jazz’ favorecían, debido sobre todo a los bailes que los acompañaban y los ambientes en que se interpretaban, una cierta inmoralidad, mientras que la música tradicional, la folclórica, preservaría estos valores morales».
No podían ni ver, en este caso escuchar, el ‘jazz’. Para el crítico Sebastián Méndez era «música negroide o extranjera». En ‘El Alcázar’ se criticó su auge en Bélgica en estos términos: «Toda la nación baila al compás de los ritmos importados de la selva».
Para Otaño, era un regreso a formas bárbaras de la existencia: «la música envilecedora, artística y moralmente, y también en esa forma insistente, machacona, del ‘jazz’ moderno y sus derivados, en cuanto supone una preferencia abusiva, no justificada (…) esas exóticas danzas de negros, producto de las selvas americanas, transformado artísticamente, muchas veces en el sentido peyorativo en cuanto a lo moral, por las orquestinas de los cabarets de la City (…) Si los americanos se precian de haber inundado el mundo con su folclore salvaje, hay que declarar que en punto a moralidad y buen gusto van retrocediendo a las cavernas primitivas»
‘Ritmo’ publicó en 1943 un editorial pidiendo directamente su prohibición: «Las alarmantes proporciones que ha ido adquiriendo la invasión de la música negroide, con sus interpretaciones profanadoras de las grandes concepciones, joyas de la orfebrería musical, son una seria amenaza a la cultura y a la civilización occidental». Más adelante, la cuestión pasó a ser de preocupación nacionalista y racial: «La influencia de la música negroide ha penetrado alarmantemente al alma sentimental o romántica del conglomerado latino (…). Son pocos los musicógrafos y autores que defendemos el hispanoamericanismo de la música autóctona. Dejemos a los negros que ejecuten, canten y bailen sus danzas africanas y purifiquemos indígenas y blancos nuestra música típica».
Francisco Padín, del ‘Diario de Cádiz’ y la revista ‘Ritmo’, fue aún más lejos y escribió: «No hay nada más opuesto a los rasgos masculinos de nuestra raza que esas dulces, decadentes y monótonas melodías que, como un lamento impotente, afeminan nuestras almas; no hay nada más deshonroso para nuestra dignidad espiritual que esos locos bailes».
No solo te volvías gay, también sumiso. Todo formaba parte de la conspiración del judaísmo internacional para domesticar a las naciones occidentales: «Da la casualidad de que España, Alemania e Italia son los grandes países musicales del mundo. ¿Por qué hemos de continuar rindiendo tributo a lo que se concierta bien con el alma de los negros y de los bárbaros de Norteamérica, pero hiere la sensibilidad de pueblos que hasta en su arte popular han llegado en el orden musical a cimas sublimes? Acábense ya los foxtrots de una vez. Forman parte del arsenal de almas judaicas puestas en juego para envilecer a las razas selectas, y no es pura necesidad la obstinación en seguir embruteciéndonos con ellos».
Aunque también había mucho de promoción personal en estas embestidas. No todo era política cultural. Moreda especifica: «las propuestas de los críticos para que se prohibiesen o regulasen determinadas prácticas musicales hay que leerlas entre líneas y no asumir que representaban la opinión del régimen así en abstracto. Incluso con algunos críticos que empezaban entonces su carrera da la impresión de que exacerban sus críticas para hacerse ver ellos mismos, como si quisieran ser más papistas que el papa, esto es, más franquistas que Franco».
El giro llegó en 1944, con la fundación de la revista ‘Ritmo y Melodía’, que defendía por primera vez el ‘jazz’ y géneros similares, pero desde la posición más pedante posible. Para ellos, el problema era que su público no la escuchaba como era debido, sino que solo la quería para bailarla. Los oyentes españoles eran: «un público amorfo, sin personalidad; naturalmente queremos decir sin personalidad jazzística». No sé qué es peor.
Al final, contra la influencia imparable de la música anglosajona y, al mismo tiempo, la proyección exterior y gran reputación que tenía el flamenco, la respuesta española fueron los grupos de Coros y Danzas de la Sección Femenina de Falange. Una promoción de la música local y tradicional que, además, tenía otro objetivo todavía mucho más marcado: combatir el separatismo.
Con estas actividades, pensaban, todos los españoles conocerían la música tradicional de todas las regiones del país, de modo que las considerarían como propias, erosionando las diferencias y fortaleciendo la unidad, explica el libro. Una famosa cita de Pilar Primo de Rivera, jefa de la Sección Femenina, resumía este espíritu: «Cuando los catalanes sepan cantar las canciones de Castilla; cuando en Castilla conozcan también las sardanas y sepan que se toca el chistu, (…) cuando las canciones de Galicia se conozcan en Levante; cuando se unan cincuenta o sesenta mil voces para cantar una misma canción, entonces sí que habremos conseguido la unidad entre los hombres y entre las tierras de España. Y lo que pasa con la música, pasa también con el campo, con la tierra: la tierra, que nos da el pan y el aceite, el vino y la miel. España físicamente estaría incompleta si se compusiera solamente del Norte o del Mediodía. Pero son incompletos también los españoles que solo se apegan a un pedazo de tierra».
Otro de los ideólogos de esto, Rodríguez del Río, también lo consideraba útil para sumergir al individuo en la masa. Incluso hubo elogios al aislamiento geográfico y los valles, porque habían mantenido la supuesta pureza de los pueblos con sus tradiciones inalteradas. Unas consideraciones que lo que ponían de manifiesto era el miedo al progreso y los cambios que entrañaba, como explica la autora: «En el fondo es la nostalgia y la preocupación frente a la industrialización, por precaria que fuese, aunque obviamente aquí se mezcla con otros aspectos de la ideología dominante».
Llegó a existir una doctrina teórica en los documentos de Educación Sindical que recomendaba estas músicas folclóricas para que los trabajadores se entretuvieran cantándolas juntos y no cedieran a «otras formas peligrosas de entretenimiento». No querían que se sumieran en el consumismo asociado al capitalismo que, por otro lado, era el sistema que promovía el régimen. Sin embargo, los autores de estas líneas de actuación se felicitaban de haber logrado con el franquismo que los trabajadores españoles no hubieran caído en el materialismo y estuvieran completamente ocupados con «aspiraciones espirituales». El colmo de este control lo encontramos cuando Rafael Benedito, director de la Masa Coral de Madrid, aseguraba que, juntándose para cantar música folclórica en su orfeón, habían surgido numerosos matrimonios, lo que dotaba a su coro de un profundo «significado moral».
La posterior llegada del desarrollismo, que inclinó al régimen por promocionar la música de vanguardia para darse una imagen de modernidad en el exterior, y la del ‘rock and roll’ echaron abajo todo este tinglado. Pero lo que es obvio es que la guerra supuso una ruptura con la cultura española, cuyos efectos nunca podremos valorar en su justa medida. Moreda sentencia: «Estos efectos se notan más tarde, como cuando Luis de Pablo y sus coetáneos en los cincuenta y sesenta se quejan de no haber tenido modelos de la generación que los precedía. No obstante, al hablar de los exiliados pienso que a veces se cae en una narrativa un tanto evolucionista: se asume que ellos iban a salvar la música española con su vanguardismo y que al exiliarse se perdió una oportunidad; esta es, por cierto, una narrativa que nace paradójicamente bajo el franquismo. Esta visión ignora que no todos los exiliados se posicionan de la misma manera con respecto a cuestiones de identidad nacional y modernidad política y musical, no todos eran el Grupo de los Ocho, aunque esto a veces se ignora».
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