Imagen: El Asombrario / Cassandra Vera |
Paco Tomás | El Asombrario, 2017-04-15
http://elasombrario.com/la-humillacion/
El autor pone el dedo en la llaga y en el discernimiento. Aparte del despropósito de la condena por un mal chiste sobre un fascista, Cassandra ha sido condenada por un delito de humillación a las víctimas del terrorismo en un juicio por sí mismo ya humillante, humillante con su identidad de género. ¿Tiene sentido condenar por algo que el propio tribunal está haciendo? Estamos hablando de transfobia y es muy difícil dar lecciones de justicia cuando uno, aunque sea juez, se está burlando de la justicia.
Entro en Internet con precaución. Desde hace un tiempo, navego entre redes sociales, foros y comentarios con la prudencia del que se esconde de la agresión. Habitamos unos tiempos jodidos. Unos tiempos en los que la humillación ha adquirido rango de habilidad social. Un tuit, un error, un desliz es suficiente para que hordas de seres anónimos, con su comentarios, burlas y chistes, hagan leña del árbol herido. Yo mismo he participado de algún ejercicio de ingenio para redes a costa del error, el despropósito o la arrogancia de alguien. Pero estás últimas semanas he pensado mucho en el concepto de humillación que emplea nuestra sociedad. Y lo he hecho a raíz de la condena a Cassandra Vera por las bromas tuiteadas sobre Carrero Blanco, el que fuera primer ministro de la dictadura franquista.
Creo que en la propia esencia del humor, del chiste, hay un ligero componente de humillación. Tolerable, porque el humor es eso, además de otras muchas cosas, pero nos reímos ‘de’ cuando deberíamos hacerlo ‘con’. Nos reímos del torpe, del que se cae, del tartamudo, del hombre cornudo, del mariquita, del que la tiene pequeña, del feo, de la gorda,… El humor es un ejercicio de inteligencia desde el momento en que nos obliga a distinguir la gracia de la humillación, aunque la primera contenga trazas de la segunda. Tragedia más tiempo, como decía Woody Allen. Un ejercicio de discernimiento, mi palabra favorita del último cuarto de siglo.
Los chistes de Cassandra son malos. Muy malos. Tengo la sensación de que no nacen del sentido del humor ni de la ironía; siento que nacen del rencor pero ¿quién soy yo para valorar eso si ni siquiera conozco personalmente a Cassandra? Pero lo que tengo claro es que la calidad de un chiste no tiene nada que ver con leyes, ni con códigos penales, ni con justicia y, mucho menos, con sentencias condenatorias.
Ante ese asunto pensé que las leyes mordaza, los artículos del Código Penal que plantean conceptos tan arbitrarios como el enaltecimiento del terrorismo y la humillación de las víctimas, son una puerta abierta al abuso de autoridad. Esos dos conceptos, enaltecimiento y humillación, en una sociedad tan compleja y llena de aristas como la actual, acaban siendo aliados de la susceptibilidad en lugar de argumentos de justicia. Lo vimos cuando se detuvo a dos titiriteros por un espectáculo de marionetas para adultos y se ha vuelto a repetir ahora, con la sentencia contra Cassandra.
Hay dos cosas realmente molestas en ese caso y esa sentencia. Una es la propia posibilidad de poder condenar a una persona a un año de cárcel por hacer un chiste en una red social. Eso ya es un despropósito y un atentado a un derecho fundamental. Primero, porque ningún ordenamiento jurídico, ningún código penal, puede estar sometido a la susceptibilidad de un individuo o de una asociación. Lo fina que tengamos la epidermis para tolerar o no un chiste no es un principio jurídico. Deberíamos haber aprendido ya que la libertad de expresión no significa exclusivamente que podamos decir lo que queramos; también supone que nos acostumbremos a escuchar cosas que no nos gustan. Hay chistes de mariquitas que me hacen gracia y chistes de mariquitas que no. Hay personas que cuentan esos chistes y me divierten y hay quien los cuenta y me ofende. No los denunciaría jamás porque el hecho de que me moleste su chiste, desde dónde nace la broma, no es más que una cuestión de tolerancia al otro. Dos libertades enfrentadas. Solo la voluntad desnivela ese equilibrio. Tiene que quedar muy clara, en ese chiste, broma, comentario u opinión, la voluntad de favorecer o promover la violencia, el hostigamiento, la discriminación o el odio hacia una persona o un colectivo. Y nada de eso aparece en los tuits de Cassandra. Excepto, o al menos es lo que yo percibo, rencor. Un rencor muy parecido al que sienten billones de adolescentes en esta sociedad. Pero ¿verdad que nadie piensa meter en la cárcel a todos los adolescentes de este país? Muy mal hemos progresado si un chiste que hicieron Tip y Coll en 1984 no se puede hacer treinta y tres años después.
El otro aspecto indignante de este caso tiene que ver con el trato que recibió Cassandra durante el juicio. Y eso me lleva al comienzo de esta columna y al concepto de humillación. No voy a valorar las redes sociales, donde los imbéciles y la peor calaña encuentra un altavoz para canalizar su odio, sus miserias y su inhumanidad. Es su cárcel, allá ellos con su mezquindad. A mí me ofende la Justicia, con jota mayúscula. Cassandra ha sido condenada por un delito de humillación a las víctimas del terrorismo en un juicio humillante con su identidad de género. ¿Tiene sentido condenar por algo que el propio tribunal está haciendo? Un juez que se dirige a Cassandra en masculino, llamándola Ramón, está demostrando una falta de sensibilidad, un desinterés por las buenas prácticas, una falta de respeto que le deslegitima, moralmente, para hablar de humillación, ofensa y consideración. No fue desconocimiento, ya que Cassandra se reconoce en una identidad femenina. Fue un uso irrespetuoso con una realidad que pone en evidencia las dificultades de las personas trans a tener un reconocimiento de su identidad de genero. Cassandra tiene un dni que no se corresponde con la identidad con la que ella se identifica. Tal vez es urgente una ley de transexualidad, a nivel estatal, que facilite estos trámites e impida que se pueda seguir juzgando la humillación humillando. Porque al final estamos hablando de transfobia y es muy difícil dar lecciones de justicia cuando uno, aunque sea juez, se está burlando de la justicia.
Llevo años caminando por la cuerda floja. El sentido del equilibrio nunca fue tan determinante en nuestra propia supervivencia como ahora. Siento habitar en el despropósito. Por un lado, energúmenos que ondean su transfobia impunemente. Por otro, personas que convierten a Cassandra, a Wyoming o a Dani Mateo, en símbolos de la libertad de expresión. Los primeros, me repugnan y si sus afirmaciones son constitutivas de un delito penal o una sanción civil o administrativa, denunciemos. A los segundos, mesura. Que Cassandra no es Clara Campoamor, ni Wyoming y Mateo son Assange y Raif Badawi. Que al final, frivolizar con la historia y con las víctimas de este país, que murieron en la lucha y la defensa de la libertad de expresión y pensamiento, acaba siendo igual de ofensivo.
Entro en Internet con precaución. Desde hace un tiempo, navego entre redes sociales, foros y comentarios con la prudencia del que se esconde de la agresión. Habitamos unos tiempos jodidos. Unos tiempos en los que la humillación ha adquirido rango de habilidad social. Un tuit, un error, un desliz es suficiente para que hordas de seres anónimos, con su comentarios, burlas y chistes, hagan leña del árbol herido. Yo mismo he participado de algún ejercicio de ingenio para redes a costa del error, el despropósito o la arrogancia de alguien. Pero estás últimas semanas he pensado mucho en el concepto de humillación que emplea nuestra sociedad. Y lo he hecho a raíz de la condena a Cassandra Vera por las bromas tuiteadas sobre Carrero Blanco, el que fuera primer ministro de la dictadura franquista.
Creo que en la propia esencia del humor, del chiste, hay un ligero componente de humillación. Tolerable, porque el humor es eso, además de otras muchas cosas, pero nos reímos ‘de’ cuando deberíamos hacerlo ‘con’. Nos reímos del torpe, del que se cae, del tartamudo, del hombre cornudo, del mariquita, del que la tiene pequeña, del feo, de la gorda,… El humor es un ejercicio de inteligencia desde el momento en que nos obliga a distinguir la gracia de la humillación, aunque la primera contenga trazas de la segunda. Tragedia más tiempo, como decía Woody Allen. Un ejercicio de discernimiento, mi palabra favorita del último cuarto de siglo.
Los chistes de Cassandra son malos. Muy malos. Tengo la sensación de que no nacen del sentido del humor ni de la ironía; siento que nacen del rencor pero ¿quién soy yo para valorar eso si ni siquiera conozco personalmente a Cassandra? Pero lo que tengo claro es que la calidad de un chiste no tiene nada que ver con leyes, ni con códigos penales, ni con justicia y, mucho menos, con sentencias condenatorias.
Ante ese asunto pensé que las leyes mordaza, los artículos del Código Penal que plantean conceptos tan arbitrarios como el enaltecimiento del terrorismo y la humillación de las víctimas, son una puerta abierta al abuso de autoridad. Esos dos conceptos, enaltecimiento y humillación, en una sociedad tan compleja y llena de aristas como la actual, acaban siendo aliados de la susceptibilidad en lugar de argumentos de justicia. Lo vimos cuando se detuvo a dos titiriteros por un espectáculo de marionetas para adultos y se ha vuelto a repetir ahora, con la sentencia contra Cassandra.
Hay dos cosas realmente molestas en ese caso y esa sentencia. Una es la propia posibilidad de poder condenar a una persona a un año de cárcel por hacer un chiste en una red social. Eso ya es un despropósito y un atentado a un derecho fundamental. Primero, porque ningún ordenamiento jurídico, ningún código penal, puede estar sometido a la susceptibilidad de un individuo o de una asociación. Lo fina que tengamos la epidermis para tolerar o no un chiste no es un principio jurídico. Deberíamos haber aprendido ya que la libertad de expresión no significa exclusivamente que podamos decir lo que queramos; también supone que nos acostumbremos a escuchar cosas que no nos gustan. Hay chistes de mariquitas que me hacen gracia y chistes de mariquitas que no. Hay personas que cuentan esos chistes y me divierten y hay quien los cuenta y me ofende. No los denunciaría jamás porque el hecho de que me moleste su chiste, desde dónde nace la broma, no es más que una cuestión de tolerancia al otro. Dos libertades enfrentadas. Solo la voluntad desnivela ese equilibrio. Tiene que quedar muy clara, en ese chiste, broma, comentario u opinión, la voluntad de favorecer o promover la violencia, el hostigamiento, la discriminación o el odio hacia una persona o un colectivo. Y nada de eso aparece en los tuits de Cassandra. Excepto, o al menos es lo que yo percibo, rencor. Un rencor muy parecido al que sienten billones de adolescentes en esta sociedad. Pero ¿verdad que nadie piensa meter en la cárcel a todos los adolescentes de este país? Muy mal hemos progresado si un chiste que hicieron Tip y Coll en 1984 no se puede hacer treinta y tres años después.
El otro aspecto indignante de este caso tiene que ver con el trato que recibió Cassandra durante el juicio. Y eso me lleva al comienzo de esta columna y al concepto de humillación. No voy a valorar las redes sociales, donde los imbéciles y la peor calaña encuentra un altavoz para canalizar su odio, sus miserias y su inhumanidad. Es su cárcel, allá ellos con su mezquindad. A mí me ofende la Justicia, con jota mayúscula. Cassandra ha sido condenada por un delito de humillación a las víctimas del terrorismo en un juicio humillante con su identidad de género. ¿Tiene sentido condenar por algo que el propio tribunal está haciendo? Un juez que se dirige a Cassandra en masculino, llamándola Ramón, está demostrando una falta de sensibilidad, un desinterés por las buenas prácticas, una falta de respeto que le deslegitima, moralmente, para hablar de humillación, ofensa y consideración. No fue desconocimiento, ya que Cassandra se reconoce en una identidad femenina. Fue un uso irrespetuoso con una realidad que pone en evidencia las dificultades de las personas trans a tener un reconocimiento de su identidad de genero. Cassandra tiene un dni que no se corresponde con la identidad con la que ella se identifica. Tal vez es urgente una ley de transexualidad, a nivel estatal, que facilite estos trámites e impida que se pueda seguir juzgando la humillación humillando. Porque al final estamos hablando de transfobia y es muy difícil dar lecciones de justicia cuando uno, aunque sea juez, se está burlando de la justicia.
Llevo años caminando por la cuerda floja. El sentido del equilibrio nunca fue tan determinante en nuestra propia supervivencia como ahora. Siento habitar en el despropósito. Por un lado, energúmenos que ondean su transfobia impunemente. Por otro, personas que convierten a Cassandra, a Wyoming o a Dani Mateo, en símbolos de la libertad de expresión. Los primeros, me repugnan y si sus afirmaciones son constitutivas de un delito penal o una sanción civil o administrativa, denunciemos. A los segundos, mesura. Que Cassandra no es Clara Campoamor, ni Wyoming y Mateo son Assange y Raif Badawi. Que al final, frivolizar con la historia y con las víctimas de este país, que murieron en la lucha y la defensa de la libertad de expresión y pensamiento, acaba siendo igual de ofensivo.
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