Imagen: El Español / Anna May Wong |
Aunque nacida en Estados Unidos, el código de la época acabó cercenando su carrera al imposibilitarle compartir protagonismo con actores caucásicos.
Miguel Á. Delgado | El Español, 2017-03-18
http://www.elespanol.com/cultura/historia/20170317/201480149_0.html
La industria del cine que desembarcó en Los Ángeles en los primeros años del siglo XX despertó la fascinación de todos los que ya vivían allí. También la de una niña, descendiente de inmigrantes chinos pero nacida en 1905 en la ciudad, que vivía con sus padres junto al negocio familiar, una tintorería, situado fuera de Chinatown. Sus padres no veían con buenos ojos su admiración por los rodajes que empezaban a frecuentar las calles, pero Wong Liu Tsong aprovechó la primera ocasión que se le presentó para aparecer como extra en una película.
Durante un tiempo, fue compatibilizando pequeños papeles con trabajos como modelo, con el nombre de Anna May Wong, y aprovechando que parecía mayor que la edad que realmente tenía. Su familia se opuso, y su padre llegaba incluso a encerrarla bajo llave entre toma y toma, cuando era la única actriz de rasgos asiáticos del rodaje.
A los 17 años abandonó el hogar y se instaló por su cuenta, y el primer (y único de toda su carrera) papel protagonista le llegó con ‘El tributo del mar’, una variante de la historia de ‘Madame Butterfly’ que es recordada, sobre todo, por ser la primera película estrenada en un rudimentario Technicolor.
Belleza exótica y elegante
Sin embargo, la cinta fue suficiente para que la gran estrella Douglas Fairbanks se fijara en ella para incorporarla en un papel secundario en la superproducción ‘El ladrón de Bagdad’ (1924), donde Wong deslumbraba interpretando a una malvada esclava mongola. Su físico, alto y de una exótica y elegante belleza, no pasó desapercibido, y se convirtió en un icono de la moda. Pero los papeles que le seguían llegando la limitaban siempre a los estereotipos de mujer fatal y perversa, o variaciones de Butterfly.
Hastiada, se trasladó a finales de la década a Europa, donde logró, como Josephine Baker, ser mejor aceptada, entabló amistad y complicidad con mujeres destacadas del cine como Leni Riefenstahl o Marlene Dietrich, actuó en el teatro junto a un joven Laurence Olivier y estrenó en Inglaterra la que es probablemente su mejor cinta, ‘Picadilly’ (1929).
Sólo regresó a Estados Unidos cuando un contrato con la Paramount pareció asegurarle los papeles que sabía que verdaderamente merecía. Un papel secundario junto a la Dietrich en el éxito ‘El expreso de Shanghai’ (1932), que coincidió con una campaña de cotilleos que aseguraba que ambas habían tenido un affaire durante el rodaje, pareció indicar que estaba en el buen camino.
Pero cuando aspiró a conseguir el papel principal en la adaptación del ‘best seller’ de Pearl S. Buck ‘The Good Earth’ (1937), una historia ambientada en China y protagonizada por personajes supuestamente chinos, vio cómo éste acabó recayendo en la actriz alemana Luise Rainer. ¿El motivo? Que era inconcebible para la moral de la época que Wong pudiese representar en la pantalla una relación amorosa con el protagonista, encarnado por el actor austriaco Paul Muni.
Simplemente era imposible plantearse una escena romántica o un beso entre una actriz chinoamericana y un actor de rasgos caucásicos, por más que éste interpretara a un oriental. Indignada, la actriz se negó a aceptar un papel secundario, que además era el único personaje negativo de la trama.
Sin papeles importantes
Wong volvió de nuevo a Europa, e incluso visitó China para conocer la tierra de donde había venido su familia. Allí tuvo que lidiar con las críticas de quienes la culpaban del estereotipo que representaba y que las cintas de Hollywood perpetuaban. Tras varias polémicas y un mal inicio del viaje, consiguió la aceptación de la prensa del país. Pero lo cierto es que su carrera cinematográfica, lastrada por esa imposibilidad de acceder a los papeles que por su calidad y magnetismo debería estar llamada a interpretar, no hizo más que languidecer, a pesar de que paralelamente a una serie de cintas de serie "B", representó algunas obras en Broadway.
La última de sus apariciones en la gran pantalla, que eran cada vez más esporádicas, fue en ‘Retrato en negro’ (1960), protagonizada por Lana Turner y Anthony Quinn. En sus últimos años, como tantas viejas glorias, hizo incursiones en la televisión. Murió en 1961, a causa de un ataque al corazón, pero también arrastraba una cirrosis producida por su alcoholismo. Nunca se casó: a pesar de que la prensa de la época le atribuyó varios romances, muchos de ellos con directores como Tod Browning o Marshall Neilan, siempre fue consciente de que una relación con alguien que no fuera de origen asiático sería el fin de las carreras de ambos.
Hoy, un monumento en el Paseo de la Fama la inmortaliza junto a la estrella mexicana Dolores del Río, la afroamericana Dorothy Dandridge y Mae West, como símbolo de todas aquellas que, por diversos motivos, lucharon por romper los estrechos límites marcados para ellas por el mojigato Hollywood de la era dorada.
Durante un tiempo, fue compatibilizando pequeños papeles con trabajos como modelo, con el nombre de Anna May Wong, y aprovechando que parecía mayor que la edad que realmente tenía. Su familia se opuso, y su padre llegaba incluso a encerrarla bajo llave entre toma y toma, cuando era la única actriz de rasgos asiáticos del rodaje.
A los 17 años abandonó el hogar y se instaló por su cuenta, y el primer (y único de toda su carrera) papel protagonista le llegó con ‘El tributo del mar’, una variante de la historia de ‘Madame Butterfly’ que es recordada, sobre todo, por ser la primera película estrenada en un rudimentario Technicolor.
Belleza exótica y elegante
Sin embargo, la cinta fue suficiente para que la gran estrella Douglas Fairbanks se fijara en ella para incorporarla en un papel secundario en la superproducción ‘El ladrón de Bagdad’ (1924), donde Wong deslumbraba interpretando a una malvada esclava mongola. Su físico, alto y de una exótica y elegante belleza, no pasó desapercibido, y se convirtió en un icono de la moda. Pero los papeles que le seguían llegando la limitaban siempre a los estereotipos de mujer fatal y perversa, o variaciones de Butterfly.
Hastiada, se trasladó a finales de la década a Europa, donde logró, como Josephine Baker, ser mejor aceptada, entabló amistad y complicidad con mujeres destacadas del cine como Leni Riefenstahl o Marlene Dietrich, actuó en el teatro junto a un joven Laurence Olivier y estrenó en Inglaterra la que es probablemente su mejor cinta, ‘Picadilly’ (1929).
Sólo regresó a Estados Unidos cuando un contrato con la Paramount pareció asegurarle los papeles que sabía que verdaderamente merecía. Un papel secundario junto a la Dietrich en el éxito ‘El expreso de Shanghai’ (1932), que coincidió con una campaña de cotilleos que aseguraba que ambas habían tenido un affaire durante el rodaje, pareció indicar que estaba en el buen camino.
Pero cuando aspiró a conseguir el papel principal en la adaptación del ‘best seller’ de Pearl S. Buck ‘The Good Earth’ (1937), una historia ambientada en China y protagonizada por personajes supuestamente chinos, vio cómo éste acabó recayendo en la actriz alemana Luise Rainer. ¿El motivo? Que era inconcebible para la moral de la época que Wong pudiese representar en la pantalla una relación amorosa con el protagonista, encarnado por el actor austriaco Paul Muni.
Simplemente era imposible plantearse una escena romántica o un beso entre una actriz chinoamericana y un actor de rasgos caucásicos, por más que éste interpretara a un oriental. Indignada, la actriz se negó a aceptar un papel secundario, que además era el único personaje negativo de la trama.
Sin papeles importantes
Wong volvió de nuevo a Europa, e incluso visitó China para conocer la tierra de donde había venido su familia. Allí tuvo que lidiar con las críticas de quienes la culpaban del estereotipo que representaba y que las cintas de Hollywood perpetuaban. Tras varias polémicas y un mal inicio del viaje, consiguió la aceptación de la prensa del país. Pero lo cierto es que su carrera cinematográfica, lastrada por esa imposibilidad de acceder a los papeles que por su calidad y magnetismo debería estar llamada a interpretar, no hizo más que languidecer, a pesar de que paralelamente a una serie de cintas de serie "B", representó algunas obras en Broadway.
La última de sus apariciones en la gran pantalla, que eran cada vez más esporádicas, fue en ‘Retrato en negro’ (1960), protagonizada por Lana Turner y Anthony Quinn. En sus últimos años, como tantas viejas glorias, hizo incursiones en la televisión. Murió en 1961, a causa de un ataque al corazón, pero también arrastraba una cirrosis producida por su alcoholismo. Nunca se casó: a pesar de que la prensa de la época le atribuyó varios romances, muchos de ellos con directores como Tod Browning o Marshall Neilan, siempre fue consciente de que una relación con alguien que no fuera de origen asiático sería el fin de las carreras de ambos.
Hoy, un monumento en el Paseo de la Fama la inmortaliza junto a la estrella mexicana Dolores del Río, la afroamericana Dorothy Dandridge y Mae West, como símbolo de todas aquellas que, por diversos motivos, lucharon por romper los estrechos límites marcados para ellas por el mojigato Hollywood de la era dorada.
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