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El qué dirán, cuando se reside en núcleos pequeños, influye y determina que no se de el paso de denunciar o de romper con el maltratador.
Nuria Coronado Sopeña | Público, 2019-06-10
https://www.publico.es/sociedad/femenino-plural-vergueenza-social-lastre-mujeres-maltratadas-espana-rural.html
Hay miradas y comentarios que marcan tanto que significan que el infierno de vivir la violencia de género no acaba nunca. No importa si se es joven o más mayor, las mujeres que viven en zonas alejadas de las grandes urbes se sienten incapaces de salir de la tela de araña del maltrato por el miedo a lo que piensen sus familias, vecinos o conocidos. Miedo a quedarse aisladas porque la propia educación no distingue que lo que están padeciendo es puro maltrato.
Basta consultar el informe pionero del Instituto Aragonés de la Mujer (IAM) para ser conscientes de ello. “Las mujeres de más de 65 años que sufren maltrato apenas lo denuncian y solo un 2,7% se identifican como víctimas de violencia de género. Después de ellas están las jóvenes de entre 16 y 24 años”, explica Natalia Salvo, directora del IAM.
Y es que, a pesar de que estamos en pleno siglo XXI, la tradición y la costumbre de aguantar esta violencia siguen mandando en las zonas rurales. Un precepto que como cuenta Salvo explica “la resignación de estas mujeres, que denuncian con menos frecuencia y que no encuentran un gran apoyo en su entorno que las anime a hacerlo, ya que perduran las ideas de que hay que aguantar o de que es algo natural, han normalización de la violencia”.
Aguantar es la norma
Por eso la directora del IAM explica que para que una víctima en dicho ambiente se anime a denunciar, “el compromiso de los entornos resulta fundamental”. Además, dicho estudio deja claro que tanto la edad como la ruralidad, “constituyen factores de vulnerabilidad en la violencia de género, el primero por la ocultación y la naturalización de la violencia y el segundo por el aislamiento y el menor acceso a información y recursos”.
El informe aragonés también se puede extrapolar con otro. El de la Estadística de Violencia Doméstica y Violencia de Género del Instituto Nacional de Estadística (INE) en donde el número de víctimas de violencia de género que fueron inscritas en el Registro Central del Ministerio de Justicia en el año 2018 fue de 31.286 personas, un 7,9 por ciento más que el año anterior, según la Estadística de Violencia Doméstica y Violencia de Género 2017 del Instituto Nacional de Estadística (INE). Según dicho estudio, los mayores incrementos del número de víctimas en 2018 se dieron entre las mujeres de 60 a 64 años, un 15,1 por ciento más que en 2017, y de 18 a 19 años, con un 10,9 por ciento más. Por su parte, el mayor descenso se dio entre las mujeres de 75 y más años, con un 12,1 por ciento menos.
Denunciar repercute en las víctimas
En la Comunidad Valenciana se estima que una de cada cinco mujeres mayores de 60 años ha sufrido violencia de género, pero no la denuncian por la dependencia económica hacía sus agresores o porque la han normalizado. Ángeles Tomelloso, (nombre ficticio), vive en una pequeña población de 8000 habitantes en la provincia de Valencia, y sabe, muy a su pesar, lo que es cargar con esa condena. Durante cerca de 40 años calló y aguantó hasta que tras un violento episodio en el que la amenazó con un cuchillo, decidió dar el paso de abandonar al maltratador y denunciar. Salió de su casa “con lo puesto” y con la vida marcada “por la tristeza y desolación más infinita”, cuenta a Público.
Angeles, que trabajó durante gran parte de su vida de cara al público, calló no solo por miedo a su maltratador sino también por la vergüenza hacía lo que su entorno pudiese pensar de ella. “Las mujeres que vivimos en zonas rurales evitamos hacer comentario alguno porque queda mal, porque la sociedad vive anclada en el pasado y no sabe ni conoce lo que es la violencia de género. Omites todo lo que te pasa e intentas que no sepan nada porque te irá mal. Es muy desagradable y triste”, reconoce.
En el caso de esta mujer, su maltratador no solo la impedía ver a su familia carnal sino también a la política. “Estaba apartada de mi propia familia y también de la suya. Vivía en su casa, pero durante todos esos años no pude cambiar ni un cuadro ni una foto de su anterior mujer que murió. Tenía que callar siempre ante la visita de sus hijos y mi familia no me podía visitar o yo visitarla a ella”, nos cuenta.
“Cuando vives en un pueblito todo es mucho más difícil. ¿A quién se lo dices? ¿Al médico, al cura o al policía? ¿Cómo te atreves a hacerlo? No les puedes decir nada porque no creen que lo que le vas a contar sea cierto. Ellos y ellas ven la imagen del otro que es de perfección y no te atreves a decir nada. Solo tienes miedo y vergüenza por el qué dirán. La respuesta ante esto siempre es callar”, añade.
Ángeles ha tenido que huir de esa población para ir a otra ya que su maltratador tiene una orden de alejamiento durante dos años. A su edad no solo lleva cargando con todo el dolor de lo vivido sino con la pobreza económica que ello significa. “Vivir la violencia nunca es fácil, pero hacerlo en un lugar pequeño aun lo complica todo más ya que es difícil tener acceso a las instituciones y cuando llegas a ellas tampoco ayudan mucho”, subraya. “Cuando te atreves a dar el paso la repercusión en lugar de ser hacía el maltratador es hacía nosotras. El primer daño psicológico es que te apartan de la vida normal cotidiana. Luego buscas un lugar al que ir para vivir y no hay ayudas”, recalca.
Esta luchadora a la que le encanta leer, hacer fotografías y que un día soñó con ser reportera, a la violencia de su agresor ha sumado la del silencio perpetuo. “Sufres violencia y por vivir en sitios tan pequeños no cuentas el día a día. De puertas para fuera haces vida normal por el que dirán. No dices nada, te ven y no conocen tus miedos. Te aguantas tus vergüenzas y estás apartada de la sociedad. Hay momentos en todo este proceso de dolor y soledad que me hubiera tirado por un precipicio”, reconoce triste.
Hoy Ángeles, gracias a la asociación Alanna, está en el buen camino. “Con su ayuda y comprensión puedo hablar sin miedos y cobijada y comprendida por otras mujeres que por desgracia han pasado y pasan por lo mismo que yo”.
La asociación es más que su red de salvación. Es su única y verdadera familia. En ella ha encontrado las herramientas para empezar el camino de empoderarse, de auto cuidarse y también de divertirse. “Ha habido momentos en que me he sentido destrozada y preguntándome cómo caí ahí. Ahora he entendido que da lo mismo tener estudios o no. Por eso nadie puede decirme ahora que esto nos pasa a las mujeres vulnerables o a las que solo saben fregar el suelo. Nos puede pasar a todas. Sin distinción alguna. Y esto nos pasa por dos cosas. Porque somos mujeres y porque el sistema falla”, recalca.
Las mujeres jóvenes tampoco escapan
Gloria Megas Bañón de 35 años al igual que Ángeles también puede hablar de lo complicado que es dar el paso de denunciar cuando se vive en la ruralidad. En su caso, lo que cambia es la edad. A los 19 años, tras cinco meses de noviazgo que ella sintió “maravillosos”, se casó con alguien doce años mayor que ella que resultó ser su maltratador. “Si eres joven la soledad que vives en estos casos en lugares pequeños es tremenda”, comenta. “En el lugar en el que vivía no son muy de divorcio ni de denuncias. Al principio de casarnos todo era maravilloso, pero después pasé de ser la mujer más estupenda a ser la más baja (Gloria tiene poca estatura). Tras quedarme embarazada sufrí un aborto y al tener que ir de urgencias a Albacete me llamó inútil delante de todo el mundo. Me dijo que no valía ni para tener hijos”, recuerda.
Gloria reconoce que no dio el paso de divorciarse a pesar del maltrato psicológico “por el escándalo social que iba a provocar”. Por ello dio marcha atrás. Poco tiempo después volvió a quedarse embarazada. Su gestación al ser complicada requirió de reposo absoluto. “Y ahí volvió de nuevo a hacerme sentir menos que nada. Me vuelve a llamar inútil por no ser capaz ni de tener un embarazo normal. Los ninguneos eran constantes así que decidí irme a casa de mi madre. Pero mi abuela y también mis padres me animaron a volver con él y por ellos lo hice”, recuerda. Con su vuelta regresaron no solo los malos tratos psicológicos, también los físicos. “Me dio una patada en mi barriga porque no había tiritas en casa. A partir de ahí dormía con un cuchillo debajo de la almohada”, comenta Gloria.
Su maltratador no solo la maltrataba a ella, también a sus hijas. A ellas además de insultarlas, las castigaba o dejaba sin comer. “La impotencia te puede y te preguntas que dónde vas a ir tú sola con tus hijas”. Tras un calvario de separación, de puntos de encuentro y abogados que incluso le aconsejaron no denunciarle, dio el paso de irse a Valencia a buscarse la vida. “Cuando me fui del pueblo cambió mi vida. Me di cuenta de que nadie te juzga ni te señala. Él, al ser de una familia muy conocida, era el importante y tú no eres nadie. Vivir en un pueblo significa seguir la norma social y el divorcio no forma parte de él. Es un mundo aparte. Todo el mundo vive de lo que van a decir y eso lo determina todo”, subraya.
Ahora Gloria, a pesar de que las secuelas siguen ahí, está tratando de seguir adelante. “Estoy recuperando mi identidad. Antes no sabía quién era porque de tanto escucharlo pensaba que era una inútil. Me hice una imagen de mí que no se corresponde con quien soy”, reconoce. Por eso ella mira una foto de pequeña en la que sale vestida de princesa. “Tiene mucho significado para mí. Mirarla me sirve para recordarme quien soy de verdad”, expresa.
Tras esta dura experiencia, aunque Gloria siente que no es nadie “para de dar consejos”, anima a las mujeres que viven en sitios pequeños busquen ayuda. “Hasta que no la encuentras no puedes salir adelante. Que busquen amigas o alguien externo a la familia que son las que más te ayudan. Y por supuesto que denuncien. Hay que denunciar”. También anima a que, aunque se viva en un lugar pequeño, no se deje de estudiar “por nadie”. Y lo dice porque ella ahora está sacándose su carnet de conducir y convive con una pareja a su altura. “Así miro para adelante. Hay que estudiar lo que sea, formarse, prepararse para poder salir adelante laboralmente. Lo que a mí me salvó fue el trabajo y el dinero para mantenerme a mí y a mis hijas”, finaliza.
Basta consultar el informe pionero del Instituto Aragonés de la Mujer (IAM) para ser conscientes de ello. “Las mujeres de más de 65 años que sufren maltrato apenas lo denuncian y solo un 2,7% se identifican como víctimas de violencia de género. Después de ellas están las jóvenes de entre 16 y 24 años”, explica Natalia Salvo, directora del IAM.
Y es que, a pesar de que estamos en pleno siglo XXI, la tradición y la costumbre de aguantar esta violencia siguen mandando en las zonas rurales. Un precepto que como cuenta Salvo explica “la resignación de estas mujeres, que denuncian con menos frecuencia y que no encuentran un gran apoyo en su entorno que las anime a hacerlo, ya que perduran las ideas de que hay que aguantar o de que es algo natural, han normalización de la violencia”.
Aguantar es la norma
Por eso la directora del IAM explica que para que una víctima en dicho ambiente se anime a denunciar, “el compromiso de los entornos resulta fundamental”. Además, dicho estudio deja claro que tanto la edad como la ruralidad, “constituyen factores de vulnerabilidad en la violencia de género, el primero por la ocultación y la naturalización de la violencia y el segundo por el aislamiento y el menor acceso a información y recursos”.
El informe aragonés también se puede extrapolar con otro. El de la Estadística de Violencia Doméstica y Violencia de Género del Instituto Nacional de Estadística (INE) en donde el número de víctimas de violencia de género que fueron inscritas en el Registro Central del Ministerio de Justicia en el año 2018 fue de 31.286 personas, un 7,9 por ciento más que el año anterior, según la Estadística de Violencia Doméstica y Violencia de Género 2017 del Instituto Nacional de Estadística (INE). Según dicho estudio, los mayores incrementos del número de víctimas en 2018 se dieron entre las mujeres de 60 a 64 años, un 15,1 por ciento más que en 2017, y de 18 a 19 años, con un 10,9 por ciento más. Por su parte, el mayor descenso se dio entre las mujeres de 75 y más años, con un 12,1 por ciento menos.
Denunciar repercute en las víctimas
En la Comunidad Valenciana se estima que una de cada cinco mujeres mayores de 60 años ha sufrido violencia de género, pero no la denuncian por la dependencia económica hacía sus agresores o porque la han normalizado. Ángeles Tomelloso, (nombre ficticio), vive en una pequeña población de 8000 habitantes en la provincia de Valencia, y sabe, muy a su pesar, lo que es cargar con esa condena. Durante cerca de 40 años calló y aguantó hasta que tras un violento episodio en el que la amenazó con un cuchillo, decidió dar el paso de abandonar al maltratador y denunciar. Salió de su casa “con lo puesto” y con la vida marcada “por la tristeza y desolación más infinita”, cuenta a Público.
Angeles, que trabajó durante gran parte de su vida de cara al público, calló no solo por miedo a su maltratador sino también por la vergüenza hacía lo que su entorno pudiese pensar de ella. “Las mujeres que vivimos en zonas rurales evitamos hacer comentario alguno porque queda mal, porque la sociedad vive anclada en el pasado y no sabe ni conoce lo que es la violencia de género. Omites todo lo que te pasa e intentas que no sepan nada porque te irá mal. Es muy desagradable y triste”, reconoce.
En el caso de esta mujer, su maltratador no solo la impedía ver a su familia carnal sino también a la política. “Estaba apartada de mi propia familia y también de la suya. Vivía en su casa, pero durante todos esos años no pude cambiar ni un cuadro ni una foto de su anterior mujer que murió. Tenía que callar siempre ante la visita de sus hijos y mi familia no me podía visitar o yo visitarla a ella”, nos cuenta.
“Cuando vives en un pueblito todo es mucho más difícil. ¿A quién se lo dices? ¿Al médico, al cura o al policía? ¿Cómo te atreves a hacerlo? No les puedes decir nada porque no creen que lo que le vas a contar sea cierto. Ellos y ellas ven la imagen del otro que es de perfección y no te atreves a decir nada. Solo tienes miedo y vergüenza por el qué dirán. La respuesta ante esto siempre es callar”, añade.
Ángeles ha tenido que huir de esa población para ir a otra ya que su maltratador tiene una orden de alejamiento durante dos años. A su edad no solo lleva cargando con todo el dolor de lo vivido sino con la pobreza económica que ello significa. “Vivir la violencia nunca es fácil, pero hacerlo en un lugar pequeño aun lo complica todo más ya que es difícil tener acceso a las instituciones y cuando llegas a ellas tampoco ayudan mucho”, subraya. “Cuando te atreves a dar el paso la repercusión en lugar de ser hacía el maltratador es hacía nosotras. El primer daño psicológico es que te apartan de la vida normal cotidiana. Luego buscas un lugar al que ir para vivir y no hay ayudas”, recalca.
Esta luchadora a la que le encanta leer, hacer fotografías y que un día soñó con ser reportera, a la violencia de su agresor ha sumado la del silencio perpetuo. “Sufres violencia y por vivir en sitios tan pequeños no cuentas el día a día. De puertas para fuera haces vida normal por el que dirán. No dices nada, te ven y no conocen tus miedos. Te aguantas tus vergüenzas y estás apartada de la sociedad. Hay momentos en todo este proceso de dolor y soledad que me hubiera tirado por un precipicio”, reconoce triste.
Hoy Ángeles, gracias a la asociación Alanna, está en el buen camino. “Con su ayuda y comprensión puedo hablar sin miedos y cobijada y comprendida por otras mujeres que por desgracia han pasado y pasan por lo mismo que yo”.
La asociación es más que su red de salvación. Es su única y verdadera familia. En ella ha encontrado las herramientas para empezar el camino de empoderarse, de auto cuidarse y también de divertirse. “Ha habido momentos en que me he sentido destrozada y preguntándome cómo caí ahí. Ahora he entendido que da lo mismo tener estudios o no. Por eso nadie puede decirme ahora que esto nos pasa a las mujeres vulnerables o a las que solo saben fregar el suelo. Nos puede pasar a todas. Sin distinción alguna. Y esto nos pasa por dos cosas. Porque somos mujeres y porque el sistema falla”, recalca.
Las mujeres jóvenes tampoco escapan
Gloria Megas Bañón de 35 años al igual que Ángeles también puede hablar de lo complicado que es dar el paso de denunciar cuando se vive en la ruralidad. En su caso, lo que cambia es la edad. A los 19 años, tras cinco meses de noviazgo que ella sintió “maravillosos”, se casó con alguien doce años mayor que ella que resultó ser su maltratador. “Si eres joven la soledad que vives en estos casos en lugares pequeños es tremenda”, comenta. “En el lugar en el que vivía no son muy de divorcio ni de denuncias. Al principio de casarnos todo era maravilloso, pero después pasé de ser la mujer más estupenda a ser la más baja (Gloria tiene poca estatura). Tras quedarme embarazada sufrí un aborto y al tener que ir de urgencias a Albacete me llamó inútil delante de todo el mundo. Me dijo que no valía ni para tener hijos”, recuerda.
Gloria reconoce que no dio el paso de divorciarse a pesar del maltrato psicológico “por el escándalo social que iba a provocar”. Por ello dio marcha atrás. Poco tiempo después volvió a quedarse embarazada. Su gestación al ser complicada requirió de reposo absoluto. “Y ahí volvió de nuevo a hacerme sentir menos que nada. Me vuelve a llamar inútil por no ser capaz ni de tener un embarazo normal. Los ninguneos eran constantes así que decidí irme a casa de mi madre. Pero mi abuela y también mis padres me animaron a volver con él y por ellos lo hice”, recuerda. Con su vuelta regresaron no solo los malos tratos psicológicos, también los físicos. “Me dio una patada en mi barriga porque no había tiritas en casa. A partir de ahí dormía con un cuchillo debajo de la almohada”, comenta Gloria.
Su maltratador no solo la maltrataba a ella, también a sus hijas. A ellas además de insultarlas, las castigaba o dejaba sin comer. “La impotencia te puede y te preguntas que dónde vas a ir tú sola con tus hijas”. Tras un calvario de separación, de puntos de encuentro y abogados que incluso le aconsejaron no denunciarle, dio el paso de irse a Valencia a buscarse la vida. “Cuando me fui del pueblo cambió mi vida. Me di cuenta de que nadie te juzga ni te señala. Él, al ser de una familia muy conocida, era el importante y tú no eres nadie. Vivir en un pueblo significa seguir la norma social y el divorcio no forma parte de él. Es un mundo aparte. Todo el mundo vive de lo que van a decir y eso lo determina todo”, subraya.
Ahora Gloria, a pesar de que las secuelas siguen ahí, está tratando de seguir adelante. “Estoy recuperando mi identidad. Antes no sabía quién era porque de tanto escucharlo pensaba que era una inútil. Me hice una imagen de mí que no se corresponde con quien soy”, reconoce. Por eso ella mira una foto de pequeña en la que sale vestida de princesa. “Tiene mucho significado para mí. Mirarla me sirve para recordarme quien soy de verdad”, expresa.
Tras esta dura experiencia, aunque Gloria siente que no es nadie “para de dar consejos”, anima a las mujeres que viven en sitios pequeños busquen ayuda. “Hasta que no la encuentras no puedes salir adelante. Que busquen amigas o alguien externo a la familia que son las que más te ayudan. Y por supuesto que denuncien. Hay que denunciar”. También anima a que, aunque se viva en un lugar pequeño, no se deje de estudiar “por nadie”. Y lo dice porque ella ahora está sacándose su carnet de conducir y convive con una pareja a su altura. “Así miro para adelante. Hay que estudiar lo que sea, formarse, prepararse para poder salir adelante laboralmente. Lo que a mí me salvó fue el trabajo y el dinero para mantenerme a mí y a mis hijas”, finaliza.
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