Imagen: ctxt / 'Sin título (Rostros en la tierra)', 1991, David Wojnarowicz |
Hay una lección que, quizá, la comunidad LGTB puede enseñarnos de cara al COVID-19: se pueden cambiar las cosas, pero que hay que hacerlo desde abajo.
Isaias Fanlo | ctxt, 2020-04-25
https://ctxt.es/es/20200401/Firmas/32026/vida-lgtb-sida-coronavirus-epidemia-isaias-fanlo.htm
Supongo que hemos llegado a aquella fase en la que, para soportar este presente anodino, turbio, que nos cae encima, en bucle, cada día, sólo nos queda proyectarnos hacia el futuro. Hacia lo que vendrá. Hacia la vida después de la pandemia, cuando podamos salir a la calle, a las zonas compartidas. ¿Qué encontraremos, ‘ahí fuera’? ¿Cómo será este futuro post-COVID-19? Lo que parece claro es que en este futuro necesitamos luz. Filósofos, analistas y sociólogos repiten que estamos frente a una oportunidad para repensarnos, como individuos y también como sociedad. Se nos presenta, sin duda, un interesante punto de inflexión: frente a nuestras narices, el capitalismo entra en colisión frontal con un derecho tan básico como es la salud. ¿Hasta qué punto somos capaces de parar el mundo sin que se rompa la cuerda que tensa nuestro sistema económico? ¿Cuál es el precio (valorado en número de muertos) que los estados están dispuestos a pagar para que la economía se mantenga a flote?
Frente a estas preguntas no hay lugar para medias tintas. O se es pesimista (no cambiaremos, somos demasiado egoístas) o se es optimista. Incluso una mente privilegiada como la de Paul B. Preciado no puede evitar concluir un brillante artículo publicado en El País con una propuesta imprecisa y, seguramente, improbable: “Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran ‘blackout’ frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene”, dice.
En este después, tendremos que distinguir las reacciones según el estrato en el que tengan lugar. Los entes políticos y económicos que ahora mismo rigen el mundo (desde las estructuras estatales hasta la bolsa o el FMI) harán todo lo posible para mantener vicios y virtudes de un sistema que se ha cimentado sobre una jerarquía de privilegios (las castas de nuestro tiempo) basado en las políticas identitarias y el reparto desigual de beneficios. Se trata de aparatos poderosísimos, ubicuos, que no dejarán de proponerse a sí mismos como la única opción posible. Bienvenidos al Mátrix de nuestro tiempo.
Así pues, la única reacción podrá venir de parte de los individuos. A lo mejor necesitamos una pandemia mundial y una crisis devastadora para reaccionar. A lo mejor necesitamos que el hambre y la precariedad nos empujen a cambiar las cosas desde abajo –que es, a fin de cuentas, desde donde se articulan los cambios auténticos–.
A algunos de nosotros, esta sensación de miedo y perplejidad, de sentirnos acorralados por un virus, no nos resulta del todo extraña. Hace unos días lo hablaba con Jonathan Katz, activista histórico de los derechos LGTB y uno de los fundadores de Queer Nation. “Estos tiempos me son extrañamente familiares”, me decía. “Los amigos que se mueren, el gobierno que no hace lo suficiente, el terror de sabernos perseguidos por un enemigo invisible, la manera en la que aquellos que tenemos más cerca nos resultan absolutamente necesarios para la supervivencia, y, potencialmente, el vector de una enfermedad que puede matarnos. No hace falta que te diga que estoy teniendo flashbacks.” Salvando las distancias oceánicas que hay entre ambos virus, el colectivo LGTB, muy especialmente los gais y las personas trans, vivimos esta incertidumbre en nuestros propios cuerpos con el sida, cuando éste resultaba letal, antes del descubrimiento de la triple terapia a mediados de la década de 1990.
En aquel momento, los gais nos vimos acorralados por un virus cruel, que quebraba los cuerpos, los deformaba y los devoraba en un banquete macabro. Pero también nos vimos atacados por la sociedad: tanto por unos aparatos estatales que no supieron reaccionar y que nos dejaron abandonados a nuestra suerte, como por el estigma que nos llegó por parte de la gran mayoría de sectores, que nos volvían a mirar con rechazo, como si fuéramos seres sucios, merecedores del castigo que recibíamos. Un estigma, por cierto, contra el que todavía tenemos que luchar, en una sociedad como la nuestra, que ha heredado actitudes puritanas y censoras respecto a la sexualidad.
Estábamos en el epicentro de la pesadilla, y teníamos que afrontarla solos. Y sólo la pudimos superar de dos maneras. La primera, reinventándonos como comunidad, creando símbolos, memoriales, cuadros, fotografías, escribiendo novelas, poemas, obras de teatro que nos dieran una narrativa y que, frente a tanta muerte, preservaran las voces de aquellos que nos habían sido arrancados prematuramente; tuvimos que reinventar los afectos, nuestra manera de amarnos y de desearnos; reinventamos los funerales, reinventamos la trascendencia de una familia de elección: a golpes, nos hicimos más fuertes.
La segunda manera de sobrevivir a la plaga, como dice el título del magnífico documental de David France, fue salir a la calle y exigir, a gritos, que nos hicieran caso. Se crearon asociaciones como ACT UP, formadas por personas solidarias con la tragedia que nos rodeaba y por individuos que se veían condenados a una muerte segura. Sin nada que perder, lo arriesgaron todo y se entregaron a intervenciones radicales en espacios públicos y privados: calles, plazas, iglesias, ayuntamientos, sedes de empresas farmacéuticas. Fueron estos gestos de rabia los que aceleraron el proceso para conseguir los tratamientos necesarios y para distribuirlos de manera ecuánime.
Yo, que soy de una generación posterior, no llegué a vivir estos momentos dramáticos de comunidades radicales y de activismo a vida o muerte. Y aun así, lo llevo grabado en mi ADN emocional, a través de las historias compartidas con amigos, mentores, familia de la generación precedente: Jaime Manrique, Sarah Schulman, Larry Mass, Martin Sherman. Esta es, también, mi historia. Y esta es la lección que, quizá, la comunidad LGTB puede enseñarnos de cara al COVID-19: que se pueden cambiar las cosas, pero que hay que hacerlo desde abajo. Y que tendremos que activar la imaginación para repensarnos como sociedad, más allá del contacto digital, inocuo y aséptico.
No son momentos de parálisis; son momentos de reflexión. Hace tres días defendí con éxito, de manera telemática, mi tesis doctoral para la Universidad de Chicago. Lo hice con fiebre y el cuerpo cansado: hace una semana que arrastro síntomas de coronavirus. La vida, pese a todo, no se para. En la tesis, que observa las artes escénicas desde una perspectiva queer, le dedico un capítulo al teatro que nos habla del sida. Menciono una obra reciente de Matthew Lopez, estrenada en Londres y en Nueva York (antes de que los teatros de Broadway cerraran), llamada ‘The Inheritance’. La herencia a la que hace referencia el título es la del sida, pero también la sabiduría y las historias que transmitimos de generación en generación. Al final de la obra, López hace un guiño a los ‘Ángeles en América’ de Tony Kushner en una conversación imposible y maravillosamente fantasmagórica. “¿Y ahora qué?”, se pregunta Henry, un personaje que ha sobrevivido el paso del tiempo y las muertes de la pandemia. En escena, entonces, aparece Walter, su pareja de toda la vida, muerta años atrás (la magia del teatro consigue reunir a vivos y muertos en escena). Walter toma el rostro de Henry con las manos y le besa con ternura, antes de responderle: “Haz lo que los otros no pudieron. Vive.”
He aquí la respuesta, el giro copernicano sencillo y contundente. Tenemos que recoger todos estos muertos que nos dejará la pandemia y rememorarlos. Aquí y allá, nos han dejado dramaturgos y escritores como Josep Maria Benet y Jornet (el padre del teatro catalán contemporáneo), Terrence McNally y, ayer mismo, H. G. “Hache” Carrillo, tres nombres cercanos a mis círculos. El mejor tributo posible es releerlos y volverlos a llevar a los escenarios. Tenemos que acompañarnos de todos ellos, y es importante hacerlo desde la vida. La vida, pese a todo, que nos espera allí afuera, con los jabalíes y los ciervos que bajan a las calles de pueblos y ciudades, los delfines que han regresado a primera línea de costa, y que parecen decirnos que, si cambiamos mínimamente nuestros hábitos, podemos convivir en un mundo mejor. ¿Somos capaces de repensarnos, de abrazar esta otra idea de vida? ¿Tenemos la valentía suficiente para embarcarnos en este viaje?
Estas, al fin y al cabo, son las grandes preguntas que nos esperan allá afuera.
Frente a estas preguntas no hay lugar para medias tintas. O se es pesimista (no cambiaremos, somos demasiado egoístas) o se es optimista. Incluso una mente privilegiada como la de Paul B. Preciado no puede evitar concluir un brillante artículo publicado en El País con una propuesta imprecisa y, seguramente, improbable: “Apaguemos los móviles, desconectemos Internet. Hagamos el gran ‘blackout’ frente a los satélites que nos vigilan e imaginemos juntos en la revolución que viene”, dice.
En este después, tendremos que distinguir las reacciones según el estrato en el que tengan lugar. Los entes políticos y económicos que ahora mismo rigen el mundo (desde las estructuras estatales hasta la bolsa o el FMI) harán todo lo posible para mantener vicios y virtudes de un sistema que se ha cimentado sobre una jerarquía de privilegios (las castas de nuestro tiempo) basado en las políticas identitarias y el reparto desigual de beneficios. Se trata de aparatos poderosísimos, ubicuos, que no dejarán de proponerse a sí mismos como la única opción posible. Bienvenidos al Mátrix de nuestro tiempo.
Así pues, la única reacción podrá venir de parte de los individuos. A lo mejor necesitamos una pandemia mundial y una crisis devastadora para reaccionar. A lo mejor necesitamos que el hambre y la precariedad nos empujen a cambiar las cosas desde abajo –que es, a fin de cuentas, desde donde se articulan los cambios auténticos–.
A algunos de nosotros, esta sensación de miedo y perplejidad, de sentirnos acorralados por un virus, no nos resulta del todo extraña. Hace unos días lo hablaba con Jonathan Katz, activista histórico de los derechos LGTB y uno de los fundadores de Queer Nation. “Estos tiempos me son extrañamente familiares”, me decía. “Los amigos que se mueren, el gobierno que no hace lo suficiente, el terror de sabernos perseguidos por un enemigo invisible, la manera en la que aquellos que tenemos más cerca nos resultan absolutamente necesarios para la supervivencia, y, potencialmente, el vector de una enfermedad que puede matarnos. No hace falta que te diga que estoy teniendo flashbacks.” Salvando las distancias oceánicas que hay entre ambos virus, el colectivo LGTB, muy especialmente los gais y las personas trans, vivimos esta incertidumbre en nuestros propios cuerpos con el sida, cuando éste resultaba letal, antes del descubrimiento de la triple terapia a mediados de la década de 1990.
En aquel momento, los gais nos vimos acorralados por un virus cruel, que quebraba los cuerpos, los deformaba y los devoraba en un banquete macabro. Pero también nos vimos atacados por la sociedad: tanto por unos aparatos estatales que no supieron reaccionar y que nos dejaron abandonados a nuestra suerte, como por el estigma que nos llegó por parte de la gran mayoría de sectores, que nos volvían a mirar con rechazo, como si fuéramos seres sucios, merecedores del castigo que recibíamos. Un estigma, por cierto, contra el que todavía tenemos que luchar, en una sociedad como la nuestra, que ha heredado actitudes puritanas y censoras respecto a la sexualidad.
Estábamos en el epicentro de la pesadilla, y teníamos que afrontarla solos. Y sólo la pudimos superar de dos maneras. La primera, reinventándonos como comunidad, creando símbolos, memoriales, cuadros, fotografías, escribiendo novelas, poemas, obras de teatro que nos dieran una narrativa y que, frente a tanta muerte, preservaran las voces de aquellos que nos habían sido arrancados prematuramente; tuvimos que reinventar los afectos, nuestra manera de amarnos y de desearnos; reinventamos los funerales, reinventamos la trascendencia de una familia de elección: a golpes, nos hicimos más fuertes.
La segunda manera de sobrevivir a la plaga, como dice el título del magnífico documental de David France, fue salir a la calle y exigir, a gritos, que nos hicieran caso. Se crearon asociaciones como ACT UP, formadas por personas solidarias con la tragedia que nos rodeaba y por individuos que se veían condenados a una muerte segura. Sin nada que perder, lo arriesgaron todo y se entregaron a intervenciones radicales en espacios públicos y privados: calles, plazas, iglesias, ayuntamientos, sedes de empresas farmacéuticas. Fueron estos gestos de rabia los que aceleraron el proceso para conseguir los tratamientos necesarios y para distribuirlos de manera ecuánime.
Yo, que soy de una generación posterior, no llegué a vivir estos momentos dramáticos de comunidades radicales y de activismo a vida o muerte. Y aun así, lo llevo grabado en mi ADN emocional, a través de las historias compartidas con amigos, mentores, familia de la generación precedente: Jaime Manrique, Sarah Schulman, Larry Mass, Martin Sherman. Esta es, también, mi historia. Y esta es la lección que, quizá, la comunidad LGTB puede enseñarnos de cara al COVID-19: que se pueden cambiar las cosas, pero que hay que hacerlo desde abajo. Y que tendremos que activar la imaginación para repensarnos como sociedad, más allá del contacto digital, inocuo y aséptico.
No son momentos de parálisis; son momentos de reflexión. Hace tres días defendí con éxito, de manera telemática, mi tesis doctoral para la Universidad de Chicago. Lo hice con fiebre y el cuerpo cansado: hace una semana que arrastro síntomas de coronavirus. La vida, pese a todo, no se para. En la tesis, que observa las artes escénicas desde una perspectiva queer, le dedico un capítulo al teatro que nos habla del sida. Menciono una obra reciente de Matthew Lopez, estrenada en Londres y en Nueva York (antes de que los teatros de Broadway cerraran), llamada ‘The Inheritance’. La herencia a la que hace referencia el título es la del sida, pero también la sabiduría y las historias que transmitimos de generación en generación. Al final de la obra, López hace un guiño a los ‘Ángeles en América’ de Tony Kushner en una conversación imposible y maravillosamente fantasmagórica. “¿Y ahora qué?”, se pregunta Henry, un personaje que ha sobrevivido el paso del tiempo y las muertes de la pandemia. En escena, entonces, aparece Walter, su pareja de toda la vida, muerta años atrás (la magia del teatro consigue reunir a vivos y muertos en escena). Walter toma el rostro de Henry con las manos y le besa con ternura, antes de responderle: “Haz lo que los otros no pudieron. Vive.”
He aquí la respuesta, el giro copernicano sencillo y contundente. Tenemos que recoger todos estos muertos que nos dejará la pandemia y rememorarlos. Aquí y allá, nos han dejado dramaturgos y escritores como Josep Maria Benet y Jornet (el padre del teatro catalán contemporáneo), Terrence McNally y, ayer mismo, H. G. “Hache” Carrillo, tres nombres cercanos a mis círculos. El mejor tributo posible es releerlos y volverlos a llevar a los escenarios. Tenemos que acompañarnos de todos ellos, y es importante hacerlo desde la vida. La vida, pese a todo, que nos espera allí afuera, con los jabalíes y los ciervos que bajan a las calles de pueblos y ciudades, los delfines que han regresado a primera línea de costa, y que parecen decirnos que, si cambiamos mínimamente nuestros hábitos, podemos convivir en un mundo mejor. ¿Somos capaces de repensarnos, de abrazar esta otra idea de vida? ¿Tenemos la valentía suficiente para embarcarnos en este viaje?
Estas, al fin y al cabo, son las grandes preguntas que nos esperan allá afuera.
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